Pero a veces tengo la impresión de que todo esto es un rumor estúpido, una cansina leyenda creada con los mismos granulos dudosos de conocimiento aproximado que yo mismo empleo cuando mis sueños se pierden en regiones que sólo conozco de oídas o por los libros, por lo que la primera persona enterada que haya visto realmente los lugares mencionados se negará a reconocerlos, se burlará del exotismo de mis pensamientos, de las colinas de mi pena, de los precipicios de mi imaginación, y hallará en mis conjeturas tantos errores topográficos como anacronismos. Pues, tanto mejor. Si el rumor de la muerte de mi padre es una ficción, ¿no es preciso conceder que su mismo viaje de regreso por Asia está meramente unido a esta ficción en forma de una cola (como aquella cometa que en la historia de Pushkin el joven Grinyov modeló con un mapa), y que tal vez, aunque mi padre emprendiera realmente este viaje de regreso (y no estuviera despedazado en el fondo de un abismo ni retenido como prisionero por monjes budistas), había elegido una ruta completamente diferente? Incluso he tenido ocasión de oír suposiciones (en el tono de un consejo tardío) de que bien podría haberse dirigido hacia el oeste, a Ladakg, a fin de adentrarse después en la India, o, ¿por qué no haber cruzado China y desde allí haberse dirigido en cualquier barco a cualquier puerto del mundo?
«Fuera como fuese, mamá, todo el material relacionado con su vida se encuentra ahora reunido en mi habitación. Mediante enjambres de borradores, largos extractos manuscritos de muchos libros, indescifrables apuntes en gran cantidad de páginas sueltas, observaciones a lápiz garabateadas en los márgenes de otros escritos míos; mediante frases medio tachadas, palabras sin terminar y nombres ya olvidados, imprudentemente abreviados, que se ocultan entre mis papeles; mediante el frágil estatismo de información irrecuperable, destruido ya en algunos lugares por un movimiento mental demasiado rápido, que a su vez se desvaneció en la nada; mediante todo esto tengo que hacer ahora un libro ordenado y lúcido. A veces siento que ya lo he escrito, que se encuentra aquí, oculto en esta selva de tinta, que sólo he de liberarlo parte por parte de la oscuridad y las partes se unirán por sí solas... Pero de qué me sirve si esta labor de liberación se me antoja ahora tan difícil y complicada, si tengo tanto miedo de ensuciarlo con una frase vulgar o gastarlo en el curso de su traslado al papel, que ya llego a dudar de que pueda escribir el libro. Tú misma me escribiste sobre las exigencias que debían presuponerse en una tarea semejante. Pero ahora opino que las cumpliría mal. No me acuses de debilidad y cobardía. Un día te leeré al azar extractos deshilvanados e incoherentes de lo que he escrito: ¡qué poco se parece a mi sueño escultural! Todos estos meses, mientras investigaba, tomaba notas, recordaba, pensaba, era inmensamente feliz: estaba seguro de que se gestaba algo de una belleza sin precedentes, de que mis notas eran simplemente pequeños puntales para la obra, jalones, estacas, y de que lo más importante se desarrollaba y creaba por sí solo, pero ahora veo, como si me despertara tendido en el suelo, que aparte de esas notas lastimosas no hay absolutamente nada. ¿Qué haré? Mira, cuando leo sus libros, o los de Grum, y oigo su ritmo cautivador, cuando estudio la posición de las palabras, que no pueden reemplazarse ni cambiar de lugar, me parece un sacrilegio tomar todo esto y diluirlo conmigo mismo. Si quieres, lo admitiré: sólo soy un mero perseguidor de aventuras verbales, y perdona que me niegue a cazar mis fantasías en el coto privado de mi padre. Verás, he comprendido la imposibilidad de que germine la imaginería de sus viajes sin contaminarlos con una especie de poetización secundaria que se aleja cada vez más de aquella poesía auténtica con que la experiencia viva de aquellos naturalistas receptivos, experimentados y castos dotó a su investigación.»
«Como es natural, te comprendo y estoy de acuerdo contigo —contestó su madre—. Es una lástima que no puedas lograrlo, pero convengo en que no debes forzarte. Por otro lado, estoy convencida de que exageras un poco. Estoy persuadida de que si pensaras menos en el estilo, las dificultades y la frase hecha del poetastro de que "con un beso empieza la muerte del romanticismo", etc., crearías algo muy bueno, muy verdadero y muy interesante. Pero si te lo imaginas leyendo tu libro y tienes la sensación de que le irrita y te hace sentir avergonzado, entonces, naturalmente, déjalo, déjalo. Pero sé que esto no puede ser, sé que él te diría: bien hecho. Todavía más: estoy convencida de que algún día escribirás este libro.»
Fiodor recibió el estímulo externo para cancelar su trabajo en forma de un cambio de domicilio. Hay que decir en honor de su patrona que le soportó mucho tiempo, durante dos años. Pero cuando se le presentó la ocasión de conseguir el inquilino ideal en abril —una solterona entrada en años que se levantaba a las siete y media, trabajaba en una oficina hasta las seis, cenaba en casa de su hermana y se retiraba a las diez—, Frau Stoboy pidió a Fiodor que se buscara un nuevo alojamiento para antes de fin de mes. Él aplazaba continuamente sus indagaciones, no sólo por pereza y una tendencia optimista a dotar con la forma redonda de la eternidad a un plazo de tiempo concedido, sino también porque encontraba intolerablemente odioso invadir mundos ajenos con el objeto de hallar un lugar para sí mismo. Sin embargo, madame Chernyshevski le prometió su ayuda. Marzo se acercaba a su fin cuando, una noche, le comunicó:
—Creo que tengo algo para usted. Un día conoció aquí a Tamara Grigorievna, aquella dama armenia. Tenía una habitación en el piso de una familia rusa, pero ahora quiere cederla a alguien.
—Lo cual significa que es una mala habitación, ya que quiere deshacerse de ella —observó Fiodor en tono desabrido.
—No, se trata sencillamente de que vuelve al lado de su marido. Sin embargo, si ya no le gusta por anticipado, no haré nada al respecto.
—No he querido ofenderla —repuso Fiodor—. Me gusta mucho la idea, créalo.
—Naturalmente, no existe ninguna garantía de que la habitación aún no esté alquilada, pero le aconsejo que llame por teléfono.
—Oh, sí, por supuesto —dijo Fiodor.
—Como le conozco —continuó madame Chernyshevsky, hojeando una libreta negra—, y como sé que no llamará...
—Será lo primero que haga mañana —objetó Fiodor.
—... como no lo hará —Uhland cuarenta y ocho, treinta y uno—, lo haré yo misma. La llamaré ahora y usted podrá preguntarle lo que quiera.
—Espere, esperé un momento —interrumpió Fiodor con ansiedad—. No tengo idea de qué he de preguntar.
—No se preocupe, ella se lo dirá todo. —Y madame Chernyshevski, repitiendo rápidamente el número en voz baja, alargó la mano hacia la mesita del teléfono.
En cuanto se acercó el auricular a la oreja adoptó su acostumbrada postura telefónima en el sofá: de la posición de sentada pasó a la recostada, se ajustó la falda sin mirar y sus ojos azules vagaron por la estancia mientras esperaba la comunicación. «Sería agradable...», empezó, pero entonces la telefonista contestó y madame Chernyshevski dijo el número con una especie de exhortación abstracta en el tono y un ritmo especial en la pronunciación de las cifras —como si 48 fuera la tesis y 31, la antítesis—, y añadió a guisa de síntesis: jawohl.
—Sería agradable —repitió a Fiodor —que ella fuese allí con usted. Estoy segura de que nunca en su vida... —De pronto, con una sonrisa, bajó la vista, movió un hombro rechoncho y cruzó las piernas estiradas—: ¿Tamara Grigorievna? —preguntó con una voz nueva, suave e incitante. Rió con suavidad mientras escuchaba, alisando un pliegue de su falda—. Sí, soy yo, ha acertado. Creía que, como siempre, no me reconocería. Está bien... digamos muy a menudo. —Y acomodando aún más su tono—: Bueno, ¿qué hay de nuevo?—. Escuchó parpadeando lo que había de nuevo; como en un paréntesis, empujó hacia Fiodor una caja de bombones rellenos de fruta; entonces los dedos de sus pequeños pies empezaron a frotarse unos contra otros dentro de las ajadas zapatillas de terciopelo; se inmovilizaron—. Sí, ya me lo han dicho, pero yo creía que tenía una clientela fija—. Siguió escuchando. En el silencio podía oírse el zumbido infinitamente pequeño de la voz procedente de otro mundo—. Vaya, esto es ridículo —dijo Alexandra Yakovlevna—, oh, es ridículo... Conque así están las cosas —dijo lentamente al cabo de un momento, y entonces, a una pregunta que se antojó a Fiodor como un iadrido microscópico, replicó con un suspiro —: Sí, más o menos, nada nuevo. Alexander Yakovlevich está bien, se mantiene ocupado, ahora está en un concierto, y yo no tengo ninguna noticia, nada especial. En este momento tengo aquí a... Sí, claro, le divierte, pero no puede imaginarse cuánto deseo a veces marcharme a alguna parte con él, aunque sólo fuera por un mes. ¿Cómo? Oh, a cualquier parte. En general, todo es un poco deprimente a veces, pero no hay nada nuevo—. Inspeccionó su palma con lentitud y permaneció así, con la mano extendida—. Tamara Grigorievna, tengo aquí a Gudonov-Cherdyntsev. A propósito, está buscando una habitación. ¿Acaso esa gente con quien usted...? Oh, magnífico. Espere un momento, se lo paso.