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Después de esto veo la caravana, antes de que se adentre en las montañas, serpenteando entre colinas de un verdor paradisíaco, que depende tanto de su atavío de hierba como de roca epidótica, de un verde manzana, de la que están compuestas. Los caballitos Kalmuk, compactos y resistentes, avanzan en fila india, formando grupos: los dos fardos de idéntico peso están atados con doble cuerda para que nada pueda moverse, y un cosaco guía por la brida a cada escalón de caballos. Al frente de la caravana, con un rifle Berdan al hombro y un cazamariposas a mano, con gafas y una camisa de nanquín, mi padre monta su caballo blanco acompañado de un jinete nativo. Cerrando el destacamento, cabalga el geodesta Kunitsyn(así es como yo lo veo), anciano majestuoso que ha pasado media vida en imperturbables expediciones, con sus instrumentos en estuches —cronómetros, compases de agrimensor, un horizonte artificial— y cuando se detiene a tomar un ángulo o a apuntar acimuts en su cuaderno, su asistente cuida del caballo, y este asistente es un alemán bajo y anémico, Ivan Ivanovich Viskott, ex químico de Gatchina, a quien mi padre enseñó una vez a preparar pieles de pájaro y que desde entonces participó en todas las expediciones, hasta que murió de gangrena en el verano de 1903 en Din-Kou.

Más allá veo las montañas: la cordillera de Tian-Shan.

En busca de pasos (marcados en el mapa de acuerdo con datos orales, pero primero explorados por mi padre), la caravana ascendía por empinadas laderas y angostos salientes, bajaba hacia el norte, hasta la estepa atestada de saigas, descendía de nuevo hacia el sur, vadeaba torrentes en un lugar e intentaba vencer la crecida de un río en otro —y de nuevo hacia arriba, hacia arriba, por senderos casi infranqueables. ¡Cómo jugaba la luz del sol! La sequedad del aire producía un asombroso contraste entre la luz y la sombra: en la luz había tales reflejos, tal riqueza de fulgores que a veces era imposible mirar una roca, un arroyo; y en la sombra, la oscuridad absorbía todos los detalles, por lo que cada color tenía una vida mágicamente multiplicada y el pelaje de los caballos cambiaba cuando entraban en la frescura de los álamos blancos.

Bastaba con el estrépito del agua en la garganta para aturdir a un hombre; el corazón y el pecho se llenaban de una agitación eléctrica; el agua fluía con temible fuerza —de modo tan suave, sin embargo, como plomo fundido —y luego se hinchaba de pronto monstruosamente cuando llegaba al rápido, se agolpaba y caía sobre las lustrosas piedras con olas multicolores de furioso ímpetu; y entonces, se precipitaba desde una altura de seis metros, cruzaba un arco iris, se hundía en la oscuridad y, continuaba fluyendo, ahora cambiada: tumultuosa, azul como el humo y blanca como la nieve por la espuma, azotaba primero un lado y luego otro del redondeado cañón de un modo que daba la impresión de que la firmeza reverberante de la montaña no sería capaz de resistirlo; y no obstante, en las márgenes, en una paz idílica, los lirios estaban en flor —y de pronto una manada de marales salió velozmente de un negro bosque de abetos, entró en una deslumbradora pradera alpina y se detuvo, temblando. No, sólo el aire temblaba... ellos ya habían desaparecido.

Puedo evocar con especial claridad —en este escenario transparente y variable— la ocupación principal y constante de mi padre, la ocupación por la cual emprendía tan extraordinarios viajes. Le veo inclinarse desde la silla, en medio del estruendo de un minúsculo alud de piedras, para cazar con una oscilación de la red provista de mango muy largo (un giro de la muñeca hacía que la red de muselina, llena de crujidos y palpitaciones, diera una vuelta sobre el anillo, con lo que impedía la fuga) algún pariente real de nuestras Apolos que rozaba en su bajo vuelo los peligrosos guijarros; y no sólo él, sino también los otros jinetes (el cabo cosaco Semion Zharkoy, por ejemplo, o el buriato Buyantuyev, o aquel representante mío que yo enviaba en pos de mi padre durante toda mi adolescencia) se aventuran, impávidos, por las rocas, en persecución de la blanca mariposa ricamente ocelada que finalmente atrapan; y aquí está, en los dedos de mi padre, muerta, y su cuerpo peludo, amarillento y curvado parece una candelilla de sauce, y la parte interna de sus frágiles alas dobladas muestra la mácula intensamente roja de sus raíces.

Evitaba instalarse en posadas chinas, especialmente pernoctar, porque le desagradaba su «bullicio carente de sentimiento», que consistía únicamente en gritos sin el menor indicio de risa; pero, por extraño que parezca, más tarde el olor de estas posadas, ese aire especial inherente a cualquier vivienda de los chinos, mezcla rancia de vahos de cocina, humo del estiércol quemado, opio y el establo —en sus recuerdos, le hablaba más de la apasionada caza que la fragancia de las altiplanicies.

Cruzando el Tian-Shan con la caravana, puedo ver ahora el inminente crepúsculo, que proyecta una sombra sobre las laderas de las montañas. Se pospone hasta la mañana un cruce difícil (sobre el turbulento río se ha tendido un puente destartalado, que consiste en losas de piedra sobre matorrales, pero la pendiente del otro lado es empinada, y, además, lisa como el cristal), la caravana se detiene a pasar la noche. Mientras los colores de la puesta de sol aún vacilan en las lejanas franjas de cielo, y se prepara la cena, los cosacos, después de quitar primero los sudaderos de los animales y las mantas de fieltro, lavan las heridas hechas por los fardos. En el aire oscurecido, el sonido claro de las herraduras resuena por encima del amplio ruido del agua. La oscuridad es completa. Mi padre ha trepado a un peñasco, en busca de un lugar para su lámpara de calcio, que sirve para atrapar mariposas nocturnas. Desde allí puede ver en perspectiva china (desde arriba), en un profundo barranco, el color rojo, transparente en la oscuridad, de la hoguera del campamento; a través de los bordes de su llama palpitante parecen flotar las sombras humanas de anchos hombros, que cambian infinitamente sus contornos, y un reflejo carmesí tiembla, sin moverse del sitio, sobre las aguas hirvientes del río. Pero arriba todo es oscuro y silencioso, sólo raramente suena una campanilla: los caballos, que ya han recibido su ración de pienso seco, vagan ahora entre los escombros de granito. En las alturas, pavorosa y embelesadoramente próximas, aparecen las estrellas, cada una visible, como una esfera viva, revelando con claridad su esencia globular. Las mariposas empiezan a venir, atraídas por la lámpara: describen locos círculos a su alrededor, golpean el reflector con un zumbido; caen, se arrastran por la sábana extendida bajo el círculo de luz, grises, con ojos como carbones encendidos, vibrantes, levantan el vuelo y vuelven a caer —y una mano grande, brillantemente iluminada, diestra y pausada, de uñas en forma de almendra, echa noctámbula tras noctámbula al frasco letal.

A veces estaba completamente solo, incluso sin esta proximidad de hombres dormidos en tiendas de campaña, sobre colchones de fieltro, alrededor del camello acostado sobre las cenizas de la hoguera. Aprovechando altos prolongados en lugares en que abundara el forraje para los animales de la caravana, mi padre se marchaba de reconocimiento durante varios días, y al hacerlo, entusiasmado por algún nuevo piérido, ignoró más de una vez la regla de la caza en la montaña: no seguir jamás un sendero sin retorno. Y ahora yo me pregunto continuamente qué solía pensar en la noche solitaria: intento fervorosamente en la oscuridad adivinar la corriente de sus pensamientos, y tengo mucho menos éxito con esto que con mis visitas mentales a lugares que nunca he visto. ¿En qué pensaría? ¿En una pieza recién cobrada? ¿En mi madre, en nosotros? ¿En la innata maravilla de la vida humana, cierto sentido de la cual me transmitió misteriosamente? O quizá me equivoco al cargarle retrospectivamente con el secreto que alberga ahora, cuando, ceñudo y preocupado de nuevo, ocultando el dolor de una herida ignota, ocultando la muerte como algo vergonzoso, se aparece en mis sueños; tal vez entonces no lo tenía —sino que era simplemente feliz en aquel mundo de nombre incompleto en el cual, a cada paso, nombraba lo que no tenía nombre.