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Algo ha desafinado de nuevo, y puede oírse la voz petulante y átona del crítico (tal vez incluso del sexo femenino). Con cálido afecto, el poeta recuerda las habitaciones de la casa familiar donde pasó su infancia. Había sido capaz de infundir mucho lirismo a las descripciones poéticas de los objetos entre los cuales transcurrió. Cuando se escucha con atención... Cuando todos, atenta y devotamente... Los compases del pasado... Así, por ejemplo, describe pantallas, litografías de las paredes, el pupitre de la clase, la visita semanal de los pulidores del suelo (que dejan tras de sí un olor compuesto de «escarcha, sudor y almáciga»), y la comprobación de los relojes:

Los jueves viene de la relojería

un anciano cortés, que procede

a dar cuerda con mano pausada

a todos los relojes de la casa.

Echa una ojeada a su propio reloj

y pone en hora el reloj de la pared.

Se sube a una silla y espera

a que él reloj toque las doce

completamente. Entonces, tras haber hecho bien

su agradable tarea,

coloca sin ruido la silla en su lugar,

y con un ligero zumbido el reloj hace tictac.

Con un breve chasquido ocasional de su péndulo y observando una extraña pausa, como para acumular fuerzas antes de dar la hora. Su tictac, como un centímetro desenrollado, servía de ilimitada medición de mis insomnios. Para mí era tan difícil conciliar el sueño como estornudar sin haberme cosquilleado con algo el interior de la nariz, o suicidarme por un medio que estuviera a disposición del cuerpo (tragándome la lengua o algo parecido). Al principio de la angustiosa noche aún podía ganar tiempo subsistiendo a base de conversaciones con Tania, cuya cama estaba en la habitación contigua; pese a lo ordenado, abríamos un poco la puerta, y entonces, cuando oíamos a nuestra institutriz entrar en su habitación, adyacente a la de Tania, uno de nosotros la cerraba con suavidad: un salto con pies descalzos y luego una zambullida en la cama. Mientras la puerta estaba entreabierta podíamos intercambiar acertijos de dormitorio en dormitorio, enmudeciendo de vez en cuando (aún puedo oír el tono de este doble silencio en la oscuridad), ella para adivinar el mío, yo para pensar en otro. Los míos tendían siempre a ser fantásticos y tontos, mientras Tania era fiel a los modelos clásicos:

« Mon premier est un metal précieux,

mon second est un habitant des cieux,

et mon tout est un fruit délicieux .»

A veces se quedaba dormida mientras yo esperaba pacientemente, en la creencia de que luchaba con mi adivinanza, y ni mis súplicas ni mis imprecaciones lograban desvelarla. Después de esto viajaba durante más de una hora por la oscuridad de mi lecho, arqueando sobre mí la ropa de la cama, a fin de formar una caverna, en cuya distante salida podía vislumbrar un poco de luz oblicua y azulada que no tenía nada en común con mi dormitorio, ni con la noche del Neva, ni con los pliegues oscuros, traslúcidos y exuberantes de las cortinas de las ventanas. La caverna que estaba explorando ocultaba en sus recovecos y grietas una realidad tan soñadora, repleta de tan opresivo misterio, que en mi pecho y en mis oídos se iniciaba un latido semejante al de un tambor ahogado; allí dentro, en sus profundidades, donde mi padre había descubierto una nueva especie de murciélago, divisaba los pómulos altos de un ídolo tallado en la roca; y cuando finalmente me adormecía, una docena de manos fuertes me daban la vuelta y, con un horrible sonido de seda desgarrada, alguien me descosía de arriba a abajo y una mano ágil se introducía dentro de mí y me exprimía vigorosamente el corazón. O bien me convertía en un caballo, gritando con voz mongólica: chamanes tiraban con lazos de sus corvejones, hasta que sus patas se rompían con un crujido y caían en ángulos rectos en relación con el cuerpo —mi cuerpo—, que yacía con el pecho apretado contra la tierra amarilla, y, como señal de una agonía extrema, la cola del caballo se elevaba como una fuente; volvía a caer, y yo me despertaba.

Hora de levantarse. El calefactor da unas palmadas

al brillante revestimiento

de la estufa, para determinar

si el fuego ha llegado arriba.

Así es. Y a su cálido zumbido

la mañana responde con el silencio de la nieve,

un azul con matices rosados,

y una blancura inmaculada.

Es extraño que un recuerdo se convierta en una figura de cera y el querubín crezca sospechosamente en hermosura a medida que su marco se oscurece por la edad —extraños, muy extraños son los percances de la memoria. Emigré hace siete años; este país extranjero ya ha perdido su aureola de extranjerismo, del mismo modo que el mío propio ha dejado de ser una costumbre geográfica. El año siete. El espíritu vagabundo de un imperio adoptó inmediatamente este sistema de cálculo, afín al introducido previamente por el fogoso ciudadano francés en honor de la reciente libertad. Pero los años se suceden, y el honor no es un consuelo; los recuerdos se desvanecen o adquieren un brillo cadavérico, por lo que en vez de maravillosas apariciones, sólo nos queda un abanico de postales. No hay nada que sirva aquí, ni la poesía ni el estereoscopio —ese artilugio que en un siniestro silencio de ojos saltones solía dotar a una cúpula de tal convexidad y rodear a los bañistas de Karlsbad de tan diabólica semblanza de espacio que, tras esta diversión óptica, las pesadillas me atormentaban mucho más que después de un relato de torturas mongólicas. Recuerdo que esta cámara estereoscópica adornaba la sala de espera de nuestro dentista, el americano Lawson, cuya amante francesa, madame Ducamp, arpía de cabellos grises, se sentaba ante el escritorio entre frascos de rojo elixir Lawson, fruncía los labios y se rascaba nerviosamente el cuero cabelludo mientras intentaba encontrar una hora para Tania y para mí, y finalmente, con un esfuerzo y un chillido, conseguía meter su furiosa pluma entre la Princesse Toumanoff, con un borrón al final, y monsieurDanzas, con un borrón al principio. Ésta es la descripción de un viaje en coche a casa de este dentista, que la víspera había advertido que «éste tendrá que arrancarse»...

¿Cómo será estar sentado

dentro de media hora en esta berlina?

¿Con qué ojos miraré estos copos de nieve

y ramas negras de los árboles?