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El año siguiente, ocupado con trabajo científico, no se desplazó a ninguna parte, pero en la primavera de 1914 ya empezó a preparar una nueva expedición al Tíbet con el ornitólogo Petrov y el botánico inglés Ross. La guerra con Alemania canceló bruscamente todo esto.

Consideraba la guerra un obstáculo molesto que cada vez fue siendo más molesto a medida que pasaba el tiempo. Por alguna razón, sus familiares estaban seguros de que Konstantin Kirilovich se alistaría como voluntario y marcharía inmediatamente a la cabeza de un destacamento: le consideraban un excéntrico, pero un excéntrico viril. De hecho, Konstantin Kirilovich, que ahora tenía más de cincuenta años, y conservaba grandes reservas de salud, agilidad y fuerza —y tal vez estaba más dispuesto que antes a vencer montañas, tanguts, mal tiempo y otros mil peligros que los sedentarios ni siquiera habían soñado —no sólo permaneció en su casa sino que intentó no darse cuenta d:; la guerra, y si alguna vez hablaba de ella, era con airado desprecio. «Mi padre —escribió Fiodor, recordando aquel tiempo— no sólo me enseñó muchas cosas sino que también adiestró mis pensamientos, como se adiestra una voz o una mano, según las reglas de su escuela. Así, yo sentía bastante indiferencia hacia la crueldad de la guerra; incluso admitía que se puede hallar cierta satisfacción en la puntería de un disparo, en el peligro de un reconocimiento, o en la delicadeza de una maniobra; pero estos pequeños placeres (que, además, están mejor representados en otros aspectos especiales del deporte, como la caza del tigre, tres en raya y el boxeo profesional) no compensaban en absoluto ese toque de deprimente idiotez inherente a cualquier guerra.»

Sin embargo, pese a la «antipatriótica posición de Kostia», como lo expresaba tía Xenia (mieniras, decidida y diestramente, empleaba «encumbradas relaciones» para ocultar a su marido, oficial del ejército, en las sombras de la retaguardia), la casa estaba inmersa en las preocupaciones de la guerra. Elisaveta Pavlovna se vio involucrada en la obra de la Cruz Roja, lo cual indujo a la gente a comentar que su energía «compensaba la indolencia de su marido», ya que éste «se interesaba más por los gusanos asiáticos que por la gloria de las armas rusas», como señaló un periódico impertinente. Los discos fonográficos entonaban las palabras de la canción de amor «La gaviota», disfrazándolas de caqui (... aquí viene un joven abanderado con una sección de infantería...); en la casa aparecieron afectadas enfermeras, con rizos que asomaban bajo las cofias de reglamento y que golpeaban con habilidad sus cigarrillos contra las pitilleras antes de encenderlos; el hijo del portero huyó hacia el frente y Konstantin Kirilovich recibió el encargo de gestionar su regreso; Tania empezó a frecuentar el hospital militar de su madre para dar lecciones de gramática rusa a un plácido y barbudo oriental cuya pierna iba a ser amputada aún más arriba en un intento de evitar la gangrena; Yvonna Ivanovna tejía mitones de lana; los días de fiesta, la artista de variedades Feona entretenía a los soldados con canciones de revista; el personal del hospital escenificó Vova hace lo que puede, comedia sobre los que desoían el llamamiento a filas; y los periódicos publicaban versos dedicados a la guerra:

¡Hoy eres el azote del destino contra nuestra amada patria, pero, con enorme alegría, la mirada rusa resplandecerá cuando vea al Tiempo marcando con imparcialidad al Afila germano con el estigma de la Vergüenza!

En la primavera de 1915, en lugar de trasladarnos de San Petersburgo a Leshino, que siempre parecía tan natural e inamovible como la sucesión de meses del calendario, fuimos a pasar el verano en nuestra finca de Crimea, en la costa entre Yalta y Alupka. En los prados inclinados del jardín increíblemente verde, con el rostro crispado por la angustia y las manos temblorosas de felicidad, Fiodor cazó mariposas meridionales; pero las auténticas rarezas de Crimea no se encontraban aquí, entre los mirtos, ceriflores y magnolias, sino mucho más arriba, en las montañas, entre las rocas de Ai-Petri y en la exuberante meseta del Yayla; aquel verano su padre le acompañó más de una vez por una senda entre los pinares para enseñarle, con una sonrisa condescendiente hacia esta insignificancia europea, la sátira recientemente descrita por Kusnetsov, que revoloteaba de piedra en piedra en el mismo sitio en que algún vulgar fanfarrón había grabado su nombre en la roca. Estos paseos eran la única distracción de Konstantin Kirilovich. No es que estuviera ceñudo o irritable (estos limitados epítetos no cuadraban con su estilo espiritual), sino inquieto, simplemente —y tanto Elisaveta Pavlovna como los niños sabían perfectamente cuál era su deseo. De pronto, en agosto, se marchó por breve tiempo; nadie sabía adonde, excepto sus más íntimos; su modo de encubrir el viaje habría excitado la envidia de cualquier terrorista que necesitara desplazarse; era gracioso y terrible a la vez imaginar cómo se hubiera frotado las manos la opinión pública rusa, de haber sabido que en el punto cumbre de la guerra Godunov-Cherdyntsev se había trasladado a Ginebra para entrevistarse con un profesor alemán, grueso, calvo y extraordinariamente jovial (también estuvo presente un tercer conspirador, un anciano inglés que llevaba gafas de fina montura y un holgado traje gris), que se habían reunido en una pequeña habitación de un hotel modesto para una consulta científica, y que, tras haber discutido lo necesario (el tema era una obra de muchos volúmenes, cuya publicación se continuaba tercamente en Stutt-gart con la prolongada cooperación de especialistas extranjeros en diferentes grupos de mariposas), se separaron apaciblemente —cada uno en su propia dirección. Pero este viaje no le animó; por el contrario, el sueño constante que le abrumaba incrementó aún más su presión secreta. En otoño regresaron a San Petersburgo; trabajaba arduamente en el quinto volumen de Mariposas diurnas y nocturnas del Imperio ruso, salía con muy poca frecuencia y —encolerizándose más por los errores de su adversario que los suyos propios— jugaba al ajedrez con el botánico Berg, que había enviudado recientemente. Echaba una ojeada a los diarios con una sonrisa irónica; se sentaba a Tania en las rodillas y se quedaba absorto, y la mano con que rodeaba el hombro redondo de Tania también se sumía en la abstracción. Una vez, en noviembre, le entregaron un telegrama mientras estaba sentado a la mesa; lo abrió, lo leyó para sus adentros, volvió a leerlo, a juzgar por el segundo movimiento de sus ojos, lo dejó a un lado, bebió un sorbo de oporto de una copa de oro en forma de cazo, y continuó imperturbablemente su conversación con un pariente pobre, anciano, bajo, con el cráneo cubierto de pecas, que venía a cenar dos veces al mes y traía invariablemente a Tania melcochas blandas y pegajosas —tyanushki. Cuando los invitados se hubieron marchado, se desplomó en un sillón, se quitó las gafas, se pasó la palma por toda la cara y anunció con voz serena que tío Oleg había sido gravemente herido en el estómago por un cascote (mientras trabajaba en un puesto de primeros auxilios bajo el fuego enemigo) —e inmediatamente surgió en el alma de Fiodor, lastimándola con sus bordes puntiagudos, uno de esos innumerables diálogos, deliberadamente grotescos, que los hermanos habían sostenido recientemente durante las comidas: