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Fiodor Konstantinovich llegó a la librería. En el escaparate, entre los zigzags, dientes de rueda y numerales de las cubiertas soviéticas (era la época en que estaba de moda poner títulos como Tercer amor, El sexto sentido y Punto diecisiete), vio varias publicaciones emigradas nuevas: una maciza novela del general Kachurin, La princesa roja, Comunicación; de Koncheyev, las ediciones de bolsillo, blancas y puras, de dos novelistas venerables, una antología de poesía recitable publicada en Riga, el volumen minúsculo, del tamaño de la palma, de una poetisa joven, un manual Qué debe saber un conductor, y la última obra del doctor Utin, Los cimientos de un matrimonio feliz. Había también varios viejos grabados de San Petersburgo —en uno de los cuales una transposición espejada había puesto la columna rostrada en el lado incorrecto de los edificios contiguos.

El propietario de la tienda no estaba: había ido al dentista, y ocupaba su lugar, de manera bastante accidental, una joven que leía en un rincón y en una posición muy incómoda la traducción rusa de El túnel, de Kellerman. Fiodor Konstantinovich se acercó a la mesa donde se hallaban los periódicos emigrados. Desdobló el suplemento literario del Noticias ruso de París y vio, con un escalofrío de excitación repentina, que el folletín de Christopher Mortus estaba dedicado a Comunicación. «¿Y si lo aniquila?», logró pensar Fiodor con loca esperanza, oyendo, sin embargo, ya en sus oídos no la melodía de la crítica sino el vasto estruendo de una alabanza ensordecedora. Ávidamente, empezó á leer.

«No recuerdo quién dijo —tal vez Rosanov en alguna parte», comenzaba furtivamente Mortus; y después de esta cita nada auténtica y de algunas ideas expresadas por alguien en un café de París después de una conferencia, se dedicaba a estrechar estos círculos artificiales en torno a la Comunicación, de Koncheyev; pero aun así, ni siquiera al final tocó el centro, y sólo de vez en cuando dirigió un hipnótico gesto en su dirección desde la circunferencia —para volver a girar de nuevo. El resultado era algo parecido a esas espirales negras sobre círculos de cartón que giran eternamente en los escaparates de las heladerías berlinesas, en un insensato esfuerzo por convertirse en ojos de buey.

Se trataba de una «reprimenda» venenosamente despreciativa, sin una sola observación directa, sin un solo ejemplo —y no eran tanto las palabras del crítico como toda su actitud lo que convertía en un fantasma vago y lastimoso un libro que Mortus tenía que haber leído con deleite y del que se guardaba de extraer citas para no perjudicarse a sí mismo con la disparidad entre lo que escribía y aquello sobre lo cual escribía; la crítica entera parecía una séance para convocar a un espíritu acerca del cual ya se ha anunciado previamente que es, si no un fraude, al menos una ilusión de los sentidos. «Éstas poesías —terminaba Mortus —causan en el lector una aversión indefinida pero insuperable. Las personas que admiran el talento de Koncheyev las encontrarán probablemente encantadoras. No lo discutiremos —tal vez lo sean. Pero en estos tiempos difíciles de nuevas responsabilidades, cuando el mismo aire está cargado de una sutil angoisse moral (cuya conciencia es el signo infalible de autenticidad en un poeta contemporáneo), pequeñas poesías, abstractas y melodiosas, sobre visiones soñadoras son incapaces de seducir a nadie. Y verdaderamente, uno las deja con una especie de alivio para pasar a cualquier clase de «documento humano», a lo que puede leerse «entre líneas» en ciertos escritores soviéticos (aunque carezcan de talento), a una confesión ingenua y dolida, a una carta particular dictada por la emoción y la desesperanza.»

Al principio Fiodor Konstantinovich sintió un placer agudo, casi físico, con la lectura de este artículo, pero se dispersó inmediatamente y fue reemplazado por una sensación extraña, como si hubiera tomado parte en un asunto turbio y malévolo. Recordó la sonrisa de Koncheyev de hacía sólo un momento —a propósito de estas mismas líneas, naturalmente —y se le ocurrió que una sonrisa similar podría dirigirse a él, a Gudonov-Cherdyntsev, a quien la envidia había aliado con el crítico. Ahora recordó que el propio Koncheyev, en sus críticas —desde las alturas y, de hecho, con la misma falta de escrúpulos —había atacado más de una vez a Mortus (que en la vida privada, dicho sea de paso, era una mujer de mediana edad, madre de familia, autora en su juventud de excelentes poesías aparecidas en la revista de San Petersburgo, Apolo, y que ahora vivía modestamente a dos pasos de la tumba de Marie Bashkirtsev, y padecía una incurable enfermedad de los ojos que prestaba a cada línea de Mortus una especie de valor trágico). Y cuando Fiodor se dio cuenta de la hostilidad infinitamente halagadora de este artículo, se sintió decepcionado porque nadie escribía así acerca de él.

Hojeó también un pequeño semanario ilustrado que publicaban en Varsovia unos emigrados rusos y encontró una crítica del mismo libro, pero de corte totalmente distinto. Era una critique-bouffe. El redactor local Valentín Linyov, que en algunos números solía desgranar sus informes, imprudentes y no del todo gramaticales impresiones literarias, no sólo era famoso por su incapacidad de criticar un libro con coherencia, sino también por no haberlo leído hasta el final. Usando alegremente al autor como plataforma de lanzamiento, entusiasmado por sus propias paráfrasis, extrayendo frases aisladas en apoyo de sus incorrectas conclusiones, interpretando mal las páginas iniciales y siguiendo a partir de allí una pista falsa, se abría camino hasta el penúltimo capítulo en el estado de bienaventuranza de un pasajero que no sabe (y en su caso, no sabrá nunca) que se ha equivocado de tren. Ocurría invariablemente que después de hojear a ciegas una novela larga o un cuento corto (el tamaño no influía en absoluto), daba al libro un final de su propia cosecha —en general, exactamente opuesto a la intención del autor. En otras palabras, si, por ejemplo, Gogol hubiera sido un contemporáneo y Linyov escribiera acerca de él, Linyov permanecería firme en la inocente convicción de. que Jlestakov era realmente el inspector general. Pero cuando, como ahora, escribía sobre poesía, empleaba ingenuamente el sistema de las llamadas «pasarelas entre citas». Su discusión del libro de Koncheyev se reducía a las respuestas que daba en nombre del autor a una especie de cuestionario de álbum (¿Su flor favorita? ¿Héroe favorito? ¿Qué virtud aprecia más?): «Al poeta —Linyov escribía sobre Koncheyev— le gusta (seguía un rosario de citas, obligatoriamente deformadas por su combinación y las exigencias del caso acusativo). Teme (más sangrientas cepas de verso). Se distrae con (méme jeu); pero por otro lado (tres cuartos de línea convertidos mediante citas en una declaración categórica); a veces le parece que» —y aquí Linyov extraía sin darse cuenta algo más o menos entero:

¡Días de vides maduras! En las avenidas, estatuas azuladas. Los cielos claros apoyados en los hombros de nieve de la patria.

—y era como si la voz de un violín hubiese ahogado súbitamente el zumbido de un cretino patriarcal.

Encima de otra mesa, un poco más lejos, estaban las ediciones soviéticas, y uno podía inclinarse sobre la ciénaga de revistas moscovitas, sobre un infierno de tedio, e incluso tratar de desentrañar la angustiosa contracción de las siglas, llevadas como reses al matadero por toda Rusia y que recordaban de manera horrible las letras de los vagones de carga (los golpes de los parachoques, el estruendo metálico, el engrasador jorobado con su linterna, la penetrante melancolía de las estaciones desiertas, el temblor de los raíles rusos, las infinitas líneas ferroviarias). Entre La Estrellay La linterna roja(estremeciéndose bajo el humo del tren) había una edición de la revista de ajedrez soviética 8X8. Mientras Fiodor la hojeaba, deleitándose en el lenguaje humano de los diagramas de problemas, se fijó en un breve artículo que llevaba la fotografía de un anciano de barba rala, con mirada de fuego tras las gafas; el artículo se titulaba «Chernyshevski y el ajedrez». Pensó que esto podría divertir a Alexander Yakovlevich, y en parte por esta razón y en parte porque en general le gustaban los problemas de ajedrez, tomó la revista; la muchacha, dejando de mal grado a Kellerman, «no podía decir» cuánto costaba, pero sabedora que, de todos modos, Fiodór estaba en deuda con la tienda, le permitió con indiferencia que se la llevara. Él se marchó con la agradable sensación de que podría distraerse en casa. Como no sólo sabía resolver muy bien los problemas, sino que además poseía hasta el grado máximo el don de componerlos, encontraba en ellos, además de un descanso de sus esfuerzos literarios, ciertas misteriosas lecciones. Como escritor conseguía algo semejante a la misma esterilidad de estos ejercicios.