Tío OLEG (en un tono de burla):
Bueno, cuéntame, Kostia, ¿has visto alguna vez por casualidad en la reserva Wie el pajarito Fulano de tal?
Mi PADRE (lacónicamente):
Me temo que no.
Tío OLEG (animándose):
Y, Kostia, ¿has visto alguna vez el caballo de Popovski picado por la mosca de Popov?
Mi PADRE (aún más lacónico):
Nunca.
Tío OLEG (completamente en éxtasis):
¿Y has tenido ocasión, por ejemplo, de observar el movimiento en diagonal de un enjambre entóptico?
Mi PADRE (mirándole a los ojos):
Sí.
Aquella misma noche se marchó a Galitzia a buscarle, le trajo con extrema rapidez y comodidad, consiguió a los mejores médicos, Gershenzon, Yeshov, Miller-Melnitski, y asistió a dos prolongadas operaciones. Para Navidad su hermano ya estaba bien. Y entonces cambió algo en el estado de ánimo de Konstantin Kirilovich: sus ojos cobraron vida y se suavizaron, volvió a oírse el tarareo musical que solía emitir cuando estaba especialmente satisfecho de algo, se marchó a algún lugar, llegaron y desaparecieron ciertas cajas, en torno a esta misteriosa alegría del dueño de la casa se notaba una creciente sensación de perplejidad indefinida y expectante —y una vez que Fiodor pasaba por el salón dorado, bañado por el sol de primavera, se fijó de pronto en que el picaporte de bronce de la puerta blanca que conducía al estudio de su padre se movía pero no giraba, como si alguien lo tocara sin abrir la puerta; pero en seguida se abrió sin ruido y su madre salió con una sonrisa vaga y paciente en el rostro manchado de lágrimas, y al pasar junto a Fiodor hizo un extraño ademán de impotencia. Éste llamó a la puerta y entró en el estudio. «¿Qué quieres?», preguntó Konstantin Kirilovich sin levantar la vista ni parar de escribir. «Llévame contigo», dijo Fiodor.
El hecho de que en el momento más alarmante, cuando las fronteras de Rusia se estaban desmoronando y le devoraban las entrañas, Konstantin Kirilovich decidiera de repente abandonar a su familia durante dos años para realizar una expedición científica en un país remoto, se antojó un capricho salvaje, una frivolidad monstruosa a la mayoría de la gente. Se habló incluso de que el gobierno «no permitiría la compra de provisiones», que «aquel loco» no conseguiría compañeros de viaje ni animales de carga. Pero ya en Turquestán el olor peculiar de la época era apenas perceptible; prácticamente lo único que lo recordó fue una recepción organizada por los administradores de un distrito para recaudar fondos para la guerra (un poco más tarde estalló una rebelión entre los kirguises y cosacos en relación con el llamamiento a trabajar para la guerra). Justo antes de su marcha en junio de 1916, Godunov-Cherdyntsev fue a Leshino. desde la ciudad para despedirse de su familia. Hasta el último momento Fiodor soñó que su padre le llevaría consigo —en cierta ocasión había dicho que lo haría en cuanto su hijo cumpliera quince años. «Si los tiempos fueran otros, te llevaría», dijo ahora, como olvidando que para él el tiempo era siempre otro.
En sí misma, esta última despedida no se diferenció en nada de las precedentes. Después de la ordenada sucesión de abrazos que era costumbre en la familia, sus padres, provistos de idénticas gafas protectoras con anteojeras de gamuza, se instalaron en un coche deportivo rojo; los criados les rodearon; apoyado en su bastón, el anciano vigilante permanecía a cierta distancia, junto al álamo herido por un rayo; el conductor, hombre bajo y rechoncho que llevaba librea de pana y polainas anaranjadas —y tenía la nuca del color de la zanahoria y un topacio en la mano gordinflona—, dio un tirón con un terrible esfuerzo, dio otro tirón, puso el motor en marcha (sus padres empezaron a vibrar en sus asientos), corrió a sentarse ante el volante, movió una palanca, se puso los guantes y volvió la cabeza. Konstantin Kirilovich le hizo una seña pensativa y el coche empezó a moverse; el foxterrierse ahogaba a fuerza de ladridos mientra se removía salvajemente en los brazos de Tania, dando la vuelta al cuerpo y torciendo la cabeza por encima de su hombro; la roja parte trasera del coche desapareció en la curva y entonces, desde detrás de los abetos, llegó un quejido y el sonido de un brusco cambio de marchas, seguido de un murmullo en disminución; se hizo el silencio, pero pocos momentos después, desde el pueblo que estaba al otro lado del río llegó de nuevo el triunfal estrépito del motor, que fue extinguiéndose gradualmente —para siempre. Yvonna Ivanovna lloraba con profusión, y fue a buscar leche para el gato. Tania fingía que cantaba, y volvió a la casa fresca, resonante y vacía. La sombra de Shaksybay, muerto el pasado otoño, se deslizó del banco del porche y volvió a su bello y tranquilo paraíso, rico en ovejas y rosas.
Fiodor cruzó el parque, abrió la melodiosa puerta de torniquete y atravesó la carretera donde los gruesos neumáticos acababan de imprimir sus huellas. Una familiar belleza blanca y negra se elevó suavemente del suelo y describió un amplio círculo, para participar también en la despedida. Se adentró entre los árboles y, por un sendero sombreado donde doradas moscas pendían, temblando, de rayos transversales, llegó a su claro favorito, cenagoso, lozano, cuya humedad brillaba bajo el sol ardoroso. El significado divino de su claro del bosque se expresaba en sus mariposas. Todo el mundo habría encontrado algo aquí. El excursionista podría haber descansado sobre una cepa. El artista habría entrecerrado los ojos. Pero su verdad sólo podía ser profundizada por el amor amplificado por el conocimiento: por sus «órbitas bien abiertas» —para citar a Pushkin.
Emergidas recientemente y gracias a su coloración fresca, casi anaranjada, alegres Fritilarias Selene flotaban con una especie de encantadora timidez, con las alas extendidas y casi sin moverlas, como las aletas de una carpa dorada. Una cola de golondrina algo manchada ya, pero todavía fuerte, con un espolón de menos y exhibiendo su panoplia, descendió sobre una camomila, se apartó de ella, como si retrocediera, y la flor se enderezó y empezó a balancearse. Unas cuantas blancas de rayas negras revoloteaban perezosamente; dos o tres de ellas estaban salpicadas de la roja secreción de la crisálida (cuyas manchas en las paredes blancas de las ciudades predijeron a nuestros antepasados la caída de Troya, plagas, terremotos). Las primeras Aphantopus de anillos de chocolate aleteaban ya sobre la hierba con movimientos saltarines e inseguros; una mariposa Burnet, azul y roja, de antenas azules, que parecía un escarabajo disfrazado, se hallaba posada sobre una escabiosa en compañía de un jején. Abandonando apresuradamente el césped para posarse en la hoja de un álamo, una mariposa hembra de la col informó a su insistente perseguidor, mediante un extraño giro del abdomen y la posición plana de las alas (que recordaban unas orejas vueltas hacia atrás) de que ya estaba fecundada. Dos cobrizas teñidas de violeta (sus hembras aún no habían salido) se enredaron en un vuelo instantáneo, zumbaron, dieron vueltas una en torno a la otra, se movieran furiosamente, subieron cada vez más arriba —y de repente se separaron y volvieron a las flores. Una amandusazul incomodó al pasar a una abeja. Una Fritilaria Freya volaba entre las Selenas. Una mariposa colibrí, con el cuerpo de un abejorro y alas cristalinas que batía invisiblemente, rozó una flor desde el aire con su larga trompa prensil, voló a otra, y luego a una tercera. Toda esta vida fascinante, por cuya mezcla actual podía determinarse de manera infalible tanto la edad del verano (casi exactamente los días) como la situación geográfica de la región y la composición vegetal del claro —todo esto vivía y era genuino y siempre bello para él, y Fiodor lo percibió con una mirada experimentada y penetrante. De improviso colocó el puño sobre el tronco de un abedul y, apoyándose en él, prorrumpió en llanto.