Tras pasar todo el verano en las montañas (no uno solo sino varios, en años diferentes, que están superpuestos en estratos traslúcidos), nuestra caravana se movía hacia el este por una quebrada que desembocaba en un desierto pétreo. Veíamos desaparecer gradualmente el cauce del río, que se dividía y ramificaba, y asimismo aquellas plantas que permanecen fieles hasta el fin a los viajeros: amodendros enanos, lasiagrostis y belchos. Después de cargar agua a los camellos, nos introducíamos en una región espectral donde grandes guijarros cubrían completamente la arcilla blanda y rojiza del desierto, moteada a veces por costras de nieve sucia y afloramientos de sal, que en la distancia tomábamos por las murallas de la ciudad adonde nos dirigíamos. El camino era peligroso debido a las terribles tormentas, durante las cuales todo estaba envuelto a mediodía por una niebla parda y salada; el viento rugía, granulos de arena nos azotaban el rostro, los camellos se echaban y nuestra tienda de hule encerado se rompía a tiras. A causa de estas tormentas, la superficie de la región ha cambiado increíblemente, y presenta los contornos fantásticos de castillos, columnatas y escaleras; o bien el huracán practicaba una hondonada —como si aquí, en este desierto, las fuerzas elementales que habían formado el mundo siguieran furiosamente en acción. Pero también había días de maravillosa calma, en que las alondras cornudas (mi padre, apropiadamente, las llamaba «reidoras») entonaban sus miméticos gorjeos y bandadas de gorriones corrientes acompañaban a nuestros demacrados animales. En algunas ocasiones pasábamos el día en poblados aislados, formados por dos o tres casas y un templo en ruinas. Otras veces éramos atacados por tanguts, abrigados con pieles de cordero y calzados con botas de lana azul y roja: un breve y pintoresco episodio en el camino. Y además había los espejismos —en los espejismos la naturaleza, esa exquisita tramposa, conseguía milagros absolutos: ¡las visiones de agua eran tan claras que reflejaban las cercanas rocas reales!
Más allá estaban las tranquilas arenas del Gobi, en que duna tras duna se deslizaban cual una ola y revelaban un breve horizonte ocre, y lo único audible en el aire aterciopelado era la respiración acelerada y laboriosa de los camellos y el chirrido de sus grandes pies. La caravana seguía adelante: ascendía hasta la cresta de una duna, descendía luego, y al atardecer su sombra alcanzaba proporciones gigantescas. El diamante de cinco quilates de Venus desaparecía en el oeste junto con el fulgor de la puesta de sol, que lo deformaba todo con su luz descolorida, anaranjada y violeta. Y a mi padre le encantaba recordar que una vez, en 1893, en una puesta de sol semejante y en el mismo corazón del desierto de Gobi se cruzó —al principio los tomó por fantasmas proyectados por los rayos prismáticos —con dos ciclistas que llevaban sandalias chinas y redondos sombreros de fieltro y que resultaron ser los americanos Sachtleben y Alien que atravesaban toda Asia hasta Pekín para divertirse.
La primavera nos esperaba en las montañas de Nan-Shan. Todo la anunciaba: el burbujeo del agua de los arroyos, el trueno distante de los ríos, el silbido de los trepadores que vivían en agujeros en las laderas húmedas y resbaladizas de las colinas, el canto delicioso de las alondras locales, y «un conjunto de ruidos cuyos orígenes son difíciles de explicar» (frase de las notas de un amigo de mi padre, Grigori Efimovich Grum-Grshimaylo, que ha quedado impresa para siempre en mi memoria y llena de la asombrosa música de la verdad, porque no la escribió un poeta ignorante sino un naturalista genial). En las faldas meridionales ya habíamos encontrado nuestra primera mariposa interesante —la subespecie de Potanin del piérido de Butler —y en el valle al que descendimos por el cauce de un torrente encontramos un verdadero verano. Todas las laderas estaban salpicadas de anémonas y prímulas. La gacela de Prshevalski y el faisán de Strauch tentaban a los cazadores. ¡Y qué amaneceres había! Sólo en China es tan encantadora la niebla matinal; todo vibra en ella, los fantásticos perfiles de las chozas, los contornos de los riscos. Como hacia un abismo, el río fluye hacia la oscuridad del crepúsculo pre-matunino que aún reina en los desfiladeros, mientras más arriba, junto a aguas corrientes, todo brilla y centellea, y un numeroso grupo de urracas azules ya se ha despertado en los sauces del molino.
En compañía de quince soldados de infantería chinos, armados con alabardas y cargados con enormes estandartes de colores absurdamente vivos, cruzamos muchos pasos de montaña. Pese a ser pleno verano, las heladas nocturnas eran tan fuertes que por la mañana las flores estaban cubiertas por una película de escarcha y eran tan quebradizas que se rompían bajo los pies con un crujido breve y sorprendente; pero dos horas después, en cuanto el sol empezaba a calentar, la maravillosa flora alpina resplandecía de nuevo, el aire quedaba de nuevo perfumado de resina y miel. Arrimados a escarpados terraplenes, caminábamos bajo el cielo azul y cálido; los saltamontes salían de debajo de nuestros pies, los perros corrían con la lengua fuera, buscando refugio del calor en las cortas sombras proyectadas por los caballos. El agua de los pozos olía a pólvora. Los árboles parecían el delirio de un botánico: ¡un serbal blanco con bayas de alabastro o un abedul de corteza roja!
Con un pie sobre un fragmento de roca y apenas apoyado en el mango de su red, mi padre observa desde un alto espolón, desde las peñas glaciáricas de Tanegma, junto al lago Kuka-Nor —enorme extensión de agua azul oscuro. Abajo, en las estepas doradas, una manada de hemíonos pasa velozmente, y la sombra de un águila revolotea en los peñascos; arriba todo es paz, silencio, transparencia... y de nuevo me pregunto en qué piensa mi padre cuando no está ocupado cazando y se queda así, sin moverse... y aparece, por así decirlo, en la cresta de mi recuerdo, que me tortura, y embelesa —hasta el punto de sentir dolor, demencia de ternura, envidia y amor, que atormenta mi alma con su soledad inescrutable.
Hubo veces en qué, remontando el río Amarillo y sus afluentes, alguna espléndida mañana de septiembre, en las espesuras de lirios y hondonadas de las márgenes, él y yo atrapábamos la mariposa de alas bifurcadas de Elwes —maravilla negra con alas en forma de pezuña. En los atardeceres inclementes, antes de dormir, me leía a Horacio, Montaigne y Pushkin —los tres libros que hnbía traído consigo. Un invierno, mientras cruzábamos el hielo de un río, advertí en la distancia una línea de objetos oscuros, los grandes cuernos de veinte yacs salvajes sorprendidos mientras vadeaban por el hielo repentino; a través del espeso cristal podía verse claramente la postura de nadar que habían adoptado sus cuerpos; las hermosas cabezas levantadas sobre el hielo habrían parecido vivas sí los pájaros no hubieran vaciado ya sus ojos; y por alguna razón me acordé del tirano Shiusin, que solía abrir en canal a mujeres embarazadas, sólo por curiosidad, y que una fría mañana, al ver a unos porteadores vadear un río, ordenó que les amputaran las piernas hasta la espinilla para inspeccionar el estado de la médula de los huesos.
En Chang, durante un incendio (ardían unos troncos preparados para la construcción de una misión católica), vi a un chino de edad avanzada que, a segura distancia del fuego, echaba agua con decisión y asiduidad, incansablemente, sobre el reflejo de las llamas en las paredes de su casa; convencidos de la imposibilidad de probarle que su casa no ardía, le abandonamos a su infructuosa ocupación.
Con frecuencia teníamos que usar la fuerza para seguir nuestro camino, al no hacer caso de la intimidación y las prohibiciones de los chinos: una buena puntería es el mejor pasaporte. En Tatsien-Lu, lamas rapados al cero vagaban por las calles angostas y tortuosas propalando el rumor de que yo atrapaba niños para hervir una poción con sus ojos para el vientre de mi Kodak. En las faldas de una cordillera nevada, sepultada bajo la abundante espuma rosa de enormes rododendros (por las noches solíamos encender hogueras con sus ramas), busqué en mayo las larvas grises de topos anaranjados de la Apolo Imperial, y también sus crisálidas, sujetas a la parte inferior de una piedra con un hilo de seda. Recuerdo que aquel mismo día vislumbramos un oso blanco tibetano y descubrimos una nueva serpiente: se alimentaba de ratones, y el ratón que extraje de su estómago también resultó ser una especie aún no descrita. De los rododendros y los pinos cubiertos por un delicado liquen emanaba un violento olor a resina. Cerca de mí, unos hechiceros, que con mirada ladina y cautelosa competían entre sí, recogían para sus mercenarias necesidades ruibarbo chino, cuya raíz tiene un parecido extraordinario con una oruga, incluso hasta en sus patas abdominales y espiráculos —mientras yo encontraba bajo una piedra la oruga de una mariposa nocturna desconocida, que representaba, no de un modo general pero con absoluta precisión, una copia de aquella raíz, por lo que no estaba del todo claro cuál personificaba a cuál —o por qué.