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Fiodor abrazaba su parte, luchando con el peso que se desintegraba, y se dirigía a la parada del autobús. Desde el mismo principio la imagen del libro se le había aparecido con extraordinaria claridad en tono y líneas generales, y tenía la sensación de que ya había un lugar preparado para cada detalle que desenterraba y que incluso el trabajo de recopilar material ya estaba bañado por la luz del libro definitivo, como cuando el mar proyecta una luz azul sobre un barco de pesca, y el barco se refleja en el agua junto con esta luz. «Verás —explicó a Zina—, quiero mantenerlo todo al mismo borde de la parodia. Ya conoces esas idiotas «biographies romancees» en que a Byron se le atribuye tranquilamente un sueño extraído de uno de sus propios poemas. Y, por otro lado, tiene que haber un abismo de seriedad, y yo tengo que avanzar por este angosto saliente entre mi propia verdad y su caricatura. Y, lo más esencial de todo, ha de haber una única e ininterrumpida progresión de pensamiento. Tengo que pelar la manzana en una sola tira, sin apartar el cuchillo.»

Mientras estudiaba el tema vio que a fin de sumergirse completamente en él tendría que extender, el período que estudiaba, dos décadas en ambas direcciones. De este modo se dio cuenta de una divertida característica de la época —esencialmente pequeña, pero que resultaría una guía muy valiosa: durante cincuenta años de crítica utilitaria, desde Belinski a Mijailovski, no había un solo moldeador de opinión que no aprovechara la oportunidad de mofarse dé las poesías de Fet. ¡Y en qué monstruos metafísicos se convertían a veces los juicios más sobrios de estos materialistas sobre este o aquel tema, como si la Palabra, logos, se vengara de ellos por ser menospreciada! Belinski, aquel simpático ignorante, que amaba los lirios y las adelfas, que decoraba su ventana con cactus (como Emma Bovary), que guardaba cinco copecs, un tapón de corcho y un botón en la caja vacía desechada por Hegel y que murió de tuberculosis con una alocución al pueblo ruso en sus labios manchados de sangre, sobresaltó la imaginación de Fiodor con perlas de pensamiento realista como, por ejemplo: «En la naturaleza todo es hermoso, exceptuando solamente aquellos grotescos fenómenos que la propia naturaleza ha dejado inacabados y ocultos en la oscuridad de la tierra o el agua (moluscos, lombrices, infusorios, etc.).» De modo similar, en Mijailovski era fácil descubrir una metáfora flotando panza arriba como, por ejemplo: «(Dostoyevski) luchaba como un pez contra el hielo, terminando a veces en las posiciones más humillantes»; este pez humillado le ahorraba a uno de estudiar todos los escritos del «periodista sobre cuestiones contemporáneas». A partir de aquí había una transición directa al combativo léxico del momento actual, al estilo de Stekoov hablando del tiempo de Chernyshevki («El escritor plebeyo que anidó en los poros de la vida rusa... estigmatizó las opiniones rutinarias con el ariete de sus ideas»), o al idioma de Lenin, que en su ardor polémico alcanzó las cumbres de lo absurdo: («Aquí no hay hoja de parra... y el idealista alarga la mano directamente al agnóstico»). Prosa rusa, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre! Un crítico contemporáneo escribió sobre Gogoclass="underline" «Sus personajes son grotescos y deformados, sombras de linternas chinas, y los acontecimientos que describe, imposibles y ridículos», y esto correspondía plenamente a las opiniones mantenidas por Skabichevski y Mijailovski sobre Chejov —opiniones que, como una mecha prendida entonces, ha hecho ahora volar por los aires a estos críticos.

Leyó a Pomyalovski (la honradez en el papel de pasión trágica) y encontró en él esta ensalada de frutas léxica: «pequeños labios como cerezas, de un rojo frambuesa». Leyó a Nekrasov, y notando cierto defecto de periodista urbano en su poesía (frecuentemente encantadora), encontró una aparente explicación de sus vulgarismos en su prosaico Mujeres rusas(«Qué placentero, además, compartir todos los pensamientos con alguien a quien se adora») en el descubrimiento de que a pesar de sus paseos por el campo confundía a los tábanos con los abejorros y avispas (en bandada): «un inquieto enjambre de abejorros», y diez líneas más abajo: los caballos «buscan refugio de las avispas» bajo el humo de una fogata. Leyó a Herzen y de nuevo pudo comprender mejor el defecto (el oropel locuaz) de sus generalizaciones cuando advirtió que este autor, por su escaso conocimiento del inglés (atestiguado por su referencia autobiográfica, que empieza con el divertido galicismo «nazco»), había confundido los sonidos de dos palabras inglesas «beggar» (mendigo) y «bugger» (sodomita) y así había hecho una brillante deducción a propósito del respeto inglés por la riqueza.

Semejante método de evaluación, llevado hasta su extremo, hubiera sido aún más necio que considerar a escritores y críticos como exponentes de ideas generales. ¿Qué importancia tiene que al Sujoshchokov de Pushkin no le guste Baudelaire, y es justo condenar la prosa de Lermontov porque se refiere dos veces a un imposible «cocodrilo» (una vez en serio y otra en una comparación bromista)? Fiodor se detuvo a tiempo, evitando así que la agradable sensación de que había descubierto un criterio fácilmente aplicable se deformara por el abuso.

Leyó mucho —más de lo que había leído nunca—. Al estudiar los cuentos cortos y las novelas de los hombres de los años sesenta, le sorprendió su insistencia en los diversos modos de saludo entre sus personajes. Meditando sobre la servidumbre del pensamiento ruso, ese eterno tributario de esta o aquella Horda Dorada, se dejó entusiasmar por fantásticas comparaciones. Por ejemplo, en el párrafo 146 del Código de censura de 1826, en que se conminaba a los autores a «defender la ética casta y no reemplazarla meramente por la belleza de la imaginación», bastaba con reemplazar «casta» por «cívica» o una palabra semejante a fin de obtener el código de censura particular de los críticos radicales; y similarmente, cuando el reaccionario Bulgarin informó al gobierno, en una carta confidencial, de su disposición a colorear los personajes de la novela que estaba escribiendo para agradar al censor, uno no podía por menos de pensar en la adulación posterior en que cayeron incluso autores como Turguenev ante el Tribunal de la Opinión Pública Progresista; y el radical Shchedrin, que empleó una limonera de carro como arma y ridículizó la enfermedad de Dostoyevski, o Antonovich, que llamó a dicho autor «animal apaleado y moribundo», no eran muy diferentes del derechista Burenin, que persiguió al infortunado poeta Nadson. En los escritos de otro crítico radical, Saitsev, era cómico encontrar, cuarenta años antes de Freud, la teoría de que «todos estos sentimientos estéticos e ilusiones similares que "nos elevan", son tan sólo modificaciones del instinto sexual...»; éste era el mismo Saitsev que llamó a Lermontov «idiota desilusionado», criaba gusanos de seda en su cómodo exilio de Locarno (que nunca salieron del capullo), y a menudo rodaba por las escaleras debido a su miopía.

Fiodor trató de clasificar el revoltijo de ideas filosóficas de la época, y sacó la impresión de que en la misma lista de nombres, en su burlesca consonancia, se manifestaba una especie de pecado contra el pensamiento, una mofa de él, una mancha de la época, en que algunos alababan con extravagancia a Kant, otros a Kont (Comte) y otros a Hegel o Schlegel. Y, por otro lado, empezó a comprender poco a poco que los radicales intransigentes como Chernyshevski, con todos sus ridículos y crasos errores, eran, como quiera que se mirase, verdaderos héroes en su lucha contra el orden de cosas gubernamental (que era todavía más pernicioso y vulgar que su propia fatuidad en el ámbito de la crítica literaria), y que otros de la oposición, los liberales o los eslavófilos, que arriesgaban menos, eran por la misma razón menos dignos que estos férreos provocadores.

Admiraba sinceramente la burla devastadora con que Chernyshevski, enemigo de la pena capital, acogió la proposición de infame benevolencia y mezquina sublimidad hecha por el poeta Zhukovski, de que las ejecuciones se rodearan de un secreto místico (ya que en público, según él, el condenado a muerte adopta una actitud impávida y desafiante que redunda en descrédito de la ley), de modo que los asistentes a una ejecución en la horca no pudieran ver nada y sólo oír solemnes himnos religiosos detrás de una cortina, lo cual daría un carácter conmovedor al acto. Y mientras leía esto, Fiodor recordó haber oído decir a su padre que es innato en todos los hombres el sentimiento de algo insuperablemente anormal en la pena de muerte, algo parecido a la misteriosa acción invertida de un espejo, que convierte en zurdo a todo el mundo: no en vano todo se invierte para el verdugo: la collera está puesta del revés cuando llevan al bandido Razin al cadalso; el vino del verdugo no se sirve con un giro natural de la muñeca, sino con el revés de la mano; y si, de acuerdo con el código suavo, a un actor insultado se le permitía buscar satisfacción atacando a la sombra del ofensor, en China era precisamente un actor —una sombra— quien desempeñaba el papel de verdugo, relevando así de toda responsabilidad al mundo de los hombres y transfiriéndola al del interior de los espejos.