En cierto modo me parece que recuerdo todo esto, quizá porque más adelante lo mencionaron con frecuencia. En general, toda nuestra vida cotidiana estaba impregnada de historias acerca de mi padre, de preocupación por él, esperanzas de su regreso, la pena oculta de las despedidas y la alegría salvaje de los recibimientos. Su pasión se reflejaba en todos nosotros, coloreada de diferentes maneras, captada de distintos modos, pero permanente y habitual. El museo que tenía en casa, con hileras de armarios de roble y cajones de cristal, llenos de mariposas crucificadas (el resto —plantas, escarabajos, pájaros, roedores y reptiles— se lo daba a sus colegas para que lo estudiaran), que olía como se huele probablemente en el Paraíso, y donde los ayudantes de laboratorio trabajaban ante mesas colocadas junto a las ventanas de una pieza, era una especie de hogar central y misterioso que iluminaba desde dentro toda nuestra casa de San Petersburgo —y sólo el bramido a mediodía del cañón de Petropavlosk podía quebrar su silencio. Nuestros parientes, amigos no entomólogos, criados y la humildemente quisquillosa Yvonna Ivanovna no hablaban de las mariposas como de algo que existiera realmente sino como cierto atributo de mi padre, que existían sólo porque él existía, o como una enfermedad a la que todo el mundo se había acostumbrado hacía tiempo, por lo que la entomología se convirtió para nosotros en una especie de alucinación habitual, como un inofensivo fantasma doméstico que, sin sorprender a nadie, se sienta todas las noches junto a la chimenea. Al mismo tiempo, ninguno de nuestros innumerables tíos y tías sentía el menor interés por su ciencia ni había leído siquiera su popular trabajo, leído y releído por docenas de miles de rusos cultos. Naturalmente, Tania y yo habíamos aprendido a apreciar a nuestro padre desde la más tierna infancia y nos parecía aún más encantador que, por ejemplo, aquel Harold acerca del cual nos contaba historias, el Harold que luchaba con leones en la arena bizantina, que perseguía bandoleros en Siria, se bañaba en el Jordán, tomó por asalto ochenta fortalezas en África, «la Tierra Azul», salvó a los islandeses de morir de hambre —y era famoso desde Noruega a Sicilia y desde Yorkshire a Novgorod. Más tarde, cuando caí bajo el hechizo de las mariposas, algo se desdobló en mi alma y reviví los viajes de mi padre como si los hubiera hecho yo mismo: en mis sueños veía el camino tortuoso, la caravana, las montañas de múltiples tonos, y envidiaba a mi padre loca y angustiosamente, hasta derramar lágrimas —lágrimas cálidas y violentas que fluían a mis ojos en la mesa, mientras discutíamos sus cartas escritas por el camino o incluso a la sola mención de un lugar muy lejano. Todos los años, al aproximarse la primavera, antes de trasladarnos al campo, sentía dentro de mí una lastimosa fracción de lo que hubiera sentido antes de partir hacia el Tibet. En la avenida Nevski, durante los últimos días de marzo, cuando los bloques de madera de los espaciosos pavimentos de las calles brillaban con un tono azul oscuro por el sol y la humedad, podía verse volando muy por encima de los carruajes, a lo largo de las fachadas de las casas, frente al ayuntamiento y los tilos de la plaza, frente a la estatua de Catalina, la primera mariposa amarilla. La gran ventana de la clase estaba abierta, los gorriones se posaban en el alféizar y los maestros dejaban pasar las lecciones, permitiendo que las reemplazaran cuadrados de cielo azul y balones de fútbol que caían del espacio azulado. Por alguna razón yo siempre tenía malas notas en geografía, y qué expresión tenía el profesor de geografía cuando mencionaba el nombre de mi padre, qué inquisitivas eran las miradas que me dirigían mis condiscípulos en estas ocasiones y cómo palpitaba la sangre en mi interior, de dicha contenida y de miedo a expresar esta dicha— y ahora pienso en lo poco que sé, en lo fácil que es para mí cometer algún error estúpido al describir las investigaciones de mi padre.
A principios de abril, a fin de abrir la temporada, los miembros de la Sociedad Entomológica Rusa solían hacer una excursión tradicional a la otra margen del río Negro, en un suburbio de San Petersburgo, donde en un soto de abedules, todavía desnudo y húmedo, que aún mostraba retazos de nieve agujereada, podía verse en los troncos, con las alas débiles y transparentes apretadas contra la delgada corteza, nuestra rareza favorita, una especialidad de la provincia. Una o dos veces me llevaron consigo. Entre estos padres de familia, ya entrados en años, que practicaban aplicadamente la brujería en un bosque de abril, se contaba un viejo crítico teatral, un ginecólogo, un profesor de leyes internacionales y un general —por alguna razón recuerdo con especial claridad la figura de este general (X. B. Lambovski— había algo pascual en él), con la ancha espalda muy inclinada y un brazo colocado sobre ella, junto a la figura de mi padre, que se había puesto en cuclillas con una especie de agilidad oriental —ambos examinaban cuidadosamente, en busca de crisálidas, un puñado de tierra rojiza levantada con una pala—; e incluso ahora me pregunto qué pensarían de todo esto los cocheros que esperaban en el camino.
A veces, en el campo, mi abuela irrumpía en nuestra sala de clase, Olga Ivanovna Veshin, rechoncha, de tez fresca, con mitones y encajes: «Bonjour les enfants» —cantaba sonoramente, y entonces, acentuando con fuerza las preposiciones, nos informaba: «Je viens de voir DANS le jardin, PRÉS du cédre, SUR une rose un papillon de toute beauté: il était bleu, vert, pourpre, doré —et grand comme ca». «Coge tu cazamariposas, de prisa —continuaba, volviéndose hacia mí—, y ve al jardín. Tal vez aún puedas atraparla.» Y se marchaba, completamente ajena al hecho de que si un insecto tan fabuloso se cruzaba en mi camino (ni siquiera valía la pena tratar de adivinar qué trivial visitante de jardín sería el que tanto adornaba su imaginación), yo moriría de un ataque cardíaco. A veces, para complacerme de modo especial, nuestra institutriz francesa elegía cierta fábula de Florian, para que yo la leyese en voz alta, sobre otra petit-maîtremariposa imposiblemente chillona. De vez en cuando una de mis tías me daba un libro de Fabre, cuyas populares obras, llenas de cháchara, observaciones inexactas y francos errores, mi padre mencionaba con desdén. También recuerdo esto: un día, al no encontrar mi caza-mariposas, fui a buscarlo al porche y tropecé con el ordenanza de mi tío que volvía de alguna parte con él al hombro, acalorado y con una sonrisa bondadosa y tímida en los labios sonrosados: «Mira qué he cogido para ti», proclamó con voz satisfecha, poniendo la red en el suelo; la red estaba atada cerca del marco con un trozo de cordel, y en la bolsa así formada pululaba y crujía una gran variedad de materia viva —y, Dios mío, cuántas porquerías había en ella: alrededor de treinta saltamontes, la cabezuela de una margarita, un par de libélulas, mazorcas de maíz, algo de arena, una mariposa de la col aplastada hasta ser irreconocible, y finalmente, un hongo comestible observado por el camino y añadido por si acaso. El pueblo llano ruso conoce y ama la naturaleza de su país. ¡Cuántas mofas, cuántas conjeturas y preguntas he tenido ocasión de oír cuando, venciendo mi timidez, he pasado por el pueblo con mi cazamariposas! «Pues esto no es nada —dijo mi padre—. Tendrías que haber visto las caras de los chinos cuando buscaba en una montaña sagrada, o la mirada que me dirigió la progresista maestra de una localidad del Volga cuando le expliqué qué hacía en aquel barranco.»