El padre de Zina, Oscar Grigorievich Mertz, había muerto de angina de pecho en Berlín cuatro años atrás, e inmediatamente después de su muerte Marianna Nikolavna se casó con un hombre a quien Mertz no hubiera permitido traspasar su umbral, uno de esos rusos vulgares y engreídos que, cuando se presenta la ocasión, saborean la palabra «yid» como si fuera un higo carnoso. Pero cuando el buen Shchyogolev estaba ausente, aparecía tan orondo en la casa uno de sus dudosos amigos del negocio, un flaco barón báltico con quien Marianna Nikolavna le engañaba, y Fiodor, que había visto al barón una o dos veces, no podía evitar preguntarse con un estremecimiento de repugnancia qué podían encontrar el uno en el otro, y si encontraban algo, qué procedimiento adoptaba esta mujer madura y entrada en carnes y este viejo esqueleto de dientes podridos.
Si a veces era una tortura saber que Zina estaba sola en el piso y que su pacto le impedía hablarle, sufría una tortura completamente distinta cuando Shchyogolev se quedaba solo en casa. Como no amaba la soledad, Boris Ivanovich no tardaba en aburrirse, y, desde su habitación, Fiodor oía el ruidoso incremento de su tedio, como si una exuberancia de bardanas —que pronto crecían hasta su puerta —fuera invadiendo el piso. Suplicaba al destino que algo distrajera a Shchyogolev, pero (hasta que tuvo la radio) la salvación no llegaba. Inevitablemente, se oía el siniestro y cortés golpecito en la puerta, y Boris Ivanovich, sonriendo de forma horrible, se introducía de lado en la habitación. «¿Dormía? ¿Le molesto?», preguntaba al ver a Fiodor tendido sobre el sofá, y entonces, penetrando del todo, cerraba bien la puerta tras de sí y se sentaba a los pies de Fiodor, suspirando. «Un aburrimiento mortal, un aburrimiento mortal», decía, y se embarcaba en algún tema predilecto. Del reino de la literatura, tenía en gran estima L'homme qui assassina, de Claude Farrère, y en el de la filosofía había estudiado los Protocolos de los sabios de Sión. Era capaz de discutir sobre estos dos libros durante horas, y parecía que no había leído nada más en toda su vida. Era generoso con historias sobre la administración de justicia en provincias y con anécdotas judías. En lugar de «bebimos unas copas de champaña y nos fuimos», se expresaba de la siguiente manera: «Reventamos una botella de gaseosa, y hop.» Como ocurre con la mayoría de los charlatanes, sus reminiscencias contenían siempre un conversador extraordinario que le contaba un sinfín de cosas interesantes («No he conocido en toda mi vida a otro hombre tan inteligente», observaba con cierta descortesía) y como era imposible imaginar a Boris Ivanovich en el papel de interlocutor silencioso, había que admitir que se trataba de una forma especial de doble personalidad.
Una vez, al fijarse en unas hojas escritas que había sobre la mesa de Fiodor, dijo, adoptando un nuevo y emocionado tono de voz: «¡Ah, si tuviera tiempo, qué novela descorcharía! Tomada de la vida real. Imagínese algo así: un vejestorio —pero todavía en su mejor forma, fogoso, sediento de felicidad— va a conocer a una viuda y ésta tiene una hija, aún muy pequeñita —ya sabe a qué me refiero—, cuando nada se ha formado, pero pese a ello tiene un modo de andar que le trae a uno loco —una niña frágil, muy rubia, pálida, con ojeras azules —y, claro, ni siquiera mira al vejestorio. ¿Qué hacer? Bien, para abreviar, va y se casa con la viuda. Estupendo. Empiezan a vivir los tres juntos. Desde aquí se puede seguir indefinidamente —la tentación, el eterno martirio, el deseo, las locas esperanzas. Y el resultado, un mal cálculo. El tiempo vuela, él envejece, ella se hace un pimpollo, y no una salchicha. Pasa por tu lado y te chamusca con una mirada de desprecio. ¿Qué tal? ¿No le parece una especie de tragedia a lo Dostoyevski? Verá, esa historia le ocurrió a un gran amigo mío una vez en el país de las hadas, cuando Old King Cole era un viejo alegre», y Boris Ivanovich, desviando la mirada de sus ojos oscuros, frunció los labios y emitió un sonido ruidoso y melancólico.
«Mi media naranja —contó en otra ocasión —fue durante veinte años la esposa de un circunciso y se mezcló con toda una chusma de parientes políticos judíos. Tuve que hacer un gran esfuerzo para eliminar aquel tufo. Zina (llamaba alternativamente a su hijastra Zina o Aída, de acuerdo con su humor), gracias a Dios, no tiene nada específico; tendría usted que ver a su prima, una de esas morenitas gordas, ya sabe, con vello sobre el labio superior. De hecho, se me ha ocurrido pensar que a mi Marianna, cuando era madame Mertz, le interesaban otras cosas; ya sabe usted que no se puede evitar la atracción de la propia raza. Deje que ella misma le cuente cómo se ahogaba en aquel ambiente, qué clase de parentela adquirió —¡ oh, mein Gott! —todos graznando en la mesa y ella sirviendo el té. Y pensar que su madre era dama de honor de la emperatriz y que ella misma fue a la escuela Smolny para señoritas —y luego va y se casa con un judío— todavía no puede explicarse cómo ocurrió: dice que era rico y ella una estúpida, se conocieron en Niza y ella huyó a Roma con él —ya sabe, a! aire libre todo parecía diferente—, pero cuando el pequeño clan se cerró en torno a ella, comprendió que estaba atrapada.»
Zina lo contaba de un modo muy diferente. En su versión, la imagen de su padre tenía algo del Swann de Proust. El matrimonio con su madre y su vida posterior estaban matizados por una aureola romántica. A juzgar por sus palabras y a juzgar también por las fotografías de su padre, era un hombre refinado, noble, inteligente y bondadoso, incluso en aquellas envaradas fotografías de salón de San Petersburgo, con una firma dorada en el grueso cartón, que ella le enseñó por la noche bajo un farol, la anticuada exuberancia de su bigote rubio y la altura de sus cuellos no estropeaban sus facciones delicadas y su mirada directa y sonriente. Zina le habló de su pañuelo perfumado, de su pasión por la música y las carreras de caballos, y de la época de su juventud en que derrotó a un gran maestro extranjero de ajedrez y recitaba a Homero de memoria; al hablar con él, Zina elegía cosas que pudieran atraer la imaginación de Fiodor, ya que detectaba algo perezoso y aburrido en su reacción a las referencias que le hacía de su padre, es decir, lo más precioso que podía ofrecerle. El mismo se percató de esta escasa receptividad suya. Zina tenía una cualidad que le hacía sentir incómodo: su vida de familia había desarrollado en ella un orgullo morboso, hasta el punto de que al hablar con Fiodor se refería a su raza con un acento desafiante, como subrayando el hecho de que daba por sentado (hecho que negaba al subrayarlo) que él no sólo consideraba a los judíos sin la hostilidad presente en mayor o menor grado en la mayoría de los rusos, sino que además lo hacía sin la sonrisa glacial de una bondad forzada. Al principio tiró tanto de estas cuerdas que él, indiferente por completo a la clasificación de la gente según su raza, o a las interrelaciones raciales, empezó a sentirse un poco incómodo por ella, y por otro lado, bajo la influencia de su orgullo ardiente y al acecho, sintió una especie de vergüenza personal por escuchar en silencio las detestables sandeces de Shchyogolev y su truco de hablar en ruso imitando un bufo acento judío, como cuando dijo, por ejemplo, a un invitado mojado por la lluvia que había dejado huellas en la alfombra: «¡ Oy, qué suciodnik!»
Durante algún tiempo después de la muerte de su padre, sus viejos amigos y parientes continuaron como siempre visitando a su madre y a ella; pero poco a poco las visitas se espaciaron y acabaron por interrumpirse, excepto un anciano matrimonio que siguió yendo a verlas, compadecido de Marianna Nikolavna, compadecido del pasado y tratando de ignorar a Shchyogolev, que se retiraba a su habitación con un periódico y una taza de té. Pero Zina había mantenido sus contactos con el mundo que su madre traicionó, y en las visitas a estos viejos amigos de la familia cambiaba extraordinariamente, se suavizaba y era más amable (como ella misma observó) y gozaba sentándose a la mesa del té y escuchando las sosegadas conversaciones de los viejos sobre enfermedades, bodas y literatura rusa.
En su casa era desgraciada y despreciaba esta infelicidad. También despreciaba su trabajo, aunque su jefe era judío, pero judío alemán, o sea, ante todo alemán, por lo que no tenía remordimientos al insultarle en presencia de Fiodor. Le habló con tanta nitidez, con tanta amargura y aversión del bufete de abogado donde trabajaba desde hacía dos años, que él lo veía y olía todo como si también acudiera allí todos los días. El ambiente de aquella oficina le recordaba un poco a Dickens (pero en una paráfrasis alemana), un mundo semi-demente de hombres delgados y sombríos y otros repulsivos y rechonchos, subterfugios, sombras negras, narices de pesadilla, polvo, hedor y lágrimas femeninas. Empezaba con una escalera empinada, oscura e increíblemente ruinosa que rivalizaba a la perfección con la siniestra decrepitud del local de la oficina, situación que sólo mejoraba en la oficina del abogado principal, que ostentaba ampulosos sillones y gigantes adornos sobre la mesa cubierta por un cristal. La oficina de los empleados, grande, fea, con ventanas desnudas y trepidantes, se ahogaba bajo un cúmulo de muebles sucios y polvorientos; el sofá era especialmente horrible, de un vago color púrpura y con muelles a la vista, un objeto espantoso y desagradable que había acabado aquí después de pasar por las oficinas de los tres directores: Traum, Baum y Käsebier. Los innumerables estantes que tapaban cada centímetro de pared estaban atestados de tétricas carpetas azules cuyas largas etiquetas sobresalían y por las cuales se arrastraba de vez en cuando un chinche hambriento y pendenciero. Junto a las ventanas trabajaban cuatro mecanógrafas: una era jorobada y gastaba su sueldo en vestidos; la segunda, muchachita esbelta y frívola, su padre, un carnicero, había muerto a manos de su violento hijo, colgado de un gancho para reses; la tercera, chica indefensa que ahorraba lentamente para su equipo de novia, y la cuarta era una mujer casada, rubia exuberante, cuya alma no pasaba de ser una réplica de su apartamento y que contaba de modo conmovedor que después de un día de TRABAJO ESPIRITUAL ansiaba tanto el desahogo del trabajo físico que en cuanto llegaba a su casa abría todas las ventanas y hacía alegremente la colada. El director de la oficina, Hamekke (animal gordo y tosco de pies malolientes y un furúnculo que rezumaba perpetuamente en la nuca, aficionado a recordar que en sus días de sargento hacía limpiar el suelo del barracón con cepillos de dientes a los reclutas torpes), solía perseguir a las dos últimas con especial deleite; a una porque perder el empleo significaría para ella no poder casarse, y a la otra porque en seguida prorrumpía en llanto; aquellas lágrimas ruidosas y abundantes, tan fáciles de provocar, le procuraban un sano placer. Casi analfabeto, pero dotado de un puño de hierro y capaz de captar inmediatamente el aspecto más desagradable de cualquier caso, era muy apreciado por sus jefes, Traum, Baum y Käsebier (un idílico cuadro alemán completo, con mesitas bajo el follaje y una vista maravillosa). A Baum apenas se le veía; las solteras de la oficina encontraban que vestía maravillosamente, y lo cierto era que su traje le sentaba con la misma rigidez que a una estatua de mármol, los pantalones estaban siempre arrugados y llevaba cuello blanco y camisa de color. Käsebier se humillaba ante sus clientes prósperos (en realidad, los tres se humillaban), pero cuando se enfadaba con Zina, la acusaba de darse importancia. El jefe, Traum, era un hombre bajito que llevaba el pelo distribuido de modo que le ocultase la calva, y tenía el perfil de una media luna, manos diminutas y un cuerpo informe, más ancho que gordo. Se amaba a sí mismo con un amor apasionado y completamente correspondido, estaba casado con una viuda rica y entrada en años y, como era actor por naturaleza, procuraba hacerlo todo con elegancia y gastaba miles para la galería mientras regateaba diez céntimos a la secretaria; exigía a sus empleados que se refirieran a su esposa como «die gnadige Frau» («la señora ha telefoneado», «la señora ha dejado un mensaje») y alardeaba de una sublime ignorancia sobre todo cuanto ocurría en la oficina, aunque de hecho lo sabía todo por Hamekke, hasta el último borrón. Por ser uno de los asesores jurídicos de la embajada francesa, hacía frecuentes viajes a París, y como su característica más sobresaliente era una tremenda desfachatez en la persecución de beneficios, buscaba con energía contactos útiles mientras se encontraba allí, pedía sin rubor recomendaciones y molestaba o se imponía a la gente sin advertir los desaires en su piel, semejante a una armadura. Con objeto de ganar popularidad en Francia, escribía libritos en alemán sobre temas franceses ( Tres retratos, por ejemplo, la emperatriz Eugenia, Briand y Sara Bernhardt), y en el curso de su preparación, la recopilación de material se convertía en una recopilación de contactos. Estas obras, precipitadamente escritas en el terrible style modernede la república alemana (y que, en esencia, cedían poco a las obras de Ludwig y Zweig), los dictaba a su secretaria fuera de las horas de trabajo, cuando simulaba de improviso una racha de inspiración, racha que, por cierto, siempre coincidía con un lapso de tiempo libre. Un profesor francés, entre cuyo círculo de amistades se había introducido, contestó, en cierta ocasión a una afectuosa epístola suya con una crítica en extremo contundente (para un francés): «Escribe el nombre Deschanel con accent aigualgunas veces y otras sin él. Como en esto se necesita cierta uniformidad, sería conveniente que tomara una firme decisión en cuanto al sistema que prefiere seguir, y después se atuviera a él. Si por alguna razón desea escribir este nombre correctamente, entonces escríbalo sin accent.» Traum contestó en seguida con una carta impetuosamente agradecida, y a continuación pasó a pedir favores. Oh, qué bien sabía redondear y endulzar sus cartas, qué trinos y gorjeos teutónicos sonaban en la interminable modulación de sus comienzos y conclusiones, qué cortesías: «Vous avez bien voulu bien vouloir...»