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Su secretaria, Dora Wittgenstein, compartía con Zina una oficina pequeña y mohosa. Esta mujer madura, que había trabajado para él durante catorce años, tenía bolsas bajo los ojos, olía a cadáver a través de su barata agua de colonia, que trabajaba hasta cualquier hora y se había marchitado al servicio de Traum, semejaba un infortunado y exhausto caballo a quien hubieran extirpado el sistema muscular y sólo le hubiesen dejado unos cuantos tendones de hierro. Tenía una educación escasa, organizaba su vida de acuerdo con dos o tres conceptos generalmente aceptados y en sus tratos con la lengua francesa se guiaba por ciertas reglas particulares. Cuando Traum escribía su «libro» periódico solía llamarla los domingos para que fuera a su casa, regateaba sobre su sueldo y le hacía trabajar horas extra; y a veces ella informaba orgullosamente a Zina de que el chófer la había llevado a su casa, o por lo menos hasta la parada del tranvía.

Zina no sólo tenía que hacer las traducciones, sino también, como todas las otras mecanógrafas, copiar las largas solicitudes que se presentaban ante los tribunales. Con frecuencia debía asimismo tomar nota en taquigrafía, delante del cliente, de las circunstancias de su caso, que muy a menudo se referían a un divorcio. Todos estos casos eran bastante sórdidos; acumulación de inmundicia y estupidez combinadas. Un individuo de Kottbus, que quería divorciarse de su mujer, quien, según él, era anormal, la acusaba de copular con un gran perro danés; el testigo principal era la portera, que a través de la puerta había oído a la esposa hablando al perro y expresando deleite acerca de ciertos detalles de su organismo.

—Para ti sólo es gracioso —dijo Zina, enfadada—, pero lo cierto es que no puedo continuar, no puedo, y abandonaría inmediatamente toda esta basura si no supiera que en otra oficina habría la misma, o todavía peor. Esta sensación de agotamiento por las tardes es algo fenomenal, se resiste a cualquier descripción. ¿Para qué sirvo ahora? La espalda me duele tanto de escribir a máquina que me gustaría gritar. Y lo peor es que esto no terminará nunca, porque si terminara no habría nada para comer; mamá no sabe hacer nada, ni siquiera podría trabajar como cocinera porque sólo haría que sollozar en la cocina y romper los platos, y su asqueroso marido sólo sabe cómo arruinarse, pues creo que ya estaba arruinado cuando nació. No tienes idea de cuánto le odio, es un cerdo, un cerdo, un cerdo...

—Podríamos hacer jamón con él —observó Fiodor—. Yo también he tenido un día bastante difícil. Quería escribir una poesía para ti, pero aún no la he visto con claridad.

—Querido mío, amor mío —exclamó ella—, ¿puede ser real todo esto: esta valla y aquella estrella borrosa? Cuando era pequeña no me gustaba dibujar nada que no pudiera acabarse, así que no dibujaba vallas porque no pueden acabarse sobre el papel; es imposible imaginar una valla terminada, y siempre dibujaba algo completo, una pirámide o una casa sobre una colina.