¡Cómo describir la felicidad de los paseos con nuestro padre a través de bosques, campos y turberas, o el constante recuerdo de él en verano, si estaba ausente, el eterno sueño de hacer algún descubrimiento y recibirle con este hallazgo! ¡Cómo describir la sensación que experimenté cuando me enseñó todos los lugares donde en su propia infancia había cazado esto o aquello!: la viga de un puente medio podrido donde atrapó su primera mariposa real en el 71, la pendiente del camino que bajaba al río, donde una vez cayó de rodillas, llorando y suplicando (¡había fallado el golpe, perdiéndola para siempre!) ¡Y qué fascinación había en sus palabras, en la especial fluidez y gracia de su estilo cuando hablaba de su tema, qué afectuosa precisión en los movimientos de sus dedos cuando enroscaba el tornillo de una mesa plegable o un microscopio, qué mundo verdaderamente encantador se abría en sus lecciones! Sí, ya sé que ésta no es manera de escribir —estas exclamaciones no me llevarán muy lejos—, pero mi pluma aún no está acostumbrada a seguir los contornos de su imagen, y yo soy el primero en aborrecer estas pinceladas accesorias. ¡Oh, no me mires así, infancia mía, con ojos tan grandes y asustados!
¡La dulzura de las lecciones! En atardeceres cálidos me llevaba a cierto estanque pequeño para que viera la temblorosa esfinge bailando sobre la mismísima agua, sumergiendo en ella el extremo de su cuerpo. Me enseñó a preparar aparatos genitales para determinar especies exteriormente indistinguibles. Con una sonrisa especial me llamó la atención hacia las mariposas de anillo negro de nuestro parque, que de un modo inesperado, misterioso y elegante sólo aparecían en los años pares. Una noche de otoño terriblemente fría y lluviosa me dio a beber cerveza con melaza a fin de sorprender en los troncos untados de los árboles, que brillaban a la luz de una lámpara de queroseno, multitud de grandes mariposas rayadas, que se lanzaban en silencio contra el cebo. Calentó y enfrió sucesivamente las doradas crisálidas de mis mariposas carey, y así pude obtener de ellas formas corsas, árticas y otras muy insólitas que parecían haber sido sumergidas en brea y tenían un vello sedoso. Me enseñó a abrir un hormiguero y encontrar a la oruga azul concertando un bárbaro pacto con sus habitaciones, y vi a una hormiga cosquilleando el segmento trasero del cuerpo torpe y pequeño de aqueUa oruga para forzarla a excretar una gota de jugo intoxicante, que tragó inmediatamente. En compensación, lo ofreció como alimento a sus propias larvas; era como si las vacas nos dieran Chartreuse y nosotros les diéramos a comer nuestros recién nacidos. Pero la fuerte oruga de una exótica especie azul no se aviene a este intercambio, devorando descaradamente a las hormigas recién nacidas y convirtiéndose después en una crisálida impenetrable que, finalmente, en el momento de la salida, está rodeada de hormigas (esos errores de la escuela de la experiencia) que esperan la aparición de la débil y arrugada mariposa para atacarla; la atacan —y pese a ello, no perece: «Nunca me he reído tanto —comentó mi padre— como cuando comprendí que la naturaleza la ha equipado con una sustancia pegajosa que inmovilizó las antenas y patas de aquellas ávidas hormigas, que se quedaron rodando y retorciéndose a su alrededor mientras ella, calmosa e invulnerable, dejaba que sus alas se fortalecieran y secaran.»
Me habló de los olores de las mariposas —almizcle y vainilla; sobre las voces de las mariposas; sobre el penetrante sonido emitido por la monstruosa oruga de una esfinge malaya, versión mejorada del chillido ratonil de nuestra mariposa calavera; sobre el tímpano pequeño y resonante de ciertas mariposas tigre; sobre la astuta mariposa de la selva brasileña que imita el zumbido de un pájaro local. Me habló del increíble y artístico ingenio del mimetismo, que no tenía explicación en la lucha por la existencia (la burda prisa de las fuerzas inexpertas de la evolución), era demasiado refinado para el mero engaño de predadores accidentales, plumados, escamosos y otros (no muy exigentes, pero tampoco demasiado aficionados a las mariposas), y que parecía inventado por algún artista travieso precisamente para los ojos inteligentes del hombre (hipótesis que puede llevar lejos a un evolucionista que observe a monos alimentándose de mariposas); me habló de estas mágicas máscaras del mimetismo; de la enorme mariposa nocturna que en estado de reposo adopta la imagen de una serpiente que te mira; de una geométrida tropical cuyos colores son una perfecta imitación de una especie de mariposa infinitamente alejado de ella en el sistema de la naturaleza, la ilusión del abdomen anaranjado poseído por un ser, reproducido humorísticamente en el otro por los anaranjados bordes interiores de los secundarios; y del curioso harén de aquella famosa mariposa africana de alas bifurcadas cuyas hembras de diversos disfraces copian el color, la forma e incluso el vuelo de media docena de especies diferentes (al parecer incomestibles), que también sirven de modelo a otros numerosos estados miméticos. Me habló de migraciones, de la larga nube que consiste en miríadas de piéridos blancos y que se mueve por el cielo, indiferente a la dirección del viento, siempre al mismo nivel sobre el suelo, que se eleva suavemente sobre las colinas y desciende de nuevo sobre los valles, y tal vez encuentra otra nube de mariposas, amarillas, y se filtra a través de ella sin detenerse y sin manchar su propia blancura —y flota hacia delante, para posarse en árboles al oscurecer, que hasta la mañana siguiente parecen salpicados de nieve —y entonces reemprende el vuelo para continuar su viaje— ¿hacia dónde? ¿Por qué? Un cuento aún no terminado por la naturaleza o acaso olvidado. «Nuestra mariposa del cardo —me dijo—, la "painted lady" de los ingleses, la "belle dame" de los franceses, no hiberna en Europa como hacen especies afines; nace en las llanuras africanas; allí, al amanecer, el viajero afortunado que escucha con los primeros rayos puede oír crepitar toda la estepa con un número incalculable de crisálidas que emergen del capullo.» Desde allí inicia sin demora el viaje hacia el norte, llega a las costas de Europa a principios de la primavera, anima de pronto los jardines de Crimea y las terrazas de la Riviera; sin detenerse, pero dejando individuos por doquier para la cría de verano, continúa volando hacia el norte y a fines de mayo, ahora ya en grupos aislados, llega a Escocia, Heligoland, a nuestros países e incluso al extremo norte de la tierra: ¡Se la ha encontrado en Islandia! Con un vuelo extraño, incoherente, distinto de todos, la mariposa desteñida, apenas reconocible, elige un claro seco del bosque, gira en torno a los abetos de Leshino, y a fines de verano, entre cardos, entre álamos, sus bellas crías sonrosadas ya están gozando de la vida. «Lo más conmovedor —añadió mi padre —es que en los primeros días fríos se observa el fenómeno inverso, la decadencia: la mariposa corre hacia el sur para pasar el invierno, pero, naturalmente, perece antes de llegar al calor.»
Simultáneamente con el inglés Tutt, quien observó lo mismo en los Alpes suizos que él en el macizo del Pamir, mi padre descubrió la verdadera naturaleza de la formación córnea que aparece bajo el abdomen de las hembras parnasianas fecundadas, y explicó que su pareja, trabajando con dos apéndices espatulados, coloca y moldea en ella un cinturón de castidad de manufactura propia, cuya forma es diferente en cada especie de este género, y a veces puede ser un pequeño barco, otras una concha espiral y otras —como en el caso de la orpheus Godunov, de un gris muy oscuro y excepcionalmente rara —la réplica de una diminuta lira. Y como frontispicio de mi presente obra creo que me gustaría exhibir precisamente esta mariposa —porque aún puedo oírle hablar de ella, ver cómo sacó los seis especímenes que había traído de sus seis gruesos sobres triangulares, cómo bajó la vista hacia la lupa que sostenía cerca del abdomen de la única hembra —y con qué reverencia su ayudante de laboratorio aflojó en un frasco húmedo las alas secas, brillantes y apretadamente dobladas a fin de clavar después suavemente un alfiler en el tórax del insecto, fijarlo al corcho del tablero, aplanar por medio de anchas tiras de papel semitransparentes su belleza abierta, indefensa, graciosamente extendida y, finalmente, deslizar un poco de algodón bajo su abdomen y enderezar sus negras antenas —para que se secara así para siempre. ¿Para siempre? En el museo de Berlín hay numerosas capturas de mi padre que continúan tan frescas como lo estaban en los años ochenta y noventa. Mariposas de la colección de Linneo, ahora en Londres, subsisten desde el siglo XVIII. En el museo de Praga puede verse el mismo ejemplo de la espectacular mariposa del Atlas que tanto admiraba Catalina la Grande. ¿Por qué, entonces, me siento tan triste?