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En el Tibet todo el mundo miente: era endiabladamente difícil obtener los nombres exactos de los lugares o instrucciones sobre los caminos que había que seguir; involuntariamente, yo también les engañé: como eran incapaces de distinguir a un europeo rubio de uno canoso, me tomaban a mí, chico de cabellos desteñidos por el sol, por un hombre muy anciano. Por doquier podía leerse en las masas de granito la «fórmula mística», revoltijo de palabras chamanes que ciertos viajeros poéticos «traducen» bonitamente como: ¡oh, joya del loto, oh! Desde Lhasa me enviaron a una especie de funcionarios que me conjuraron a no hacer algo y me amenazaron con hacerme algo —yo les presté poca atención: sin embargo, recuerdo a un idiota, molesto, en gran manera, vestido de seda amarilla, que se cubría con una sombrilla roja; montaba a lomos de un mulo cuya natural melancolía se incrementaba con la presencia bajo sus ojos de gruesos carámbanos formados por lágrimas heladas.

Desde una gran altitud vi una depresión oscura y pantanosa que temblaba por el juego de innumerables manantiales y recordaba el cielo nocturno salpicado de estrellas —y así es cómo se llamaba: la Estepa Estrellada. Los pasos ascendían más allá de las nubes, las marchas eran penosas. Frotábamos las heridas de los animales con una mezcla de yodoformo y vaselina. A veces, después de acampar en un lugar completamente desierto, yo veía de pronto por la mañana que durante la noche había crecido a nuestros alrededor un ancho círculo de tiendas de bandoleros, que se antojaban hongos negros —los cuales, sin embargo, desaparecían rápidamente.

Después de explorar las antiplanicies del Tibet me dirigí a Lob-Nor a fin de regresar a Rusia desde allí. El Tarim, vencido por el desierto, exhausto, forma con sus últimas aguas un extenso pantano rebosante de juncos, el actual Kara-Koshuk-Kul, el Lob-Nor de Prshevalski —y el Lob-Nor del tiempo de los kans, diga lo que diga Ritthofen. Está ribeteado de salinas, pero el agua sólo es salada en los bordes —porque aquellos juncos no crecerían en torno a un lago salado. Una primavera pasé cinco días rodeándolo. Allí, entre juncos de seis metros de altura, tuve la suerte de descubrir una notable mariposa nocturna semiacuática con un rudimentario sistema venoso. La salina estaba salpicada de caparazones de moluscos. Al atardecer, los armoniosos y melódicos sonidos del vuelo de los cisnes reverberaban en el silencio; el amarillo de los juncos hacía resaltar con claridad el blanco sin brillo de las aves. En 1862, sesenta rusos de la antigua fe vivieron en estas zonas con sus mujeres e hijos durante medio año, tras lo cual se trasladaron a Turfan, y nadie sabe adonde se dirigieron desde allí.

Más adelante viene el desierto de Lob: pétrea llanura de hileras de precipicios de arcilla, y cristalinos estanques de sal; aquella mancha pálida que hay en el aire gris es un ejemplar aislado de la mariposa blanca de Roborovski, barrida por el viento. En este desierto se preservan trazas de un antiguo camino recorrido por Marco Polo seis siglos antes que yo; sus mojones son pilas de piedras. Del mismo modo que yo oyera en un desfiladero tibetano el interesante ruido de tambor que había asustado a nuestros primeros peregrinos, así en el desierto, durante las tormentas de arena, vi y oí lo mismo que Marco Polo: «el susurro de los espíritus llamándote a un lado» y el extraño temblor del aire: infinita sucesión de remolinos, caravanas y ejércitos de fantasmas que vienen a tu encuentro, miles de rostros espectrales que se te acercan a su manera incorpórea, te penetran, y se dispersan de improviso. En la segunda década del siglo xiv, cuando el gran explorador estaba agonizando, sus amigos se congregaron en torno a su lecho y le imploraron que se retractase de aquello que en su libro se les antojaba increíble —que aguara sus libros mediante supresiones juiciosas; pero él respondió que no había relatado siquiera la mitad de lo que en realidad había visto.

Todo esto permanecía de modo cautivador, lleno de color y aire, con animado movimiento en primer término y un fondo convincente; entonces, como humo que huye de una brisa, cambió y se dispersó —y Fiodor vio nuevamente los muertos y absurdos tulipanes del papel de las paredes, el montón de colillas en el cenicero y el reflejo de la lámpara en la ventana negra. Abrió la ventana de par en par. Las hojas escritas de su escritorio se revolvieron: una se dobló, otra resbaló hasta el suelo. La habitación se volvió húmeda y fría inmediatamente. Abajo, un automóvil pasaba con lentitud por la calle vacía y oscura —y, de modo extraño, esta misma lentitud recordó a Fiodor una multitud de cosas mezquinas y desagradables —el día ya pasado, la lección abandonada —y cuando pensó que a la mañana siguiente tendría que telefonear al anciano, un abominable abatimiento le oprimió el corazón. Pero cuando hubo cerrado la ventana, sintiendo ya el vacío entre sus dedos apretados, se volvió hacia la lámpara que esperaba pacientemente, hacia las esparcidas hojas del primer borrador, hacia la pluma todavía caliente que ahora se deslizó en su mano (justificando y llenando el vacío), y volvió en seguida a aquel mundo que era tan natural para él como la nieve para la liebre blanca o el agua para Ofelia.

Recordó con increíble claridad, como si hubiera preservado aquel día de sol en un estuche de terciopelo, el último regreso de su padre en julio de 1912. Elisaveta Pavlovna ya había recorrido los nueve kilómetros que les separaban de la estación para recibir a su marido: siempre le recibía a solas y siempre ocurría que nadie sabía a ciencia cierta por qué lado volverían, si por la derecha o la izquierda de la casa, ya que había dos caminos, uno más largo y llano —por la carretera y a través del pueblo; otro más corto y desigual —a través de Peshchanka. Por si acaso, Fiodor llevaba los pantalones de montar y ordenó que ensillaran su caballo, pero no se decidía a salir al encuentro de su padre por temor a equivocar el camino. Intentaba en vano llegar a un acuerdo con el tiempo hinchado y exagerado. Una rara mariposa cazada un día o dos antes entre los vaccinieos de una turbera aún no se había secado sobre el tablero: tocaba su abdomen una y otra vez con la punta de un alfiler —pero aún estaba blando, y esto significaba que era imposible quitar las tiras de papel que cubrían completamente las alas, cuya belleza tanto deseaba enseñar a su padre en todo su esplendor. Deambuló por la casa: sentía el peso y el dolor de su agitación, y envidiaba a los demás por su modo de pasar estos minutos grandes y vacíos. Desde el río llegaban los gritos extáticos de los chicos del pueblo que se bañaban en él, y este estrépito, jugaba constantemente en las profundidades del día veraniego, y sonaba como distantes ovaciones. Tania se columpiaba con fuerza y entusiasmo en el columpio del jardín, en pie sobre el asiento; la sombra violeta del follaje se proyectaba sobre su falda blanca con una variedad de colores que obligaba a pestañear, y su blusa lo mismo flotaba detrás de ella que se adhería a su espalda, diseñaba el hueco entre sus hombros echados hacia atrás; debajo de ella, un foxterrierladraba, otro perseguía un aguzanieves; las sogas crujían alegremente y daba la impresión de que Tania se elevaba de aquel modo para ver el camino por encima de los árboles. Nuestra institutriz francesa, bajo su sombrilla de moaré, compartía con rara urbanidad sus inquietudes («el tren llevaba un retraso de dos horas o tal vez no llegaría») con el señor Browning, a quien odiaba, mientras este último se golpeaba las polainas con la fusta —no era políglota. Yvonna Ivanovna iba de un porche a otro con la expresión de descontento con que saludaba todas las ocasiones alegres. En torno a las dependencias había una animación especiaclass="underline" los criados bombeaban agua y amontonaban leña, y el jardinero llegó cargado con dos cestas alargadas, manchadas de rojo, repletas de fresas. Shaksybay, kirguisentrado en años, corpulento, de rostro ancho, con intrincadas arrugas alrededor de los ojos, que había salvado la vida de Konstantin Kirilovich en 1892 (matando una osa que le atacaba) y que ahora vivía en paz, cuidando de su hernia, en la casa de Leshino, se había puesto el beshmet azul con bolsillos de media luna, botas lustrosas, casquete rojo con lentejuelas y faja de seda con borlas, e instalado en un banco junto al porche de la cocina, donde hacía ya bastante rato que tomaba el sol, cuyos rayos centelleaban en la cadena de plata del reloj que pendía sobre su pecho, en una espera tranquila y festiva. De repente, corriendo con dificultad por el sendero curvado que bajaba al río, apareció de entre las profundas sombras, con un salvaje brillo en los ojos y los labios dispuestos a emitir un grito, pero todavía silenciosos, el lacayo Kasimir, viejo, gris, con patillas: llegaba con la noticia de que en la curva más próxima se había oído el ruido de cascos sobre el puente (un rápido tamborileo sobre madera que se interrumpió inmediatamente) —garantía de que la victoria estaba a punto de enfilar el polvoriento camino paralelo al parque. Fiodor se lanzó en aquella dirección —entre los troncos de los árboles, sobre el musgo y los arándanos—, y allí podía verse, más allá de la senda marginal, sobre el nivel de los abetos jóvenes, la cabeza y las mangas añiles del cochero que se deslizaban con el ímpetu de una visión. Retrocedió corriendo —y el columpio abandonado aún temblaba en el jardín, mientras ante el porche se encontraba la victoria vacía, con la arrugada manta de viaje; su madre ya subía los peldaños, arrastrando tras ella un chal color de humo —y Tania colgada del cuello de su padre, quién con la mano libre se había sacado un reloj del bolsillo y le echaba una ojeada, porque siempre le gustaba saber a qué velocidad había llegado a casa desde la estación.