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Y ahora Elisaveta Pavlovna estaba a punto de regresar a París. Esperaron largo rato en el estrecho andén, junto al ascensor del equipaje, mientras en las otras vías los tristes trenes urbanos se detenían un momento y cerraban después sus puertas con estrépito. Entró velozmente el expreso de París. Su madre subió al vagón e inmediatamente sacó la cabeza por la ventanilla, sonriente. Ante el cercano y opulento coche cama, despidiendo a una anciana de aspecto sencillo, había una pareja: una belleza pálida, de labios rojos, con un abrigo de seda negra y alto cuello de piel, y un famoso piloto acrobático; todo el mundo le observaba, miraban su bufanda, su espalda, como esperando encontrar alas en ella.

—Tengo que hacerte una sugerencia —dijo su madre en tono alegre cuando se separaron—. Me han sobrado unos setenta marcos que a mí no me sirven de nada, y tú tienes que comer mejor. No puedo ni mirarte, estás tan delgado. Toma, cógelos.

— Avec joie—contestó él, e inmediatamente se imaginó un pase de un año para la biblioteca pública, chocolate con leche y alguna mercenaria muchacha alemana que, en sus momentos más bajos, siempre deseaba conseguir para sí.

Pensativo, abstraído, vagamente atormentado por la idea de que en sus conversaciones con su madre había olvidado decir lo principal, Fiodor volvió a su casa, se quitó los zapatos, rompió la esquina de una barra de chocolate junto con el papel de plata, se acercó el libro que había dejado abierto sobre el sofá... «La cosecha ondeaba, esperando la hoz.» ¡De nuevo aquella punzada divina! ¡Cómo le inspiraba, cómo se insinuaba, la frase sobre el Terek («¡A fe que el río era pavoroso!) o —incluso más certera e íntimamente:— sobre las mujeres tártaras: «Montaban a caballo, envueltas en yashmaks: todo cuanto podía verse eran sus ojos y los tacones de sus zapatos.»

Así escuchaba el sonido más puro del diapasón de Pushkin —y ya sabía con exactitud qué requería de él este sonido. Dos semanas después de la marcha de su madre le escribió sobre lo que había concebido, lo que le había ayudado a concebir el ritmo transparente de «Arzrum», y ella contestó como si ya lo hubiera sabido:

—Hacía mucho tiempo que no era tan feliz como lo he sido contigo en Berlín, pero ten cuidado, esta empresa no es nada fácil. El corazón me dice que la llevarás a cabo magníficamente, pero recuerda que necesitas mucha información exacta y muy poco sentimentalismo familiar. Si te hace falta algo, te diré lo que pueda, pero ocúpate de la investigación especial allí donde estás y, aún más importante, procúrate todos sus libros y los de Grigori Efimovich, y los del Gran Duque, y muchos otros; naturalmente, ya sabes cómo obtener todo esto, y asegúrate de ponerte en contacto con Vasili Germanovich Krüger, averigua si aún sigue en Berlín, recuerdo que una vez viajaron juntos, y dirígete a otras personas, tú sabes a quién mejor que yo, escribe a Avinov, a Verity, escribe a aquel alemán que solía visitarnos antes de la guerra, ¿Benhaas? ¿Bahnhaas? Escribe a Stuttgart, a Londres, a Tring, que está en Oxford, a todas partes, débrouille-toi, porque yo no sé nada de estas cuestiones y todos estos nombres solamente me suenan en el oído. Pero qué segura estoy de que lo conseguirás, cariño mío.

No obstante, continuó esperando —el trabajo en perspectiva era un soplo de dicha, y temía que la premura estropeara esta dicha, aparte de que la compleja responsabilidad de la obra le asustaba, aún no estaba preparado para ella. Siguiendo su programa de entrenamiento durante toda la primavera, se alimentó de Pushkin, inhaló a Pushkin (el lector de Pushkin ve incrementada la capacidad de sus pulmones). Estudió la exactitud de las palabras y la pureza absoluta de su conjunción; llevó la transparencia de la prosa hasta los límites del verso libre y entonces la dominó: en esto le ayudó un ejemplo vivo de la prosa de Pushkin en Historia de la rebelión de Vugachiov:

Dios nos libre de ver un motín ruso sin sentido y sin piedad...

A fin de fortalecer los músculos de su musa se llevaba en sus caminatas páginas enteras de Pugachiov aprendidas de memoria, como un hombre que emplease una barra de hierro en lugar de un bastón. Desde un cuento de Pushkin se aproximó a él Karolina Schmidt, «muchacha cargada de colorete, de apariencia modesta y sumisa», que adquirió la cama en que falleció Schoning. Pasado el bosque de Grunewald, un administrador de correos que se parecía a Simeón Vyrin (de otro cuento), encendía su pipa junto a la ventana, donde también había macetas con flores de balsamina. El sarafan de la Damisela convertida en Campesina podía verse entre los arbustos de alisos. Se hallaba en aquel estado de ánimo y de mente «en que la realidad, cediendo a las fantasías, se funde con ellas en las nebulosas visiones del primer sueño».

Pushkin entró en su sangre. A la voz de Pushkin se unió la voz de su padre. Besó la mano pequeña y cálida de Pushkin, tomándola por otra mano grande que olía al kalach del desayuno (un bollo blando). Recordó que la niñera suya y de Tania procedía del mismo lugar que la Arina de Pushkin —Suyda, justo después de Gatchina: y a una hora en coche de su zona más allá de Gatchina— y ella también hablaba «con un sonsonete». Oyó a su padre, en una fresca mañana veraniega, mientras bajaban a la casita de baño del río, en cuya pared de tablas centelleaba el reflejo dorado del agua, repetir con clásico fervor lo que él consideraba el verso más bello no sólo de Pushkin sino de todos los versos escritos en el mundo: «Tut Apollon-ideal, tatn Niobeya-pechal» («Aquí está el ideal de Apolo, allí, la aflicción de Níobe»), y el ala bermeja y el nácar de una fritillaria de Níobe fulguró sobre las escabiosas del prado ribereño, donde, durante los primeros días de junio, comparecía, escaso, el pequeño Apolo Negro.

Infatigablemente, en éxtasis, preparaba ahora realmente su obra (en Berlín, con un reajuste de trece días, también eran los primeros días de junio), compilaba material, leía hasta el amanecer, estudiaba mapas, escribía cartas y veía a las personas necesarias. De la prosa de Pushkin había pasado a su vida, por lo que al principio el ritmo de la era de Pushkin se mezcló con el ritmo de la vida de su padre. Libros científicos (con el sello de la Biblioteca de Berlín siempre en la página noventa y nueve), tales como los conocidos volúmenes de Viajes de un naturalista con desconocidas encuademaciones negras y verdes, se codeaban con las viejas revistas rusas en que buscaba la luz reflejada de Pushkin. En ellas, un día, tropezó con las notables Memorias del pasado de A. N. Sujoshchokov, en las cuales había entre otras cosas dos o tres páginas acerca de su abuelo, Kiril Ilych (su padre se refirió a ellas una vez —con desagrado), y el hecho de que el escritor de estas memorias le mencionara casualmente en relación con sus pensamientos sobre Pushkin se le antojó ahora de particular significación, pese a que describía a Kiril Ilych como un juerguista y un haragán.