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—¿Cómo está? —dijo Fiodor, inclinándose ante el teléfono—. Alexandra Yakolevna me ha dicho...

En voz alta, de modo que incluso cosquilleó su oído medio, una voz clara y extraordinariamente ágil se hizo cargo de la conversación. «La habitación aún no está alquilada —empezó la desconocida Tamara Grigorievna—, y desde luego les gustaría mucho tener un huésped ruso. Le diré en seguida quiénes son. El nombre es Shchyogolev, esto no le dice nada a usted, pero en Rusia era fiscal, es un caballero muy, muy culto y agradable... Después está su mujer, que también es extremadamente simpática, y una hija del primer matrimonio. Ahora, escuche: viven en el 15 de Agamemnonstrasse, distrito maravilloso, en un piso pequeño pero hoch modern, con calefacción central, cuarto de baño —en suma, todo cuanto usted pueda desear. La habitación es deliciosa pero (con una entonación que se batía en retirada) da a un patio, aunque esto es una pequeñez. Le diré cuánto pagaba yo por ella: treinta y cinco marcos al mes. Es tranquila y tiene un buen diván. Bueno, esto es todo. ¿Qué más puedo decirle? Comía allí, y debo confesar que la comida era excelente, excelente, pero usted mismo debe preguntarles el precio. Yo estaba a régimen. Verá lo que vamos a hacer. Yo tengo que ir allí de todos modos mañana por la mañana, alrededor de las once y media, y soy muy puntual, así que nos encontraremos allí.

—Espere un segundo —dijo Fiodor (para quién levantarse a las diez equivalía a levantarse a las cinco para cualquier otra persona)—. Espere un segundo. Me temo que mañana... Tal vez sería mejor si yo...

Quería decir: «si yo le llamara», pero madame Chernyshevski, que estaba a su lado, le dirigió tal mirada que, tragando saliva, se corrigió inmediatamente: «Sí, creo que podré —dijo sin animación—. Gracias, vendré.»

—Muy bien —(en tono narrativo)—, es el número 15 de Agamemnonstrasse, tercer piso, con ascensor. De modo que quedamos así. Hasta mañana, entonces. Tendré gran placer en verle.

—Adiós —dijo Fiodor Konstantinovich.

—Espere —gritó Alexandra Yakolevna—, no cuelgue, por favor.

A la mañana siguiente, cuando llegó a la dirección estipulada —de un humor irritable, con el cerebro confuso y sólo la mitad de su ser en funcionamiento (como si la otra mitad aún no hubiera abierto debido a lo temprano de la hora)—, resultó que Tamara Grigorievna no sólo no estaba allí, sino que había telefoneado para decir que no podía venir. Le recibió el propio Shchyogolev (nadie más estaba en casa), hombre corpulento y gordinflón, cuyo perfil recordaba a una carpa, de unos cincuenta años, con una de esas caras rusas cuya sinceridad es casi insultante. Era una cara bastante llena, de corte ovalado, que tenía un minúsculo mechón de pelo justo debajo del labio inferior. En cierto modo, su notable peinado era también algo insultante: escasos cabellos negros, muy lisos, con una raya que no estaba del todo en el centro de la cabeza pero tampoco en ninguno de los dos lados. Grandes orejas, sencillos ojos masculinos, nariz gruesa y amarillenta y una sonrisa húmeda completaban la impresión general, que era agradable. «Godunov-Cherdyntsev —repitió—, claro, claro, un nombre muy conocido. Conocí una vez... déjeme ver —¿es Oleg Kirilovich su padre? Aja, su tío. ¿Dónde vive ahora? ¿En Filadelfia? Hum, eso está bastante lejos. ¡Hay que ver hasta dónde llegamos los emigrados! Asombroso. ¿Y está usted en contacto con él? Comprendo, comprendo. Bien, no dejes para mañana lo que ya tienes hecho —¡ja, ja! Venga, le enseñaré su alojamiento.»

A la derecha del recibidor había un corto pasillo que torcía inmediatamente a la derecha en un ángulo recto para convertirse en otro embrión de pasillo que terminaba ante la puerta entornada de la cocina. La pared izquierda tenía dos puertas; Shchyogolev abrió la primera tras una enérgica inspiración. Ante nosotros se inmovilizó una habitación pequeña y apaisada, de paredes ocres, con una mesa junto a la ventana, un diván contra una pared y un armario contra la otra. A Fiodor le pareció repelente, hostil, completamente «inapropiada» para su vida, como situada a varios fatídicos grados de la verdad (con un rayo de sol polvoriento que representaba la línea de puntos que marca la inclinación de una figura geométrica cuando se hace girar) en relación con ese rectángulo imaginario dentro de cuyos límites podría dormir, leer y pensar; pero incluso aunque por un milagro hubiese podido ajustar su vida al ángulo de esta caja anormal, sus muebles, su color, la vista al patio de asfalto —todo en ella era insoportable, y decidió en seguida que no la alquilaría.

«Bien, aquí la tiene —dijo con jovialidad Shchyogolev—, y al lado está el cuarto de baño. Necesita un poco de limpieza. Ahora, si no le importa...» Chocó violentamente con Fiodor al volverse en el angosto pasillo y, emitiendo un «Och!» de disculpa, le agarró por el hombro. Volvieron al recibidor. «Aquí está la habitación de mi hija, y aquí la nuestra —dijo, y señaló las puertas a derecha e izquierda—. Y esto es el comedor», y abriendo una puerta del fondo, la mantuvo en esta posición durante varios segundos, como si tomara una fotografía de larga exposición. Fiodor paseó la vista por la mesa, un plato de nueces, un aparador... Ante la ventana del extremo, cerca de una mesita de bambú, había un sillón de alto respaldo: sobre sus brazos, en aéreo reposo, se veía un vestido de gasa, azul pálido y muy corto (como se llevaban entonces en los bailes), y en la mesita brillaba una flor plateada y un par de tijeras.

—Eso es todo —dijo Shchyogolev y cerró cuidadosamente la puerta—. Ya lo ve —cómodo, hogareño; todo lo que tenemos es de tamaño reducido, pero no nos falta nada. Si desea comer con nosotros, sea bienvenido, lo hablaremos con mi mujer; entre nosotros, no es mala cocinera. Porque es amigo de la señora Abramov, le cobraremos lo mismo que a ella, no le maltrataremos, vivirá como el pez en el agua —y Shchyogolev rió jugosamente.

—Sí, creo que la habitación me conviene —dijo Fiodor, tratando de no mirarle—. De hecho, me gustaría trasladarme el miércoles.

—Como guste —repuso Shchyogolev.

¿Ha sentido usted alguna vez, lector, esa tristeza sutil al separarse de una vivienda no amada? El corazón no se destroza como ocurre al separarse de objetos queridos. La mirada húmeda no se pasea reteniendo una lágrima, como si quisiera llevar consigo un tembloroso reflejo del lugar abandonado; pero en el mejor rincón de nuestros corazones nos compadecemos de las cosas que no hemos animado con nuestro aliento, que apenas hemos advertido y que ahora dejamos para siempre. Este inventario ya muerto no resucitará después en la memoria: la cama no nos seguirá, cargando consigo misma; el reflejo de la cómoda no se levantará de su ataúd; sólo la vista desde la ventana vivirá algún tiempo con nosotros, como la fotografía descolorida, clavada a una cruz de cementerio, de un caballero bien peinado, de ojos serenos y cuello almidonado. Me gustaría decirte adiós, pero tú ni siquiera oirías mi saludo. No obstante, adiós. He vivido aquí exactamente dos años, he pensado muchas cosas, las sombras de mi caravana han pasado por este papel de la pared, han crecido lirios de la ceniza de cigarrillo caída sobre la alfombra —pero ahora el viaje ha terminado. Los torrentes de libros han vuelto al océano de la biblioteca. Ignoro si leeré algún día los borradores y extractos amontonados bajo la ropa interior de la maleta, pero sé que nunca volveré a ver esta habitación.