Sus capturas, sus observaciones, el sonido de su voz en palabras científicas, creo que todo esto lo preservaré. Pero aun así es muy poco. Con la misma permanencia relativa me gustaría retener lo que tal vez yo amaba más en éclass="underline" su viva masculinidad, inflexibilidad e independencia, lo gélido y lo cálido de su personalidad, su poder sobre todo aquello que emprendía. Como jugando, como si deseara dejar la huella de su fuerza en todas las cosas, elegía esto y aquello de un campo ajeno a la entomología y de este modo imprimió su marca en casi todas las ramas de las ciencias naturales: sólo describió una planta entre todas las que coleccionó, pero se trataba de una especie espectacular de abeto; sólo un pájaro —el más fabuloso faisán; sólo un murciélago— pero el mayor del mundo. Y en todas las partes de la naturaleza nuestro nombre encuentra innumerables ecos, porque otros naturalistas dieron el nombre de mi padre ya fuera a una araña, a un rododendro o a la cresta de una montaña —a propósito, esto último le indignó: «Averiguar y conservar el antiguo nombre nativo de un paso de montaña —escribió —es siempre más científico y más noble que endosarle el nombre de un buen amigo.»
Me gustaba —hasta ahora no había comprendido cuánto me gustaba —aquella destreza especial y desenvuelta que mostraba al tratar con un caballo, un perro, un arma, un pájaro o un muchacho campesino con una astilla de cinco centímetros en la espalda —constantemente le llevaban personas heridas, mutiladas, incluso enfermas, incluso mujeres embarazadas, que probablemente tomaban su misteriosa ocupación por la práctica del vudú. Me gustaba el hecho de que, al revés de la mayoría de los viajeros no rusos, Sven Hedin, por ejemplo, nunca cambiaba sus ropas por ropas chinas durante sus expediciones; en general se mantenía apartado, era en extremo severo y resuelto en sus relaciones con los nativos, sin mostrar indulgencia a mandarines y lamas; y en el campamento practicaba el tiro, lo cual servía de excelente precaución contra cualquier inoportuno. No le interesaba en absoluto la etnografía, hecho que por alguna razón irritaba mucho a ciertos geógrafos, y su gran amigo, el orientalista Krivtsov, casi lloraba al reprocharle: «¡Si al menos hubieras traído un solo canto nupcial, Konstantin Kirilovich, o descrito un traje local!» En Kazan había un profesor que le atacó especialmente; partiendo de una base humanitario-liberal, le acusó de orgullo científico, de un altivo desprecio por el Hombre, de desconsideración hacia los intereses del lector, de peligrosa excentricidad —y de muchas más cosas. Y una vez, durante un banquete internacional en Londres (y este episodio es el que más me gusta), Sven Hedin, que era vecino de mesa de mi padre, le preguntó cómo era que, viajando con libertad sin precedentes por las partes prohibidas del Tibet, en las cercanías de Lhasa, no había ido a echarle una ojeada, a lo cual mi padre replicó que no había querido sacrificar ni una sola hora de investigación para visitar «otra sucia aldea» —y adivino con mucha claridad cómo debió entrecerrar los ojos al decirlo.
Estaba dotado con un carácter ecuánime, autodominio, gran fuerza de voluntad y un vivo buen humor; pero cuando se enfadaba, su cólera era como una helada repentina (mi abuela decía a sus espaldas: «Se han parado todos los relojes de la casa»), y recuerdo muy bien aquellos súbitos silencios en la mesa y aquella especie de abstracción que aparecía inmediatamente en el rostro de mi madre (de entre nuestra parentela femenina, las malas lenguas afirmaban que «temblaba ante Kostia»), y que una de las institutrices sentadas al extremo de la mesa colocaba rápidamente la palma sobre una copa que estaba a punto de tintinear. La causa de su cólera podía ser una equivocación de alguien, un error de cálculo del administrador (mi padre no estaba muy versado en asuntos de la finca), una observación impertinente sobre un amigo íntimo, triviales sentimientos políticos mezclados con el espíritu de patriotismo expresados por un huésped incauto, desde una plataforma improvisada, o finalmente alguna travesura mía. Él, que en su tiempo había sacrificado innumerables multitudes de pájaros, que una vez había traído al recién casado botánico Berg la alfombra completa de un multicolor prado de montaña en una sola pieza, del tamaño de una habitación (me imaginé que la debió enrollar como una alfombra persa), que encontró a fantástica altura entre nieve y riscos pelados —no podía perdonarme a mí que matara caprichosamente un gorrión de Leshino con un rifle Montecristo o señalara con una espada la corteza de un joven álamo del estanque. No podía soportar la dilación, el titubeo, el parpadeo de una mentira, no podía soportar la hipocresía o los halagos —y estoy seguro de que si me hubiera sorprendido en una cobardía física me habría maldecido.
Todavía no lo he dicho todo; estoy a punto de mencionar lo que es tal vez lo más importante. En mi padre y en torno a él, en torno a esta fuerza clara y directa, había algo difícil de comunicar con palabras, una neblina, un misterio, una reserva enigmática que a veces se hacía sentir más y otras menos. Era como si este hombre auténtico, tan auténtico, poseyera un efluvio de algo todavía desconocido pero que era tal vez lo más auténtico de todo. No tenía relación directa ni con nosotros, ni con mi madre, ni con las cosas externas de la vida, ni siquiera con las mariposas (lo más próximo a él, diría yo): no era introspección ni melancolía —y carezco de medios para explicar la impresión que me causó su rostro cuando miré desde fuera por la ventana de su estudio y le vi, que de pronto había olvidado su trabajo (sentí en mi interior que lo había olvidado —como si algo hubiese fallado o desaparecido), apartado de la mesa su cabeza grande y docta y la había apoyado en el puño, por lo que se formó una dilatada arruga desde la mejilla hasta la sien, y permaneciendo inmóvil unos momentos. Ahora se me antoja a veces —quién sabe —que mi padre emprendía sus viajes no tanto para buscar algo como para huir de algo, y que al volver se daba cuenta de que todavía continuaba con él, dentro de él, insoslayable, inagotable. No puedo descubrir un nombre para su secreto, sólo sé que era la fuente de aquella soledad especial —ni alegre ni malhumorada, ya que no tenía ninguna conexión con la apariencia externa de las emociones humanas—, a la que ni mi madre ni todos los entomólogos del mundo tenían acceso. Y es extraño: el guarda de la finca, viejo encorvado que había sido chamuscado en dos ocasiones por un rayo nocturno, era quizá la única persona entre nuestros servidores rurales que había aprendido sin ayuda de mi padre (que lo había enseñado a todo un regimiento de cazadores asiáticos) a coger y matar una mariposa sin mutilarla (lo cual, naturalmente, no le impedía aconsejarme con aire de profesional que no me apresurase en atrapar mariposas pequeñas, «chiquitinas», decía él, durante la primavera, sino que esperase al verano, cuando ya habrían crecido); precisamente él, que con franqueza y sin sorpresa ni temor consideraba que mi padre sabía varías cosas que no sabía nadie más, tenía, a su manera, toda la razón.
Sea como fuere, ahora estoy convencido de que nuestra vida de entonces estaba impregnada de una magia desconocida en otras familias. Gracias a las conversaciones con mi padre, gracias a los ensueños durante su ausencia, gracias a la vecindad de miles de libros llenos de dibujos de animales, al precioso resplandor de las colecciones, a los mapas, a la heráldica de la naturaleza y la cabala de los nombres latinos, la vida se impregnó de una cautivadora ligereza que me hacía sentir la inminencia de mis propios viajes. De ella tomo ahora mis alas. Entre las viejas y tranquilas fotografías familiares, enmarcadas en terciopelo, del estudio de mi padre había una copia del grabado: Marco Polo abandonando Venecia. Era sonrosada, esta Venecia, y el agua de su laguna era azul celeste, con cisnes de doble tamaño que las embarcaciones, a bordo de una de las cuales bajaban por una pasarela unos hombres diminutos de color violeta, que luego embarcarían en un buque que esperaba algo más lejos con las velas enrolladas —y no puedo apartarme de esta belleza misteriosa, de estos colores antiguos que flotan ante los ojos como buscando nuevas formas, cuando ahora imagino los preparativos de la caravana de mi padre en Prshevalsk, adonde solía ir con caballos de posta desde Tashkent, después de enviar anticipadamente, por convoy lento, aprovisionamientos para tres años. Sus cosacos recorrían las aldeas circundantes para comprar caballos, mulos y camellos; preparaban los fardos y los sacos (qué no habría en aquellos yagtanes y sacos de cuero probados por los siglos, desde coñac a guisantes pulverizados, desde lingotes de plata a clavos para herraduras); y después de un réquiem a orillas del lago, junto a la piedra fúnebre del explorador Prshevalski, coronada por un águila de bronce —en torno a la cual los intrépidos faisanes locales solían pasar la noche—, la caravana se ponía en camino.