—Y a mí me gustaban sobre todo los horizontes, y debajo, líneas en disminución, para representar la estela del sol poniéndose al otro lado del mar. Y el mayor tormento de mi infancia era un lápiz roto o sin afilar.
—Pero los afilados... ¿Te acuerdas del blanco? Siempre era el más largo, no como el rojo y el azul, porque no se usaba mucho, ¿lo recuerdas?
—¡Pero cuánto deseaba gustar! El drama del albino. L'inutile beauté. Sin embargo, después lo utilicé mucho. Precisamente porque dibujaba lo invisible y uno podía imaginar muchas cosas. En general nos esperan posibilidades ilimitadas. Pero ningún ángel, o si tiene que haber un ángel, ha de ser con una enorme cavidad en el pecho y las alas de un híbrido entre un ave del paraíso y un cóndor, y garras para llevarse a la joven alma, no «abrazada», como dice Lermontov.
—Sí, yo también creo que no podemos terminar aquí. No puedo imaginarme que dejemos de existir. En cualquier caso, no me gustaría convertirme en otra cosa.
—¿En luz difusa? ¿Qué te parece eso? No demasiado bueno, diría yo. Estoy convencido de que nos esperan sorpresas extraordinarias. Es una lástima que no podamos imaginar lo que no podemos comparar con nada. El genio es un africano que sueña con la nieve. ¿Sabes qué fue lo que más asombró a los primeros peregrinos rusos cuando cruzaban Europa?
—¿La música?
—No, las fuentes de las ciudades, las estatuas mojadas.
—A veces me molesta que no tengas sentido de la música. Mi padre tenía tanto oído que en ocasiones se tumbaba en el sofá y tatareaba toda una ópera, del principio al fin. Una vez estaba tendido así y alguien entró en la habitación contigua y se puso a hablar con mi madre, y él me dijo: «Esa voz pertenece a fulano, le vi hace veinte años en Carlsbad y me prometió venir a verme un día.» Tan grande era su oído.
—Y yo he visto a Lishnevski hoy y me ha mencionado a un amigo suyo que se le ha quejado de que Carlsbad ya no es lo que era. ¡Aquellos sí que eran buenos tiempos!, le ha dicho: estás con tu vaso de agua y a tu lado ves al rey Eduardo... un hombre guapo e impresionante... con un traje de auténtica tela inglesa... Y ahora, ¿por qué te has ofendido? ¿Qué te ocurre?
—Déjalo. Hay cosas que nunca comprenderás.
—No digas eso. ¿Por qué tienes la piel caliente aquí y fría allí? ¿Sientes frío? Será mejor que eches una mirada a esa mariposa que vuela en torno al farol.
—Hace rato que la he visto.
—¿Quieres decirme por qué las mariposas vuelan hacia la luz? Nadie lo sabe.
—Y tú, ¿acaso lo sabes?
—Siempre tengo la impresión de que lo adivinaré dentro de un minuto si me concentro lo suficiente. Mi padre solía decir que podía ser ante todo una pérdida de equilibrio, como cuando uno aprende a montar en bicicleta y se siente atraído por una zanja. La luz, en comparación con la oscuridad, es un vacío. ¡Mírala cómo describe círculos! Pero aquí hay algo más profundo, lo sabré dentro de un minuto.
—Siento que no escribieras tu libro. Oh, tengo mil planes para ti. Veo con claridad que un día te lanzarás en serio. Escribirás algo portentoso que dejará a todo el mundo con la boca abierta.
—Escribiré —dijo Fiodor Konstantinovich, bromeando— una biografía de Chernyshevski.
—Lo que quieras. Pero ha de ser que muy genuino. No necesito decirte cuánto me gustan tus poesías, pero nunca están del todo a tu altura, todas las palabras son de una talla menor que tus verdaderas palabras.
—O una novela. Es extraño. Me parece recordar mis obras futuras, aunque ni siquiera sé de qué tratarán. Las recordaré completamente y las escribiré. A propósito, dime una cosa: ¿cómo lo ves tú? ¿Vamos a encontrarnos así todas nuestras vidas, sentados de lado en un banco?
—Oh, no —replicó ella con voz musical y soñadora—. En invierno iremos a un baile, y este verano, durante mis vacaciones, iré dos semanas a la orilla del mar y te enviaré una postal de los rompientes.
—Yo también iré dos semanas a la orilla del mar.
—No lo creo. Además, no olvides que tenemos que encontrarnos algún día en la rosaleda del Tiergarten, donde hay la estatua de la princesa con el abanico de piedra.
—Agradables perspectivas —dijo Fiodor.
Pero algunos días después encontró por casualidad el mismo ejemplar de 8X8; lo hojeó, buscando jugadas sin terminar, y al ver que todos los problemas estaban resueltos, dio una ojeada al extracto de dos columnas del diario juvenil de Chernyshevski; lo repasó, sonrió y volvió a leerlo con interés. El estilo irónico y circunstancial, los adverbios insertados meticulosamente, la pasión por el punto y coma, el atasco de una idea a media frase y las torpes tentativas de llevarla adelante (tras las cuales se volvía a estancar en otro lugar, y el autor tenía que empezar de nuevo a preocuparse por ella), el tono machacón e insistente de cada palabra, la movilidad del sentido, similar a las jugadas del caballo, del comentario trivial sobre sus mínimos actos, la pegajosa ineptitud de estos actos (como si una cola de pegar hubiese embadurnado las manos del hombre, y ambas fueran la izquierda), la seriedad, la falta de firmeza, la honradez, la pobreza, todo esto gustó tanto a Fiodor, le asombró y divirtió tanto el hecho de que un autor que tuviera este estilo mental y verbal pudiera ser considerado una influencia en el destino literario de Rusia, que a la mañana siguiente pidió en préstamo a la biblioteca pública las obras completas de Chernyshevski. Y mientras leía, su asombro aumentaba, y este sentimiento contenía una clase peculiar de felicidad.
Cuando, una semana después, aceptó una invitación telefónica de Alexandra Yakovlevna («¿Por qué no se le ve nunca? Dígame, ¿está libre esta noche?»), no llevó consigo la 8X8para enseñarla a sus amigos: ahora esta revistilla tenía para él un valor sentimental, el recuerdo de un encuentro. Entre los invitados vio al ingeniero Kern y a un caballero robusto, taciturno, de mejillas muy suaves y rostro ancho y anticuado, de nombre Goryainov, que era muy conocido porque, sabiendo imitar a la perfección (estirando mucho la boca, emitiendo sonidos húmedos y rumiantes y hablando con voz de falsete) a cierto periodista excéntrico de pésima reputación, se había acostumbrado tanto a esta imagen (que de este modo se vengaba de él) que no sólo estiraba también las comisuras de la boca cuando imitaba a otro conocido suyo, sino que incluso llegó a parecérseles en una conversación normal. Alexander Chernyshevski, más delgado y silencioso después de su enfermedad —el precio de redimir su salud durante un tiempo—, volvía a estar muy animado aquella noche e incluso había recuperado su antiguo tic; pero el fantasma de Yasha ya no estaba sentado en el rincón, con el codo apoyado entre desordenados montones de libros.
—¿Sigue usted satisfecho con su alojamiento? —inquirió Alexandra Yakolevna—. Pues me alegro mucho. ¿No flirtea con la hija? ¿No? Por cierto, el otro día me acordé de que Mertz y yo teníamos algunas amistades comunes —era un hombre maravilloso, un caballero en todos los sentidos de la palabra, pero no creo que a ella le guste mucho admitir su origen. ¿Lo admite? Bueno, no lo sé, pero sospecho que usted no entiende mucho de estas cuestiones.
—En cualquier caso, es una joven de carácter —dijo el ingeniero Kern—. Un día la vi en una reunión del comité del baile. Lo miraba todo por encima del hombro.
—¿Y cómo es su nariz? —preguntó Alexandra Yakovlevna.
—Verá, para serle franco, no la miré con mucha atención, y, en fin de cuentas, todas las muchachas aspiran a ser bellezas. No seamos chismosos.
Goryainov, sentado con las manos cruzadas sobre el estómago, guardaba silencio aparte de un ocasional carraspeo estridente que acompañaba de una extraña sacudida de su carnoso mentón, como si llamara a alguien. «Sí, gracias, me gustaría mucho», decía con una inclinación siempre que le ofrecían mermelada o un vaso de té, y si deseaba comunicar algo a su vecino, no se volvía hacia éí, sino que acercaba más la cabeza, mirando hacia delante, y después de explicarse o formular una pregunta, se apartaba de nuevo con lentitud. En la conversación con él había huecos singulares porque no respondía en modo alguno a su interlocutor, ni le miraba, sino que dejaba vagar por la habitación la mirada parda de sus pequeños ojos de elefante, carraspeando convulsivamente. Cuando hablaba de sí mismo, era siempre en una vena de humor sombrío. Todo su aspecto evocaba por alguna razón las cosas más caducadas, como, por ejemplo: departamento del interior, sopa de verduras fría, chanclos brillantes, nieve estilizada cayendo al otro lado de la ventana, impasibilidad, Stolypin, estatismo.