Habló a lo largo de los dos platos siguientes ( gulash, kissel), tras lo cual se hurgó los dientes con una cerilla rota y se fue a dormir la siesta. Marianna Nikolavna lavó los platos antes de hacer lo mismo. Su hija, sin haber pronunciado una sola palabra, volvió a la oficina.
Fiodor había tenido el tiempo justo de quitar las sábanas del diván cuando llegó un alumno, hijo de un dentista emigrado, chico grueso y pálido, con gafas de montura de concha y una pluma estilográfica en el bolsillo de la chaqueta. Como asistía a una escuela superior berlinesa, el pobre muchacho estaba tan empapado de los hábitos locales que incluso en inglés cometía los mismos errores irremediables que cualquier alemán obtuso. No había poder en la tierra, por ejemplo, que le impidiera usar el pretérito imperfecto en lugar del pretérito simple, y esto dotaba a cada una de sus casuales actividades del día anterior de una especie de permanencia estúpida. Con la misma obstinación manejaba el «also» inglés con el «also» alemán, y tras vencer el espinoso final de la palabra «clothes», añadía invariablemente una superflua sílaba sibilante ( «clothesses»), como si se deslizara tras haber pasado un obstáculo. Sin embargo, se expresaba en inglés con bastante facilidad y sólo había buscado un maestro porque quería obtener la calificación máxima en el examen final. Era pagado de sí mismo, locuaz, obtuso y germánicamente ignorante; es decir, trataba todo cuanto no sabía con escepticismo. Por creer con firmeza que el lado humorístico de las cosas tenía desde hacía tiempo su lugar apropiado (la última página de un semanario ilustrado berlinés), jamás reía, o se limitaba a una sonrisita condescendiente. Lo único que podía divertirle un poco era una anécdota sobre una ingeniosa operación financiera. Toda su filosofía de la vida se reducía a la proposición más simple: el pobre es desgraciado, el rico es feliz. Esta felicidad legalizada gozaba del alegre acompañamiento de música bailable de la mejor calidad, tocada por diversos instrumentos de gran complicación técnica. Siempre hacía lo posible por llegar a la lección un poco antes de la hora y marcharse un poco después.
Con el tiempo justo para su siguiente prueba, Fiodor salió con él, y éste, mientras le acompañaba hasta la esquina, intentó recoger unas cuantas expresiones inglesas gratis, pero Fiodor, con seco deleite, pasó al ruso. Se separaron en el cruce. Era un cruce ventoso y desmedrado, que no llegaba del todo a la categoría de plaza a pesar de tener una iglesia, y un jardín público, y una farmacia en la esquina, y unos retretes públicos rodeados de tuyas, e incluso un islote triangular con un quiosco, ante el cual los conductores de tranvía se regalaban con un vaso de leche. Multitud de calles divergentes en todas direcciones, que saltaban de las esquinas y bordeaban los mencionados lugares de oración y refrigerio, lo convertían todo en uno de estos pequeños grabados esquemáticos en que están representados, para edificación de motoristas incipientes, todos los elementos de la ciudad, todas sus posibilidades de choque. A la derecha se veían las puertas de la estación terminal de tranvías y tres hermosos abedules perfilados contra el fondo de cemento, y si, por ejemplo, un conductor distraído olvidaba detenerse ante el quiosco, tres metros antes de la parada (una mujer cargada de paquetes intentaba invariablemente apearse y todo el mundo se lo impedía), a fin de desviar el trole con la punta de su vara de hierro (por desgracia, tal distracción no ocurría casi nunca), el tranvía entraría solemnemente bajo la cúpula de cristal donde pasaba la noche y era atendido. La iglesia que se elevaba a la izquierda estaba rodeada de un bajo cinturón de hiedra; en el arriate que la circundaba crecían varios oscuros arbustos de rododendros con flores de color púrpura, y por las noches solía verse aquí a un hombre misterioso con una misteriosa linterna, que buscaba gusanos en la hierba —¿para sus pájaros, para pescar? Frente a la iglesia, al otro lado de la calle, bajo los destellos de un rociador de césped que giraba con el fantasma de un arco iris en sus brazos húmedos, estaba el verde césped apaisado del jardín público, con árboles jóvenes a ambos lados (un abeto plateado entre ellos) y un sendero en forma de pi, en cuyo lugar más sombreado había una pista de arena para los niños. Detrás del jardín había un campo de fútbol abandonado, a lo largo del cual Fiodor avanzaba hacia la Kurfürstendamm. El verde de los tilos, el negro del asfalto, los neumáticos de camión apoyados contra las rejas de una tienda de accesorios para coches, la radiante y joven novia en un anuncio de una marca de margarina, el azul del rótulo de una taberna, el gris de las fachadas, que envejecían a medida que se acercaban a la avenida —todo esto centelleó a su paso por centésima vez. Como siempre, cuando estaba a pocos pasos de la Kurfürstendamm vio su autobús dando la vuelta delante de él; la parada estaba inmediatamente después de la esquina, pero Fiodor no llegó a tiempo y se vio obligado a esperar el siguiente. Encima de la entrada de un cine habían erigido un gigante de cartón negro, con los pies abiertos, la mancha de un bigote en el rostro blanco, un bombín en la cabeza y un bastón torcido en la mano. En la terraza de un café cercano y en sillones de mimbre se arrellanaban hombres de negocios en actitudes idénticas, con las manos en idéntica posición sobre el regazo, todos ellos muy parecidos entre sí en lo referente a narices y corbatas pero probablemente distintos en el grado de su solvencia; y junto a la acera había un coche pequeño con una aleta muy deteriorada, ventanillas rotas y un pañuelo ensangrentado sobre el estribo; media docena de personas continuaban a su alrededor, mirándolo con la boca abierta. Todo estaba salpicado de sol; un hombre diminuto, de barba teñida, que llevaba polainas de tela, tomaba el sol en un banco verde, de espaldas al tráfico, mientras en la acera de enfrente una anciana mendiga, de rostro sonrosado, cuyas piernas habían sido amputadas justo en la pelvis, se hallaba como un busto apoyada contra una pared, vendiendo paradójicos cordones de zapatos. Entre las casas se veía un solar vacío y en él, modesta y misteriosamente, algo estaba en flor; más allá, las continuas y grises fachadas posteriores de las casas, que parecían haberse vuelto para marcharse, ostentaban blanquecinos dibujos, extraños, atractivos y al parecer completamente autónomos, que recordaban un poco los canales de Marte y también algo muy distante y olvidado a medias, como una expresión accidental de un cuento de hadas escuchado una vez o un viejo paisaje de una comedia desconocida.
Por la escalera de caracol del autobús recién llegado bajaba un par de encantadoras piernas de seda: sabemos, naturalmente, que de esto han abusado hasta la saciedad los esfuerzos de mil escritores masculinos, pero no obstante, estas piernas bajaban —y engañaban: el rostro era repelente. Fiodor subió, y el revisor, desde el piso de arriba, golpeó la chapa con la palma para indicar al conductor que ya podía arrancar. Por este lado, los extremos de suaves ramas de arce rozaban el anuncio de pasta dentífrica —y habría sido agradable mirar la calle desde el piso superior, ennoblecida por la perspectiva, de no ser por el eterno y gélido pensamiento: ahí está, una variante de hombre, especial, rara, aún no descrita ni denominada, que se ocupa en Dios sabe qué, corriendo de lección en lección, que malgasta su juventud en una tarea vacía y aburrida, en la mediocre enseñanza de lenguas extranjeras —cuando tiene su propia lengua, con la que puede hacer lo que quiera —un enano, un mamut, un millar de nubes diferentes. Lo que realmente debería enseñar era aquel algo misterioso y refinado que solamente él —entre diez mil, cien mil, tal vez incluso un millón de hombres —sabía cómo se enseñaba: por ejemplo —pensar a múltiples planos: uno mira a una persona y la ve tan claramente como si estuviera hecha de cristal y uno fuera el soplador, y al mismo tiempo, sin interferir en absoluto con aquella claridad, uno observa también alguna insignificancia —como la similitud de la sombra del auricular del teléfono con una hormiga gigante, ligeramente aplastada, y (todo esto de modo simultáneo) a esta convergencia se une un tercer pensamiento —el recuerdo de una tarde soleada en una pequeña estación ferroviaria rusa; es decir, imágenes que no tienen una conexión racional con la conversación que uno está sosteniendo mientras la mente da vueltas en torno al exterior de las propias palabras y al interior de las del interlocutor. O bien: una piedad lacerante —hacia la caja de hojalata en un montón de basura, hacia el envoltorio de cigarrillos de la serie Trajes Nacionales pisada sobre el barro, hacia la pobre palabra repetida al azar por la criatura bondadosa, débil y amable que acaba de ser reprendida por nada, hacia todos los desechos de la vida que, por medio de una momentánea destilación alquímica —el «experimento real»—, se convierte en algo valioso y eterno. O bien: la sensación constante de que nuestros días aquí son sólo calderilla, céntimos que tintinean en la oscuridad, y que en alguna parte está acumulada la verdadera riqueza, de la cual la vida tendría que saber cómo obtener dividendos en forma de sueños, lágrimas de felicidad, montañas distantes. Todo esto y mucho más (empezando con el muy raro y doloroso «sentido del cielo estrellado», que al parecer sólo se menciona en un tratado [ Viajes del espíritu, de Parker], y terminando con sutilezas profesionales en la esfera de la literatura seria), podría enseñar él, y enseñarlo bien, a quienquiera que lo deseara, pero nadie lo deseaba —y nadie podía desearlo, pero era una lástima, cobraría cien marcos por hora, como ciertos profesores de música. Y al mismo tiempo encontraba divertido refutarse a sí mismo: todo esto es una insensatez, las sombras de la insensatez, sueños presuntuosos. Soy sencillamente un pobre y joven ruso que vende el excedente de su educación de caballero, mientras garabatea versos en su tiempo libre; éste es el total de mi pequeña inmortalidad. Pero ni siquiera esta sombra de pensamiento polifacético, este juego de la mente consigo misma, tenía presuntos alumnos.