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El autobús seguía su marcha —y al poco rato llegó a su destino —la casa de una mujer sola y solitaria, muy atractiva a pesar de sus pecas, que siempre llevaba un vestido negro escotado y tenía unos labios como lacre en una carta que no contiene nada. Miraba continuamente a Fiodor con curiosidad pensativa, pero no sólo no se interesaba por la notable novela de Stevenson que leían juntos desde hacía tres meses (y previamente habían leído a Kipling al mismo ritmo) sino sin comprender una sola frase, y anotaba palabras como se anota la dirección de alguien a quien se sabe que nunca se visitará. Incluso ahora —o con más exactitud, precisamente ahora y con mayor agitación que antes, Fiodor (pese a estar enamorado de otra que era incomparable en fascinación e inteligencia) se preguntó qué ocurriría si colocaba la palma sobre esta mano un poco temblorosa, de uñas puntiagudas, que se hallaba tan invitadoramente próxima —y porque sabía que ocurriría, el corazón empezó a latirle con fuerza y los labios se le secaron al instante; en este punto, sin embargo, le serenó involuntariamente cierta entonación de ella, su risita, el olor de un perfume que siempre usaban las mujeres a quienes gustaba, mientras que a él le resultaba insoportable su fragancia vulgar y empalagosa. Era una mujer vacía y taimada, con apatía en el alma; pero incluso ahora, que la lección había terminado y ya volvía a estar en la calle, se sintió dominado por una vaga sensación de fastidio; podía imaginar mucho mejor que antes, en su presencia, lo alegre y dócilmente que su cuerpo pequeño y compacto habría respondido probablemente a todo, y con dolorosa claridad vio en un espejo imaginario su mano en la espalda de ella y la cabeza de suaves cabellos de un castaño rojizo echada hacia atrás, y entonces, de modo significativo, el espejo se vació y él sintió la más trivial de todas las sensaciones de la tierra: la punzada de una oportunidad perdida.

No, no era así —no había perdido nada. El único deleite de estos abrazos irrealizables era su facilidad de evocación. Durante los últimos diez años de juventud solitaria y reprimida, vividos sobre un risco donde siempre había un poco de nieve y que estaba muy alejado de la pequeña ciudad cervecera al pie de la montaña, se había acostumbrado a la idea de que entre el engaño del amor casual y la dulzura de su tentación existía un vacío, una brecha en la vida, una ausencia de cualquier acción real por su parte, por lo que a veces, cuando miraba a una muchacha, imaginaba simultáneamente la estupenda posibilidad de dicha y repugnancia por su inevitable imperfección —cargaba este instante con una imagen romántica, pero disminuía su tríptico por la parte del centro. Sabía, por tanto, que su lectura de Stevenson nunca la interrumpiría una pausa dantesca, sabía que si tenía lugar tal interrupción, no sentiría nada, excepto una frialdad devastadora, porque las exigencias de la imaginación eran imposibles de satisfacer, y porque la vacuidad de una mirada, perdonada a causa de unos ojos húmedos y bellos, correspondía inevitablemente a un defecto todavía oculto —la expresión vacua de los pechos, que era imposible perdonar. Pero a veces envidiaba la sencilla vida amorosa de otros hombres y su probable modo de silbar mientras se quitaban los zapatos.

Después de cruzar la plaza Wittenberg, donde, como en una película en color, las rosas se mecían con la brisa en torno a unas antiguas escaleras que conducían a una estación de metro, se dirigió a la librería rusa: entre lecciones había una rendija de tiempo libre. Como ocurría siempre que pasaba por esta calle (que empezaba bajo las promesas de unos enormes almacenes donde se vendían todas las formas del mal gusto local, y terminaba después de varios cruces en una calma burguesa, con sombras de álamos en el asfalto, lleno de rayas hechas con tiza para el juego del aeroplano), encontró a un anciano escritor de San Petersburgo, morbosamente amargado, que llevaba abrigo en verano para ocultar el mal estado de su traje, hombre de terrible delgadez, ojos pardos saltones, arrugas de escrupulosa repugnancia en torno a la boca de simio y un largo pelo curvado que crecía de un gran poro negro de su ancha nariz —detalle que atraía mucho más la atención de Fiodor Konstantinovich que la conversación de este astuto intrigante, que en cuanto encontraba a alguien se embarcaba en algo parecido a una fábula, larga y complicada anécdota de antaño que resultaba ser simplemente el preludio de algún divertido chisme sobre un mutuo conocido. Fiodor acababa de deshacerse de él cuando divisó a otros dos escritores, un moscovita triste y de buen carácter cuyo porte y aspecto recordaba algo al Napoleón del período insular, y un poeta satírico del periódico ruso emigrado de Berlín, hombre frágil, de ingenio bondadoso y voz baja y ronca. Estos dos, como su predecesor, aparecían invariablemente en esta zona, que usaban para lentos paseos, ricos en encuentros, por lo que parecía que a esta calle alemana se había incorporado el fantasma vagabundo de un bulevar ruso, o era, por el contrario, una calle rusa donde tomaban el aire varios nativos, rodeados de los pálidos fantasmas de innumerables extranjeros que pululaban entre estos nativos como una alucinación familiar y apenas perceptible. Charlaron sobre el escritor que acababan de encontrar, y Fiodor se escabulló. A los pocos pasos distinguió a Koncheyev, que mientras caminaba iba leyendo el folletín de la última página del periódico ruso emigrado de París, con una sonrisa angelical en su cara redonda. El ingeniero Kern salió de una tienda rusa de comestibles, al tiempo que metía con cuidado un paquetito en la cartera que apretaba contra su pecho, y en una calle transversal (como la confluencia de personas en un sueño o en el último capítulo de Humo, de Turguenev), vislumbró a Marianna Nikolavna Ehchyogolev con otra dama, bigotuda y muy corpulenta, que tal vez era madame Abramov. Inmediatamente después, Alexander Yakovlevich Chernyshevski cruzó la calle —no, se equivocaba—, un desconocido que ni siquiera se le parecía mucho.