Sujoshchokov escribía:
Dicen que un hombre a quien han amputado la pierna por la cadera puede sentirla durante largo tiempo, moviendo dedos inexistentes y flexionando inexistentes músculos. Del mismo modo continuará sintiendo Rusia la presencia viva del Pushkin. Hay algo seductor, como un abismo, en su fatal destino, y de hecho, él mismo intuía que habría tenido, y tendría, un arreglo de cuentas especial con el destino. Además de extraer poesía de su pasado, el poeta la encontraba asimismo en pensamientos trágicos sobre el futuro. Conocía bien la triple fórmula de la existencia humana: irrevocable, irrealizable, inevitable. Pero, ¡cómo deseaba vivir! En el ya mencionado álbum de mi tía «académica» escribió personalmente una poesía que todavía recuerdo, tanto mental como visualmente, de modo que aún puedo ver su posición en la página:
Oh, no, mi vida no se ha hecho tediosa,
todavía la quiero, todavía la amo.
Mi alma, aunque su juventud haya desaparecido,
no está completamente yerta.
El destino aún me consolará; gozaré
todavía de una novela de genio,
veré aún a un Mickiéwicz maduro
con algo que yo pueda acariciar.
No creo que se pueda encontrar otro poeta que haya escudriñado el futuro —en broma, supersticiosamente o con inspirada seriedad —con tanta frecuencia. Aun hoy vive en la provincia de Kursk, ha rebasado ya la marca de los cien años, anciano a quien recuerdo de edad avanzada, estúpido y malicioso —en cambio Pushkin ya no está entre nosotros. Al conocer a notables talentos y presenciar notables sucesos en el curso de mi larga vida, he meditado a menudo sobre cómo habría reaccionado a esto y aquello: ¡podría haber visto la emancipación de los siervos y leído Anna Karenina...! Volviendo ahora a estos ensueños míos, recuerdo que una vez en mi juventud tuve algo parecido a una visión. Este episodio psicológico está estrechamente relacionado con el recuerdo de un personaje que aún hoy goza de buena salud, a quien llamaré Ch. —espero que no me reprochará esta reposición de un pasado remoto. Nos conocimos a través de nuestras familias —mi abuelo había sido amigo de su padre. En 1836, cuando se hallaban en el extranjero, el tal Ch., que entonces era muy joven —apenas diecisiete años—, se peleó con su familia (precipitando así, según dicen, la muerte de su padre, héroe de la Guerra napoleónica), y en compañía de unos comerciantes de Hamburgo embarcó tranquilamente con rumbo a Boston, desde donde se trasladó a Texas y allí se dedicó con éxito a la cría de ganado. De este modo transcurrieron veinte años. Perdió la fortuna que había amasado jugando al ecartéen un barco del Mississippi, la recuperó en las casas de juego de Nueva Orleans, volvió a despilfarrarla, y tras uno de esos duelos escandalosamente prolongados y ruidosos en un local cerrado, que entonces estaban tan de moda en Louisiana —y después de muchas otras aventuras—, sintió nostalgia de Rusia, donde, oportunamente, le esperaba una heredad, y con la misma despreocupada facilidad con que le había abandonado, regresó a Europa. Cierta ocasión, en un día de invierno de 1858, nos visitó sin previo aviso en nuestra casa de la Moyka, en San Petersburgo. Nuestro padre estaba ausente y nosotros, la gente joven, atendimos al visitante. Cuando vimos a este mequetrefe estrafalario, vestido de negro y con sombrero también negro, romántico y tenebroso atuendo contra el que destacaba de manera deslumbrante la camisa de seda blanca, con suntuosos pliegues, y el chaleco azul, lila y rosa de botones de brillantes, mi hermano y yo apenas pudimos contener la risa y decidimos al punto aprovecharnos del hecho de que durante todos estos años no había oído absolutamente nada de su patria, como si se hubiera caído en una trampa, de modo que ahora, como un Rip van Winkle de cuarenta años que se despierta en un San Petersburgo transformado, Ch. tenía avidez de noticias, de las cuales nosotros resolvimos darle muchas, mezcladas con nuestros descarados inventos. A la pregunta, por ejemplo, de si Pushkin estaba vivo y qué escribía, yo repliqué con la blasfemia: «Pues sólo hace unos días que publicó un nuevo poema.» Sin embargo, la noche que llevamos al teatro a nuestro invitado, las cosas no salieron muy bien. En lugar de ofrecerle una nueva comedia rusa, le llevamos a ver Ótelo, interpretado por el gran trágico negro Aldridge. Al principio nuestro ganadero americano pareció muy divertido por la aparición de un negro auténtico en el escenario. Pero permaneció indiferente al maravilloso magnetismo de su interpretación y le interesó más examinar al auditorio, en especial nuestras damas de San Petersburgo (con una de las cuales se casó poco después), a las que en aquel momento devoraba la envidia de Desdémona. —Mire quién hay a nuestro lado —dijo de pronto mi hermano, en voz baja, a Ch.—. Allí, a la derecha.
En el palco contiguo había un anciano... De baja estatura, con un frac gastado, de tez morena y amarillenta, patillas canosas y descuidadas, y cabellos escasos y grises, el hombre se recreaba de un modo muy excéntrico en la actuación del africano: sus labios gruesos temblaban, tenían dilatadas las ventanas de la nariz, y en ciertos momentos incluso saltaba en su asiento y golpeaba con arrobo la barandilla, haciendo centellear sus anillos.
—¿Quién es? —preguntó Ch.
—¡Cómo! ¿No le reconoce? Fíjese bien.
—No le reconozco.
Entonces mi hermano abrió mucho los ojos y susurró:
—¡Es Pushkin!
Ch. volvió a mirarle... y al cabo de un minuto fijó su atención en otra cosa. Ahora resulta extraño recordar la rara sensación que me embargó entonces: la broma pesada, como ocurre de vez en cuando, rebotó, y este fantasma convocado tan frívolamente se negaba a desaparecer: yo era totalmente incapaz de desviar mi mirada del palco contiguo; contemplaba aquellas arrugas pronunciadas, aquella nariz ancha, aquellas orejas grandes... sentía escalofríos en la espalda y todos los celos de Ótelo no consiguieron distraerme. ¿Y si fuera de verdad Pushkin?, pensaba. Pushkin a los sesenta años, Pushkin salvado dos décadas antes de la bala del fatídico fanfarrón, Pushkin en el fértil otoño de su genio... Éste es él; esta mano amarilla que sostiene unos gemelos de teatro escribió Anchar, El conde Nulin, Noches egipcias... El acto se acabó, retumbaron los aplausos. El Pushkin de cabellos grises se levantó con brusquedad y, todavía sonriendo, con un alegre destello en sus ojos juveniles, abandonó rápidamente el palco.
Sujoshchokov se equivoca al describir a mi abuelo como un libertino con la cabeza a pájaros. Se trataba simplemente de que los intereses de este último estaban situados en un plano diferente del ambiente de un joven aficionado, miembro del grupo literario de San Petersburgo al que pertenecía entonces nuestro escritor de memorias. Aunque Kiril Ilych hubiera sido algo calavera en su juventud, una vez casado no sólo se apaciguó sino que entró además al servicio del gobierno, doblando simultáneamente su fortuna heredada mediante acertadas operaciones, y más tarde se retiró a su finca campestre, donde manifestó una habilidad extraordinaria para la agricultura, produjo además una nueva clase de manzana, dejó una curiosa «Disertación» (fruto del ocio invernal) sobre la «Igualdad ante la ley en el reino animal», más una propuesta para una inteligente reforma, bajo la especie de intrincado título que entonces estaba en boga, «Visiones de un burócrata egipcio», y en la vejez aceptó un importante cargo consular en Londres. Fue bondadoso, valiente y sincero, y tuvo sus peculiaridades y pasiones —¿qué más podía desear? En la familia ha subsistido la tradición de que, habiendo jurado no jugar por dinero, era físicamente incapaz de permanecer en una habitación donde hubiera una baraja. Un antiguo revólver Cok que le había servido muy bien y un medallón con el retrato de una misteriosa dama atraían indescriptiblemente mis sueños de muchacho. Su vida, que retuvo hasta el fin la frescura de sus tempestuosos comienzos, terminó pacíficamente. Regresó a Rusia en 1883, no como un duelista de Louisiana sino como dignatario ruso, y un día de julio, en el sofá de cuero de la pequeña antesala azul donde más tarde guardaría yo mi colección de mariposas, expiró sin sufrimientos, hablando todo el rato en su delirio de moribundo de un río muy grande y la música y las luces.