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Desde el recibidor llegó el irritante repiqueteo del teléfono. Por acuerdo tácito, Fiodor lo atendía cuando los demás estaban fuera. ¿Y si no me levantase ahora? El timbre continuó mucho rato, con breves pausas para recobrar el aliento. No quería morir; había que matarlo. Incapaz de resistirlo, con una maldición, Fiodor ganó el recibidor a velocidad de fantasma. Una voz rusa preguntó, irritada, con quién hablaba. Fiodor la reconoció instantáneamente: era una persona desconocida —por capricho del destino, un compatriota —que ya se había equivocado de número el día anterior y ahora, debido a la similitud de las cifras, volvía a equivocarse. «Por el amor de Dios, desaparezca», dijo Fiodor, colgando con airada premura. Visitó un momento el cuarto de baño, bebió en la cocina una taza de café frío y corrió de nuevo a la cama. ¿Cómo te llamaré? ¿Media-Mnemosine? También en tu apellido hay un medio resplandor. Es tan extraño para mí vagar, contigo oh, mi media fantasía, por el oscuro Berlín. Hay un banco bajo el árbol traslúcido. Estremecimientos y sollozos te reaniman allí, y en tu mirada veo toda la maravilla de la vida, y veo la pálida y bella refulgencia de tus cabellos. En honor de tus labios cuando besan los míos, podría inventar un día una metáfora: nieves de las montañas tibetanas, resplandor que danza, y un cálido manantial junto a flores salpicadas de escarcha. Nuestra pobre propiedad nocturna —ese húmedo brillo del asfalto, aquella valla y aquel farol— conducida por la imaginación para ganar a la noche un mundo de belleza. Eso no son nubes —sino estribaciones altas como las estrellas; no son persianas iluminadas — sino luz del campamento sobre una tienda! Oh, júrame que mientras la sangre palpite, serás fiel a lo que vamos a inventar.

A mediodía se oyó el hurgar de una llave (ahora pasamos al ritmo de la prosa de Bely), y la cerradura reaccionó como debía, con un castañeteo: era Marianna (relleno) Nikolavna, que volvía del mercado; con pasos fuertes y un desagradable crujido de su impermeable, acarreó una cesta de provisiones de quince kilos de peso por delante de su puerta y hasta la cocina. ¡Musa del ritmo de la prosa rusa! Di adiós para siempre a los tristes dactilicos del autor de Moscú. Ahora había desaparecido toda sensación de comodidad. Ya no quedaba nada de la matutina capacidad de tiempo. La cama se había convertido en la parodia de una cama. En los sonidos de la cocina, donde se preparaba la comida, había un reproche desagradable, y la perspectiva de lavarse y afeitarse parecía tan tediosa e imposible como la perspectiva de los primitivos italianos. Y también de esto tendrás que separarte algún día.

Las doce y cuarto, las doce y veinte, las doce y media... Se permitió un último cigarrillo en el calor tenaz, aunque ya aburrido, de la cama. El anacronismo de la almohada se hacía cada vez más evidente. Se levantó sin terminar el cigarrillo y pasó inmediatamente de un mundo de muchas dimensiones interesantes a uno restringido y exigente, de presión distinta, que al momento cansó su cuerpo y le provocó dolor de cabeza; a un mundo de agua fría: hoy no funcionaba la caliente.

Una resaca poética, depresión, el «animal triste»... La víspera había olvidado enjuagar su máquina de afeitar, entre los dientes había una espuma pétrea, la hoja estaba oxidada —y no tenía otra. Un pálido autorretrato le miraba desde el espejo con los ojos serios de todos los autorretratos. En un punto delicado de un lado del mentón, entre los pelos crecidos durante la noche (¿cuántos metros de pelo cortaré en mi vida?), había aparecido un grano amarillento que se convirtió al instante en el centro de la existencia de Fiodor, lugar de reunión de todas las sensaciones desagradables que ahora acudían desde diferentes partes de su ser. Lo reventó —aunque sabía que después se hincharía hasta el triple de su tamaño. Qué horrible era todo esto. Entre la fría espuma de afeitar surgía el pequeño ojo escarlata: L'oeil regardait Cdin. La hoja no producía efecto en los pelos, y su tacto rasposo cuando los tocó con los dedos le infundió un sentimiento de infernal desesperanza. En las proximidades de la nuez aparecieron gotitas de sangre, pero los pelos seguían allí. La Estepa de la Desesperación. Por añadidura, en el cuarto de baño la luz era escasa, y aunque hubiera encendido la bombilla, el amarillo de siempreviva de la electricidad diurna no habría servido de nada. Después de afeitarse de cualquier manera, se metió cautelosamente en la bañera y gimió bajo el impacto glacial de la ducha; entonces se equivocó de toalla y pensó con desaliento que olería todo el día a Marianna Nikolavna. La piel del rostro, de repugnante aspereza, le escocía, sobre todo en un punto diminuto de un lado del mentón. De repente sacudieron con vigor el picaporte de la puerta del cuarto de baño (Shchyogolev había vuelto). Fiodor Konstantinovich esperó a que los pasos se alejaran, y entonces volvió corriendo a su habitación.

Poco después entró en el comedor. Marianna Nikolavna estaba sirviendo la sopa. Besó su mano áspera. La hija, recién llegada del trabajo, se acercó a la mesa con pasos lentos, cansada y al parecer aturdida por la oficina; se sentó con graciosa languidez —un cigarrillo entre los dedos esbeltos, polvos en los párpados, un chaleco de seda color turquesa, el cabello corto y rubio apartado de las sienes, malhumor, silencio, ceniza. Shchyogolev bebió de un trago una copita de vodka, metió una punta de la servilleta dentro del cuello y empezó a sorber la sopa, mirando a su hijastra por encima de la cuchara, afable pero cautelosamente. Ella mezcló con lentitud un blanco signo de exclamación de crema agria en su borshch, pero después, se encogió de hombros, y dejó el plato a un lado. Marianna Nikolavna, que la miraba con atención, tiró la servilleta sobre la mesa y salió del comedor.

—Vamos, come, Aída —instó Shchyogolev, sacando los labios húmedos. Sin una palabra de réplica, como si él no existiera —sólo temblaron las ventanas de su fina nariz—, ella se volvió en la silla, torció fácil y naturalmente su largo cuerpo, alcanzó un cenicero del aparador que tenía a su espalda, lo colocó junto a su plato y echó en él un poco de ceniza. Marianna Nikolavna, con una mirada ofendida que oscurecía su abundante y torpe maquillaje, volvió de la cocina. Su hija puso el codo izquierdo sobre la mesa, se apoyó un poco en él y empezó lentamente la sopa.

—Bueno, Fiodor Konstantinovich —dijo Shchyogolev, que ya había satisfecho los primeros embates del hambre—, ¡parece que las cosas se van solucionando! ¡Una ruptura completa con Inglaterra, y Hinchuk derrotado! Ya sabe usted que el asunto empieza a oler a algo serio. ¡Recordará que el otro día dije que el disparo de Koverda era la primera señal! ¡Guerra! Se ha de ser muy, muy ingenuo para negar que es inevitable. Juzgue usted mismo: En el Extremo Oriente, Japón no puede permitir...

Y Shchyogolev se embarcó en una discusión sobre política. Como muchos charlatanes no asalariados pensaba que podía combinar los reportajes de charlatanes asalariados que leía en los periódicos y formar con ellos un esquema ordenado, con el cual una mente lógica y sensata (en este caso la suya) podía explicar y prever sin esfuerzo multitud de sucesos mundiales. Los nombres de naciones y de sus máximos representantes se convertían en sus manos en algo parecido a letreros de recipientes más o menos llenos, pero idénticos en esencia, cuyo contenido derramaba a un lado y otro. Francia TEMÍA algo, por lo que jamás PERMITIRÍA una cosa así. Inglaterra se PROPONÍA algo. Este estadista ANSIABA un acercamiento, mientras el otro quería aumentar su PRESTIGIO. Alguien TRAMABA y alguien LUCHABA por algo. En suma, el mundo creado por Shchyogolev era una especie de colección de matones limitados, abstractos, sin humor y sin rostro, y cuanto más cerebro, astucia y circunspección hallaba en sus actividades mutuas, tanto más estúpido, vulgar y sencillo era su mundo. El asunto llegaba a ser temible cuando se tropezaba con otro amante similar de los pronósticos políticos. Por ejemplo, de vez en cuando invitaban a comer cierto coronel Kasatkin, y entonces la Inglaterra de Shchyogolev no chocaba con otro país de Shchyogolev sino con la Inglaterra de Kasatkin, igualmente inexistente, por lo que en cierto sentido las guerras internacionales se convertían en guerras civiles, aunque los bandos contendientes existían a diferentes escalas que nunca podrían entrar en contacto. Ahora, mientras escuchaba a su patrón, Fiodor estaba asombrado por el parecido familiar que había entre las naciones mencionadas por Shchyogolev y las diversas partes del cuerpo de éste: así «Francia» correspondía a la advertencia de sus cejas levantadas; cierta clase de «limítrofes» a los pelos de las ventanas de su nariz, cierto «pasillo polaco» recorría su esófago; «Danzig» era el rechinar de sus dientes; y Rusia, el trasero de Shchyogolev.