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Mi padre nació en 1860. El amor a los lepidópteros le fue inculcado por su tutor alemán. (A propósito: ¿qué ha sido de aquellos originales que solían enseñar historia natural a los niños rusos —red verde, caja de latón colgada de una goma, sombrero con mariposas clavadas, nariz larga y erudita, ojos ingenuos tras unas gafas —dónde están, dónde se encuentran sus frágiles esqueletos —o era una raza especial de alemanes, para su exportación a Rusia, o no lo veo tal como debiera?) Después de completar pronto su educación en San Petersburgo (en 1876), acudió a la Universidad de Cambridge, Inglaterra, donde estudió biología con el profesor Bright. Realizó su primer viaje alrededor del mundo cuando mi abuelo aún vivía, y desde entonces hasta 1918 toda su vida consistió en viajar y escribir obras científicas. Las principales son: Lepidóptera Asiática(ocho volúmenes publicados en partes desde 1890 a 1917), Mariposas diurnas y nocturnas del Imperio ruso(los cuatro primeros volúmenes de los seis propuestos aparecieron en 1912-1916) y la más conocida por el público en general, Viajes de un naturalista(siete volúmenes 1892-1912). Estas obras fueron reconocidas unánimemente como clásicos y aún era un hombre joven cuando su nombre ocupaba uno de los primeros lugares en el estudio de la fauna ruso-asiática, junto con los nombres de sus pioneros, Fischer von Waldheim, Menetries, Eversmann.

Trabajaba en estrecho contacto con sus notables contemporáneos rusos. Jolodkovski le llama «el conquistador de la entomología rusa». Colaboró con Charles Oberthur, el Gran Duque Nikolai Mijailovich, Leech y Seitz. Cientos de sus ensayos están diseminados por las revistas entomológicas; el primero —«Sobre las peculiaridades de la frecuencia de ciertas mariposas en la provincia de San Petersburgo» (Horae Soc. Ent. Ross.) —data de 1877, y el último —«Austautia simonoides n. sp., mariposa geométrida imitando a un pequeño parnaso» (Trans. Ent. Soc. Londres), de 1916. Sostuvo una áspera e importante polémica con Staudiger, autor del famoso Katalog. Era vicepresidente de la Sociedad Entomológica Rusa, miembro numerario de la Sociedad Moscovita de Investigadores de la Naturaleza, miembro de la Imperial Sociedad Geográfica Rusa y miembro honorario de una multitud de sociedades científicas extranjeras.

Entre 1885 y 1918 recorrió una increíble extensión de territorio, hizo planos de su ruta a una escala de tres millas para una distancia de muchos miles de millas y formó asombrosas colecciones. Durante estos años completó ocho expediciones importantes que en conjunto duraron dieciocho años; pero entre ellas hubo una multitud de viajes menores, «diversiones» como él los llamaba, y consideraba parte de estas minucias no sólo sus viajes a los países menos investigados de Europa sino también el viaje alrededor del mundo que había hecho en su juventud. Al dedicarse en serio a Asia, investigó la Siberia oriental, el Altai, Fergana, la cordillera del Pamir, la China occidental, «las islas del mar de Gobi y sus costas», Mongolia y «el continente incorregible del Tibet» —y describió sus expediciones con palabras precisas y ponderadas.

Tal es el esquema general de la vida de mi padre, copiado de una enciclopedia. Todavía no canta, pero ya puedo oír una voz viva en su interior. Sólo queda por decir que en 1898, a los treinta y ocho años de edad, se casó con Elisaveta Pavlovna Veshin, la hija, de veinte años, de un conocido estadista; que tuvo dos hijos con ella; que en los intervalos entre sus viajes... Una pregunta angustiosa, algo sacrilega, apenas expresable con palabras: ¿Fue feliz la vida de ella con él, juntos y separados? ¿Perturbaremos este mundo interior o nos limitaremos a una mera descripción de rutas —árida quaedam viarum descripto? «Querida mamá, ahora tengo que pedirte un gran favor. Hoy es 8 de julio, su cumpleaños. En cualquier otro día jamás me hubiera atrevido a pedírtelo. Cuéntame algo sobre él y tú. No las cosas que puedo encontrar en nuestros recuerdos compartidos sino las que sólo tú conoces y preservas.» Y ésta es parte de la respuesta:

... imagínate —un viaje de luna de miel, los Pirineos, la dicha divina de todas las cosas, del sol, de los arroyos, de las flores, de las cumbres nevadas, incluso de las moscas de los hoteles —y de estar juntos en todo momento. Y entonces, una mañana, yo tenía dolor de cabeza o algo parecido, o el calor era excesivo para mí. Me dijo que daría un paseo de media hora antes de almorzar. Recuerdo con extraña claridad que me senté en una terraza del hotel (a mi alrededor, paz, las montañas, los maravillosos riscos de Gavarnie) y empecé a leer por primera vez un libro nada apropiado para muchachas jóvenes, Une vie de Maupassant. Recuerdo que entonces me gustó mucho. Miro mi relojito de pulsera y veo que ya es hora de almorzar, ha pasado más de una hora desde que se fue. Espero. Al principio estoy un poco enfadada, pero luego empiezo a preocuparme. Sirven el almuerzo en la terraza, pero soy incapaz de comer. Voy hasta el prado que hay delante del hotel, vuelvo a mi habitación, salgo una vez más. Al cabo de otra hora me hallaba en un estado indescriptible de terror, agitación, y Dios sabe qué. Viajaba por primera vez, no tenía experiencia y me asustaba con facilidad, y además, estaba Une vie... Decidí que me había abandonado, los pensamientos más terribles y estúpidos se cruzaban por mi imaginación, el día estaba pasando, me parecía que el servicio me miraba maliciosamente —¡oh, no puedo describírtelo! Empecé incluso a meter vestidos en una maleta a fin de volver inmediatamente a Rusia, y entonces decidí de pronto que estaba muerto, salí corriendo y empecé a murmurar algo insensato sobre llamar a la policía. De improviso le vi cruzar el prado con el rostro más alegre que había observado en él, aunque estaba siempre alegre; se acercaba saludándome con la mano como si nada hubiera ocurrido, y sus pantalones claros tenían manchas verdes y húmedas, había perdido el sombrero de paja, la chaqueta estaba rota en un lado... Supongo que ya habrás adivinado qué ocurrió. Gracias a Dios que al menos logró atraparlo —con el pañuelo, al borde de un despeñadero —sino habría pasado la noche en las montañas, como me explicó tranquilamente... Pero ahora quiero contarte otra cosa, de un período algo posterior, cuando yo ya sabía cómo podía ser una separación realmente larga. Tú eras muy pequeño entonces, aún no tenías tres años, no puedes acordarte. Aquella primavera se marchó a Tashkent. Desde allí debía emprender un viaje el primer día de junio y estar ausente por lo menos dos años. Era la segunda gran ausencia desde que estábamos casados. Ahora pienso a menudo que si sumáramos todos los años que pasó sin mí desde el día de nuestra boda, no superarían en su totalidad los de su ausencia actual. Y también pienso en el hecho de que a veces me parecía que era desgraciada, pero ahora sé que siempre era feliz, que aquella desdicha era uno de los colores de la felicidad. En suma, ignoro que me ocurrió aquella primavera, siempre me portaba un poco tontamente cuando se iba, pero aquella vez me porté de un modo vergonzoso. Decidí de repente que le alcanzaría y viajaría con él al menos hasta el otoño. Reuní mil cosas en secreto; no sabía absolutamente nada de lo que se necesitaba, pero se me antojó que iba bien provista de todo. Recuerdo prismáticos, un bastón de alpinista, una cama de campaña, un casco para el sol, un abrigo de piel de liebre salido directamente de La hija del capitán, un pequeño revólver de nácar, una especie de lona encerada que me daba miedo y una complicada cantimplora cuyo tapón no sabía desenroscar. En resumen, piensa en el equipo de Tartarín de Tarascón: no sé cómo logré abandonaros ni cómo os dije adiós, esto lo cubre una especie de niebla, y tampoco recuerdo cómo escapé a la vigilancia de tío Oleg ni cómo llegué a la estación. Pero estaba asustada y alegre a la vez, me sentía una heroína, y en las estaciones todo el mundo miraba mi conjunto de viaje inglés, con su corta falta a cuadros ( entendons-nous, hasta el tobillo), los prismáticos en un hombro y una especie de bolso en el otro. Éste era mi aspecto cuando salté del tarantass en un poblado de las afueras de Tashkent, y bajo el sol brillante, jamás lo olvidaré, vi a tu padre a unos cien metros del camino: estaba, un pie descansando sobre una piedra blanca y un codo apoyado en una valla, hablando con dos cosacos. Corrí por la grava, gritando y riendo; él se volvió lentamente, y cuando yo, como una tonta, me detuve de pronto frente a él, me miró de arriba abajo, entrecerró los ojos, y con una voz horriblemente inesperada dijo tres palabras: «Vete a casa.» Y yo di media vuelta al instante, volví a mi vehículo, subí y observé que él había puesto de nuevo el pie en el mismo lugar y apoyado el codo como antes y reanudado su conversación con los cosacos. Y ahora yo me alejaba, estupefacta, petrificada, y sólo en algún lugar del fondo de mi ser se hacían preparativos para una tempestad de lágrimas. Pero luego, unos tres kilómetros más allá (y aquí irrumpía una sonrisa a través de la línea escrita), él me alcanzó, rodeado de una nube de polvo, montando un caballo blanco, y esta vez nos separamos de modo muy diferente, por lo que continué mi viaje a San Petersburgo casi tan alegre como lo había abandonado, sólo que me preocupabais vosotros dos y no dejaba de preguntarme cómo estaríais, pero no importa, gozabais de buena salud.