Aunque su padre no era aficionado al folklore, solía citar un notable cuento de hadas kirguis. El hijo único de un gran kan, extraviado durante una cacería (así empiezan los mejores cuentos de hadas y así terminan las mejores vidas), vio algo que centelleaba entre los árboles. Al acercarse comprobó que era una muchacha que recogía leña y llevaba un vestido hecho de escamas; sin embargo, no podía decidir qué era exactamente lo que brillaba tanto, si el rostro de la muchacha o su vestido. La acompañó junto a su anciana madre, y entonces el joven príncipe le ofreció como dote una pepita de oro del tamaño de una cabeza de caballo. «No —repuso la muchacha—, pero, escuchad, tomad esta bolsita —poco mayor que un dedal, como podéis ver— y llenádmela.» El príncipe, riendo («No cabrá ni una sola», dijo), echó una moneda, luego otra, y otra, y así hasta la última que llevaba consigo. En extremo perplejo, se marchó para consultarlo con su padre.
Reuniendo todos sus tesoros, fondos públicos y todo lo demás, el buen kan los echó en la bolsa; la sacudió, escuchó, volvió a sacudir; echó el doble de lo anterior: ¡sólo una caña en el canal!
Llamaron a la anciana. «Eso —dijo ésta —es un ojo humano: quiere abarcar todo lo del mundo»; entonces tomó un puñado de tierra y llenó inmediatamente la bolsa.
La última prueba creíble en relación con mi padre (sin contar sus propias cartas) pude hallarla en las notas del misionero francés (y docto botánico) Barraud, quien durante el verano de 1917 le vio por casualidad en las montañas del Tibet, cerca del pueblo de Chetu. «Me asombró ver —escribe Barraud (Exploration catholique de 1923)— un caballo blanco ensillado paciendo en un prado de montaña. Al cabo de un rato apareció un hombre vestido a la europea, que bajaba de las rocas; me saludó en francés y resultó ser el famoso viajero ruso Godunov. Yo no había visto a un europeo desde hacía ocho años. Pasamos varios minutos deliciosos a la sombra de una roca, discutiendo un interesante detalle terminológico en relación con el nombre científico de un diminuto lirio azul celeste que crecía cerca de allí, y después, intercambiando una amistosa despedida, nos separamos, y él se reunió con sus compañeros, que le llamaban desde una hondonada, y yo continué mi camino para ver al padre Martin, que se moría en una remota posada.»
Después de esto sólo hay niebla. A juzgar por la última carta de mi padre, breve como de costumbre pero insólitamente alarmada, que llegó a nuestras manos por milagro, a principios de 1918, poco después de encontrarse con Barraud inició los preparativos para el viaje de vuelta. Como tenía noticias de la revolución, nos pedía que nos trasladásemos a Finlandia, donde nuestra tía tenía una casa de campo, y añadía que según sus cálculos, él llegaría «con la máxima prisa» alrededor del verano. Le esperamos dos veranos, hasta el invierno de 1919. Vivimos parte del tiempo en Finlandia y parte en San Petersburgo. Hacía tiempo que nuestro hogar había sido saqueado, pero el museo de mi padre, el corazón de la casa, como si poseyera la invulnerabilidad inherente a los objetos sagrados, sobrevivió en su totalidad (más tarde quedó bajo la jurisdicción de la Academia de Ciencias), y esta alegría compensó de sobra la desaparición de sillas y mesas conocidas desde la infancia. En San Petersburgo vivíamos en dos habitaciones del piso de mi abuela. A ésta, ignoro por qué razón, la llamaron dos veces a declarar. Se resfrió y falleció. Pocos días después, en una de aquellas terribles tardes invernales, hambrientas y sin esperanzas, que desempeñaron un papel tan siniestro en el desorden civil, vino a visitarme un joven desconocido, con quevedos, reticente y de aspecto insignificante, para pedirme que fuese sin tardanza a ver a su tío, el geógrafo Beresovski. No sabía o no quiso decirme por qué, pero de pronto algo se derrumbó en mi interior y empecé a vivir mecánicamente. Ahora, al cabo de varios años, veo de vez en cuando a este Misha en la librería rusa de Berlín, donde trabaja —y cada vez que le veo, siento que un escalofrío me recorre toda la columna vertebral y todo mi ser vive de nuevo nuestro corto camino en común. Mi madre estaba ausente cuando llegó Misha (también recordaré siempre este nombre) pero la encontramos al bajar las escaleras; como no conocía a mi acompañante, me preguntó con ansiedad a dónde iba. Le repliqué que iba a comprar una maquinilla para cortar el pelo de la cual habíamos hablado unos días antes. Más adelante soñé a menudo con esta maquinilla inexistente, que tomaba las formas más inesperadas —montañas, escalas de vuelo, ataúdes, armónicas—, pero siempre sabía, con el instinto del que sueña, que era una maquinilla para cortar el pelo. «Espera», gritó mi madre, pero nosotros ya estábamos abajo. Caminamos por la calle rápida y silenciosamente, él unos pasos delante de mí. Yo miraba las máscaras de las casas, los montones de nieve, y trataba de adelantarme al destino imaginado (destruyendo así, por anticipado, el que fuera posible) la pena incomprendida, negra y reciente con que volvería a casa. Entramos en una habitación de la que recuerdo que era totalmente amarilla, y allí un anciano de barba puntiaguda, que llevaba una chaqueta de militar y botas altas, me informó sin preámbulos de que, según noticias aún sin confirmar, mi padre ya no vivía. Mi madre me esperaba abajo, en la calle.
Durante los seis meses siguientes (hasta que mi tío Oleg nos llevó al extranjero casi por la fuerza) intentamos averiguar cómo y dónde había perecido —y también si la noticia de su muerte era cierta. Aparte el hecho de que había ocurrido en Siberia (¡Siberia es muy grande!) durante el viaje de regreso desde el Asia central, no averiguamos nada. ¿Puede ser que nos ocultaran el lugar y las circunstancias de su misteriosa muerte y hayan seguido ocultándonoslos hasta ahora? (Su biografía de la Enciclopedia Soviéticatermina simplemente con las palabras: Murió en 1919.) ¿O acaso el carácter contradictorio de la vaga prueba impidió mayor precisión de las respuestas? Una vez en Berlín nos enteramos de una o dos cosas suplementarias por diversas fuentes y distintas personas, pero estos añadidos resultaron ser nuevas capas de incertidumbre en lugar de atisbos de la verdad. Dos versiones incoherentes, ambas de naturaleza más o menos deductiva (y que además no nos dijeron nada sobre el punto más importante: cómo murió exactamente, si es que murió), se confundían y contradecían mutuamente. Según una de ellas, la noticia de su muerte había llegado a Semipalatinsk por boca de un kirguis; según la otra, la transmitió un cosaco en Ak-Bulat. ¿Cuál era la ruta de mi padre? ¿Iba de Semirechie a Omsk (a través de la estepa de espolín, con el guía montado en un caballo pío) o desde el macizo del Pamir a Orenburg, a través de la región de Turgay (por la estepa de arena, con el guía montado en un camello y él en un caballo, con estribos de corteza de abedul, de pozo en pozo, evitando aldeas y líneas ferroviarias)? ¿Cómo pasó por entre la tormenta de la guerra campesina, cómo rehuyó a los rojos? No puedo imaginarme nada. Además, ¿qué clase de shapka-nevidimka, «gorra que hace invisible» podía salvarle, si incluso ésta se la habría puesto gallardamente torcida? ¿Se ocultó en la choza de un pescador (como supone Krüger) en el puesto «Aralskoye more», entre los imperturbables fieles de la antigua fe de los Urales? Y si había muerto, ¿cómo fue su muerte? «¿Cuál es su profesión?», preguntó Pugachiov al astrónomo Lowitz. «Contar las estrellas.» Tras lo cual le colgaron para que pudiera estar más cerca de ellas. ¡Oh!, ¿cómo murió? ¿De enfermedad? ¿De frío? ¿De sed? ¿A manos del hombre? Y de ser así, ¿puede aquella mano aún vivir, coger pan, levantar un vaso, cazar moscas, moverse, señalar, hacer señas, quedarse inmóvil, estrechar otras manos? ¿Respondió a su fuego durante mucho rato? ¿Guardó la última bala para sí mismo? ¿Le cogieron vivo? ¿Le llevaron al coche salón del cuartel general de la estación, ocupado por un destacamento de castigo (me imagino su horrible locomotora, alimentada con pescado seco), acusado de ser un espía blanco (y no sin razón: conocía bien al general blanco Lavr Kornilov, con quien había viajado en su juventud por la Estepa de la Desesperación y a quién en años posteriores había visto en China)? ¿Le mataron en el lavabo de señoras de alguna estación abandonada (espejo roto, felpa hecha jirones), o le llevaron a un huerto en una noche oscura, y esperaron a que saliera la luna? ¿Cómo esperó con ellos en la oscuridad? ¿Con una sonrisa de desdén? Y si una mariposa blanquecina hubiese revoloteado entre la penumbra de las bardanas, incluso en aquel momento la habría seguido, lo sé, con la misma mirada de aliento con que a veces, después del té de la tarde, fumando su pipa en nuestro jardín de Leshino, solía saludar a las esfinges rosadas que probaban nuestras lilas.