Desde el primer día de su estancia en este piso, Fiodor, suponiendo que necesitaría una paz completa por las tardes, se reservó el derecho de cenar en su habitación. Allí le esperaban ahora sobre la mesa, entre sus libros, dos bocadillos grises con un brillante mosaico de salchichas, una taza de té frío y un plato de kissel rosado (del mediodía). Masticando y sorbiendo, volvió a abrir el 8X8(de nuevo le contempló un entremetido N. G. Ch.) y empezó a gozar con calma de un estudio en que las escasas piezas blancas parecían suspendidas sobre un abismo y no obstante ganaban la partida. Entonces vio cuatro encantadoras jugadas de un maestro americano, cuya belleza no sólo consistía en la oculta operación de mate, disimulada con inteligencia, sino también en que, como respuesta a un ataque tentador pero incorrecto, las negras, retirándose y bloqueando sus propias piezas, lograban construir justo a tiempo un hermético ahogo del rey. Luego, en una de las composiciones soviéticas (P. Mitrofanov, Tver) apareció un bello ejemplo de cómo fracasar estrepitosamente: las negras tenían NUEVE peones —tras haber añadido el noveno en el último momento, a fin de remediar un fallo, como si un escritor hubiese cambiado precipitadamente «es seguro que le hablarán» por el más correcto «sin duda le hablarán», olvidando que la frase siguiente era: «de su dudosa reputación».
De repente sintió un dolor amargo —¿por qué todo en Rusia era ahora tan ostentosamente vulgar, tan hosco y gris, cómo podía haberse dejado embaucar y confundir hasta este punto? ¿O acaso el antiguo impulso «hacia la luz» ocultaba un error fatal, que en el curso de su marcha hacia el objetivo se había hecho cada vez más evidente, hasta que se puso de manifiesto que esta «luz» ardía en la ventana de un director de prisión, y eso era todo? ¿Cuándo había surgido esta extraña dependencia entre el incremento de la sed y el enturbiamiento del manantial? ¿En los años cuarenta? ¿En los sesenta? Y ¿«qué hacer» ahora? ¿No se debía rechazar cualquier nostalgia de la patria, de cualquier patria que no fuera la que está en mí, dentro de mí, adherida a la piel de mis plantas como la arena plateada del mar, que vive en mis ojos, en mi sangre, que da profundidad y distancia al telón de fondo de todas las esperanzas de la vida? Algún día, interrumpiendo mi escritura, miraré por la ventana y veré un otoño ruso.
Unos amigos de los Shchyogolev, que se habían ido a Dinamarca a pasar el verano, dejaron una radio a Boris Ivanovich. Se le oía malgastar el tiempo con ella, quitando volumen a alaridos y estridencias, trasladando muebles espectrales. ¡Extraño pasatiempo! Mientras tanto, la habitación se había oscurecido; sobre los negros perfiles de las casas del otro lado del patio, donde las ventanas ya estaban iluminadas, el cielo tenía un matiz ultramarino, y en los cables negros que unían chimeneas negras brillaba una estrella —que, como cualquier estrella, sólo podía verse bien conmutando la visión, de modo que todo lo demás quedara desenfocado. Apoyó la mejilla en el puño y permaneció sentado ante la mesa, mirando por la ventana. En la distancia un gran reloj (cuya posición siempre se prometía determinar, pero siempre lo olvidaba, tanto más cuanto que nunca era audible bajo la capa de sonidos diurnos) dio lentamente las nueve. Era hora de ir al encuentro de Zina.
Solían encontrarse al otro lado del puente del ferrocarril, en una calle tranquila próxima al Grünewald donde los macizos de las casas (crucigramas oscuros en que no todo estaba lleno de luz amarilla) se veían interrumpidos por solares, huertos y carbonerías («los suspiros y cifras de la oscuridad» —un verso de Koncheyev), y donde había, por cierto, una notable valla hecha de otra que procedía de otro lugar (tal vez de otra ciudad) y que antes circundaba el campamento de un circo ambulante, pero ahora habían colocado las tablas en insensato desorden, como clavadas por un ciego, por lo que los animales circenses pintados una vez en ellas, mezclados durante el transporte, se habían desintegrado en sus partes componentes —aquí había la pata de una cebra, allí el lomo de un tigre, y el anca de un animal aparecía junto a la zarpa invertida de otro: se había cumplido la promesa de otra vida ulterior respecto a la valla, pero la ruptura de sus imágenes terrenas destruía el valor terreno de la inmortalidad; de noche, sin embargo, poco se podía ver de todo ello, mientras las sombras exageradas de las hojas (cerca se encontraba un farol) se dibujaban sobre las tablas con toda lógica, en un orden perfecto —esto servía como una compensación, tanto más cuanto que era imposible trasladarlas a otro lugar, ya que las tablas, al mezclarse, desharían el dibujo: sólo podían trasladarse in toto, junto con la noche entera.
Esperando su llegada. Siempre llegaba tarde, y siempre por un camino diferente del suyo. Así se ponía de manifiesto que incluso Berlín podía ser misterioso. Dentro de la flor del tilo parpadea el farol. Una quietud oscura y meliflua nos envuelve. Por el bordillo se escurre al pasar la propia sombra: así serpentea por una cepa una marta cibelina. El cielo nocturno se funde en un color de melocotón más allá de aquella verja. Allí centellea el agua, allí se muestra vagamente Venecia. Mira aquella calle —va directa hacia China, ¡y aquella estrella refulge sobre el Volga! Oh, júrame que confiarás en los sueños, y sólo creerás a la fantasía, y nunca dejarás que tu alma se oxide en la prisión, ni alargarás el brazo y dirás: una pared de piedra.
Siempre aparecía inesperadamente desde la oscuridad, como una sombra que abandona su elemento. Al principio sus tobillos cogían la luz: los movía muy juntos, como si caminara por una cuerda fina. Su vestido veraniego era corto, del mismo color que la noche, del color de los faroles y las sombras, de los troncos de los árboles y del brillante arroyo —más pálido que sus brazos desnudos y más oscuro que su rostro. Esta clase de verso libre dedicó Blok a Georgi Chulkov. Fiodor besó sus labios suaves, ella inclinó un momento la cabeza en su cuello y entonces, desasiéndose con rapidez, empezó a caminar a su lado, al principio con tanta pena en el rostro como si durante las veinte horas de su separación hubiese ocurrido un desastre sin precedentes, pero luego, poco a poco, se recobró y ahora sonreía —sonreía como nunca durante el día. ¿Qué era lo que más le fascinaba de ella? ¿Su comprensión perfecta, el grado absoluto de su instinto para todo lo que él mismo amaba? Al hablar con ella se podía avanzar sin puentes, y él apenas tenía tiempo de advertir alguna característica divertida de la noche antes de que ella la mencionara. Y no sólo Zina estaba hecha a medida para él, con inteligencia y elegancia, por un destino muy minucioso, sino que ambos, formando una sola sombra, estaban hechos a medida de algo no del todo comprensible, pero maravilloso y benévolo y que les rodeaba sin cesar. Cuando se instaló en casa de los Shchyogolev y la vio por primera vez, tuvo la sensación de que ya sabía muchas cosas acerca de ella, de que incluso su nombre le era familiar desde hacía tiempo, así como ciertas características de su vida, pero hasta que habló con ella fue incapaz de averiguar por qué y cómo lo sabía. Al principio sólo la veía a las horas de comer y la observaba con cuidado, estudiando todos sus movimientos. Ella casi no le hablaba, aunque por ciertos indicios —no tanto por las pupilas de sus ojos como por el brillo que parecía dirigido a él—, Fiodor sentía que ella se fijaba en cada mirada suya y que todos sus movimientos eran reducidos por el tenue velo de aquella misma impresión que estaba causando en él; y como a él le parecía imposible tener alguna parte en su vida, sufría cuando detectaba algo especialmente encantador en ella y le alegraba y aliviaba descubrir algún defecto en su belleza. Sus cabellos rubios, que radiante e imperceptiblemente se fundían en el aire soleado que rodeaba su cabeza, la vena azulada de su sien, otra en el cuello largo y suave, su mano delicada, su codo agudo, la estrechez de sus caderas, la debilidad de sus hombros y la peculiar inclinación hacia delante de su cuerpo lleno de gracia, como si el suelo sobre el que se apresuraba, ganando velocidad como una patinadora, tuviera siempre una ligera pendiente hacia el refugio de la silla o la mesa sobre la cual estaba el objeto que buscaba —todo esto lo percibía él con angustiosa claridad, y luego, durante el día, se repetía una infinidad de veces en su memoria, volviendo cada vez con más pereza, palidez e intermitencias, perdiendo vida y tamaño como resultado de las automáticas repeticiones de la imagen, que se desintegraba hasta convertirse en un mero apunte borroso en el que nada subsistía de la vida original; pero en cuanto la veía de nuevo, todo este trabajo subconsciente, encaminado a la destrucción de su imagen, cuyo poder temía cada vez más, quedaba anulado y la belleza resplandecía nuevamente —su proximidad, la alarmante accesibilidad de ella a su mirada, la unión reconstituida de todos los detalles. Si durante aquellos días hubiera tenido que declarar ante un tribunal pretersensorial (recuerda que Goethe dijo, señalando con el bastón el cielo estrellado: «¡Ahí está mi conciencia!»), no se habría decidido a decir que la amaba —porque hacía mucho tiempo que había comprendido que era incapaz de dar su alma entera a nada ni a nadie: su capital de trabajo le era demasiado necesario para sus asuntos privados; pero por otro lado, cuando la miraba alcanzaba inmediatamente (para volver a caer un minuto después) tales cumbres de ternura, pasión y piedad como muy pocos amores alcanzan. Y por la noche, especialmente tras largos períodos de trabajo mental, salía a medias del sueño, no por el camino de la razón, bien cierto, sino por la puerta trasera del delirio, con un arrebato demente y prolongado, sentía su presencia en la habitación, en un catre preparado con premura y de cualquier manera por un director de escena, a dos pasos de él, pero mientras alimentaba su ardor y se deleitaba en la tentación, en la pequeñez de la distancia, en las divinas posibilidades, que, incidentalmente, no tenían nada de la carne (o mejor, tenían algún dichoso sustituto de la carne, expresado en términos soñadores), le reconquistaba el olvido del sueño, al que volvía, impotente, pensando que todavía conservaba su premio. En realidad, ella nunca aparecía en sus sueños, se contentaba con delegar a diversas representantes y confidentes que no se le parecían pero que producían sensaciones que le ponían en ridículo —de lo cual era testigo la azulada aurora.