—Bien, amigo mío —dijo vagamente Chernyshevski, al sentarse junto a Fiodor—, ¿qué me cuenta de sí mismo? No tiene muy buen aspecto.
—¿Recuerda usted —repuso Fiodor— que una vez, hará unos tres años, me dio el afortunado consejo de describir la vida de su renombrado tocayo?
—No, en absoluto —replicó Alexander Yakovlevich.
—Es una lástima —porque ahora estoy pensando en escribirla.
—Oh, ¿de verdad? ¿Lo dice en serio?
—Completamente en serio —dijo Fiodor.
—Pero, ¿cómo se le ha ocurrido una idea tan estrafalaria? —intervino madame Chernyshevski—. Debería escribir, no sé, la vida de Batyushkov o Delvig, por ejemplo, algo de la órbita de Pushkin, pero, ¿para qué la de Chernyshevski?
—Prácticas de tiro —repuso Fiodor.
—Una contestación que es, por no decir otra cosa, enigmática —observó el ingeniero Kern, y el cristal sin montura de sus quevedos brilló cuando trató de cascar una nuez con las palmas. Arrastrándolo por un extremo, Goryainov le pasó el cascanueces.
—¿Por qué no? —dijo Alexander Yakovlevich, emergiendo de una breve meditación—. La idea empieza a gustarme. En nuestros terribles tiempos, en que se pisotea el individualismo y se acalla la mente, debe ser un gozo enorme para un escritor enfrascarse en la brillante era de los años sesenta. Yo lo apruebo.
—Sí, ¡pero está tan alejado de él! —exclamó madame Chernyshevski—. No hay continuidad, no hay tradición. Hablando con franqueza, a mí no me interesaría mucho resucitar todo lo que sentía a este respecto cuando era una estudiante universitaria en Rusia.
—Mi tío —observó Kern, cascando una nuez —fue expulsado de la escuela por leer ¿Qué hacer?
—¿Y qué opina usted? —preguntó Alexandra Yakovlevna, dirigiéndose a Goryainov.
Goryainov extendió las manos.
—No tengo ninguna opinión especial —dijo con voz delgada, como imitando a alguien—. Nunca he leído a Chernyshevski, pero, ahora que lo pienso... ¡qué figura tan aburrida, y que Dios me perdone!
Alexander Yakovlevich se apoyó ligeramente en el respaldo de su sillón, parpadeando, con el rostro ya crispado, ya iluminado por una sonrisa, y manifestó:
—Pues yo apruebo la idea de Fiodor Konstantinovich. Como es natural, muchas cosas de él se nos antojan hoy cómicas y aburridas. Pero en aquella era hay algo sagrado, algo eterno. El utilitarismo, la negación del arte, etc., todo esto es tan sólo una envoltura accidental bajo la cual es imposible no distinguir sus características básicas: consideración hacia toda la raza humana, culto a la libertad, ideas de igualdad —igualdad de derechos. Fue una era de grandes emancipaciones, los campesinos de los terratenientes, el ciudadano del estado, las mujeres del yugo doméstico. Y no olviden que no sólo nacieron entonces los principios del movimiento de liberación ruso —ansia de conocimientos, firmeza de espíritu, heroico altruismo— sino que fue precisamente en esta era, alimentados por ella de un modo u otro, cuando se desarrollaron gigantes tales como Turguenev, Nekrasov, Tolstoi y Dostoyevski. Además, es indudable que el propio Nikolai Gavrilovich Chernyshevski fue un hombre de mente vasta y versátil, de enorme voluntad creadora, y el hecho de que soportara tremendos sufrimientos por amor a su ideología, por amor a la humanidad, por amor a Rusia, redime sobradamente cierta dureza y rigidez de sus opiniones críticas. Además, mantengo que era un crítico soberbio —penetrante, honrado, audaz... ¡Sí, sí, es maravilloso, tiene usted que escribirla!
Hacía rato que el ingeniero Kern se había levantado, y ahora paseaba por la habitación, meneando la cabeza y ansioso por decir algo.
—¿De qué estamos hablando? —exclamó de repente, agarrando el respaldo de una silla—. ¿A quién le importa la opinión de Chernyshevski sobre Pushkin? Rousseau era un pésimo botánico, y yo no me hubiera dejado tratar por el doctor Chejov ni por todo el oro del mundo. Chernyshevski fue ante todo un docto economista y así debería ser considerado, y con todos mis respetos hacia las dotes poéticas de Fiodor Konstantinovich, dudo de que sea capaz de apreciar los méritos y defectos de los Comentarios sobre John Stuart Mill.
—Su comparación es absolutamente equivocada —replicó Alexandra Yakovlevna—. ¡Es ridícula! Chejov no dejó la menor huella en medicina, las composiciones musicales de Rousseau son meras curiosidades, pero en este caso ninguna historia de la literatura rusa puede omitir a Chernyshevski. Pero hay algo más que no comprendo —prosiguió con rapidez—. ¿Qué interés tiene Fiodor Konstantinovich en escribir acerca de personas y tiempos completamente ajenos a su mentalidad? Claro que ignoro cuál será su enfoque. Pero si, hablando claramente, lo que quiere es ridículizar a los críticos progresistas, podría ahorrarse el esfuerzo: Volynski y Eichenwald lo hicieron hace tiempo.
—Oh, vamos, vamos —dijo Alexander Yakovlevich—, das kommt nicht in Frage, esto no viene a cuento. Un joven escritor se interesa por una de las épocas más importantes de la historia rusa y se propone escribir una biografía literaria de una de sus principales figuras. No veo nada extraño en ello. No es muy difícil familiarizarse con el tema, encontrará más libros de los que necesite, y el resto sólo depende del talento. Tú dices enfoque, enfoque. Pero una vez concedido un enfoque inteligente de un determinado tema, el sarcasmo queda excluido a priori, carece de importancia. Al menos, así es como yo lo veo.
—¿Vio cómo atacaron a Koncheyev la semana pasada?
—preguntó el ingeniero Kern, y la conversación tomó otros derroteros.
Ya en la calle, cuando Fiodor se despedía de Goryainov, éste retuvo su mano en la suya, que era grande y suave, y le dijo, arrugando los ojos:
—Permítame decirle, muchacho, que le considero un gran bromista. Ha muerto hace poco el socialdemócrata Belenki —especie de emigrado perpetuo, por así decirlo: le desterró el zar y después el proletariado, por lo que siempre que se recreaba en rememorar, empezaba así: «U nas v Sheneve, chez nous a Genève...» ¿Escribirá usted asimismo sobre él, tal vez?
—No le comprendo —dijo Fiodor en tono inquisitivo.
—No, pero en cambio yo he comprendido perfectamente. Usted va a escribir sobre Chernyshevski tanto como yo sobre Belenki, pero ha puesto en ridículo a su auditorio y sacado a relucir un argumento interesante. Le deseo lo mejor, buenas noches—, y se alejó con paso lento y pesado, apoyándose en el bastón y levantando un hombro un poco más que el otro.
El modo de vida al que se había aficionado mientras estudiaba las actividades de su padre volvió a ser habitual para Fiodor. Era una de esas repeticiones, una de esas «voces» temáticas con las cuales, según todas las reglas de la armonía, el destino enriquece la vida de los hombres observadores. Pero ahora, enseñado por la experiencia, no se permitió el descuido anterior en el empleo de fuentes y adjuntaba a la nota más insignificante la indicación exacta de su origen. Frente a la Biblioteca Nacional, cerca de un estanque de piedra, las palomas se arrullaban entre las margaritas del césped. Los libros solicitados llegaban en un vagoncito que se deslizaba por raíles inclinados hasta los bajos del local aparentemente pequeño, donde esperaban ser distribuidos y donde parecía que había sólo unos cuantos libros en los estantes cuando de hecho se trataba de una acumulación de millares.