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Intuyó claramente un engaño a escala gubernamental en las acciones del «Libertador del zar», quien muy pronto se cansó de toda esta cuestión de conceder libertades; porque fue el tedio del zar lo que prestó el matiz principal a la reacción. Después del manifiesto, la policía disparó contra la muchedumbre en la estación de Bezdna —y la vena epigramática de Fiodor se recreó en la insípida tentación de considerar el destino ulterior de los dirigentes de Rusia como el trayecto entre las estaciones de Bezdna(sin fondo) y Dno(fondo).

Gradualmente, como resultado de todas estas incursiones al pasado del pensamiento ruso, fue generando una nueva añoranza de Rusia que era menos física que antes, un deseo peligroso (contra el que luchó con éxito) de confesarle algo y convencerla de algo. Y mientras acumulaba conocimientos, mientras extraía su creación terminada de esta montaña, recordó otra cosa: un montón de piedras en un paso asiático; cada uno de los guerreros que marchaban a una campaña, colocaba allí una piedra; a su regreso, cada uno cogía una piedra del montón; las que quedaban representaban para siempre el número de los caídos en la batalla. En uno de estos montones de piedras, Tamerlán previo un monumento.

En invierno ya había empezado a escribir, tras pasar imperceptiblemente de la acumulación a la creación. El invierno, como la mayoría de los inviernos memorables y como todos los inviernos introducidos a causa de una frase narrativa, resultó (siempre «resultan» en semejantes casos) muy frío. Durante sus citas nocturnas con Zina en un café pequeño y vacío, cuyo mostrador estaba pintado de color añil y donde minúsculas lámparas azul marino, actuando tristemente como portadoras de amodorramiento, ardían sobre seis o siete mesitas, le leía lo que había escrito durante la jornada y ella escuchaba, bajando las pintadas pestañas y apoyada sobre un codo, mientras jugaba con un guante o una pitillera. A veces aparecía la perra del dueño, animal híbrido y grueso, de tetas colgantes, que colocaba la cabeza sobre la rodilla de Zina, y bajo la mano tierna y risueña que acariciaba la piel de su frente sedosa, los ojos de la perra se rasgaban como los de los chinos, y cuando le daban un terrón de azúcar, lo tomaba, se dirigía lentamente a un rincón, se aposentaba y empezaba a masticar ruidosamente. «Maravilloso, pero no estoy segura de que puedas decirlo así en ruso», comentaba a veces Zina, y después de discutirlo, corregía la expresión que ella había puesto en duda. Zina, para abreviar, llamaba Chernysh a Chernyshevski y se habituó tanto a considerar que pertenecía a Fiodor, y en parte a ella, que su vida real en el pasado se le antojaba una especie de plagio. La idea de Fiodor de componer la biografía en forma de anillo, cerrado con el broche de un soneto apócrifo (de modo que el resultado no fuera la forma de un libro, que por su limitación se opone a la naturaleza circular de todo lo existente, sino de una frase continuamente. curvada y, por tanto, infinita), a Zina le pareció al principio que era imposible incorporarla a papel plano y rectangular —y su entusiasmo fue aún mayor cuando advirtió que, pese a todo, se estaba formando un círculo—. Su despreocupación era completa respecto a si el autor acostumbraba ceñirse a la verdad histórica o la falseaba —lo daba por sentado, ya que, de no ser así, no valdría la pena escribir el libro—. Por otro lado, una verdad más profunda, de la cual sólo él era responsable y que sólo él podía encontrar, era para ella tan importante que la menor torpeza o confusión en sus palabras se le antojaba el germen de una falsedad, que se debía exterminar inmediatamente. Dotada de una memoria muy flexible, que —se enroscaba como la hiedra en torno a todo cuanto percibía, Zina, al repetir las combinaciones de palabras que le gustaban de modo particular, las ennoblecía con su propia circunvolución secreta, y siempre que Fiodor cambiaba por alguna razón el giro de una frase que ella recordaba, las ruinas del pórtico permanecían durante mucho tiempo en el dorado horizonte, reacias a desaparecer. Había en su receptividad una gracia extraordinaria que de manera imperceptible servía a Fiodor de regulador, incluso de guía. Y a veces, cuando se habían reunido al menos tres clientes, una anciana pianista que llevaba quevedos se sentaba al piano del rincón y tocaba la Barcarola de Offenbach como una marcha.

Ya se estaba aproximando al final de su obra (el nacimiento del héroe, para ser exactos) cuando Zina dijo que no le perjudicaría descansar y por lo tanto irían juntos a un baile de disfraces en casa de un artista amigo suyo. Fiodor era un mal bailarín, no soportaba a los bohemios alemanes y además se negó en redondo a poner uniforme a la fantasía, que es lo que en efecto hacen los bailes de disfraces. Convinieron en que llevaría antifaz y un smokinghecho cuatro años atrás que no se había puesto más de cuatro veces. «Y yo iré de...», empezó ella con aire soñador, pero se interrumpió bruscamente. «De lo que gustes menos de doncella boyarda o de Colombina, te lo ruego», dijo Fiodor. «Pues sería muy apropiado para mí —observó ella, desdeñosa—. Oh, te aseguro que será todo muy alegre —añadió con ternura, para disipar el malhumor de él—. Al fin y al cabo, estaremos solos entre la gente. ¡Tengo tantos deseos de ir! Estaremos juntos toda la noche y nadie sabrá quién eres, y yo he pensado un disfraz especialmente dedicado a ti.» Él la imaginó con la espalda desnuda y brazos pálidos y azulados —pero entonces se introdujeron furtivamente muchos rostros bestiales y excitados, la burda necedad de las ruidosas francachelas alemanas; bebidas mediocres inflamaban su estómago, eructaba por culpa de los bocadillos de huevo duro; pero de nuevo concentró sus pensamientos en el baile al son de la música, en la vena transparente de la sien de Zina. «Claro que será alegre, claro que iremos», dijo con convicción.

Decidieron que ella iría a las nueve y él la seguiría una hora después. Restringido por el límite de tiempo, no se sentó a trabajar después de la cena sino que se dedicó a hojear una nueva revista de emigrados en que se mencionaba de paso a Koncheyev dos veces, y estas referencias casuales, que comportaban el reconocimiento general del poeta, eran más valiosas que la crítica más favorable: seis meses antes, esto hubiera provocado en él lo que sentía el envidioso Salieri de Pushkin, pero ahora se sintió asombrado de la propia indiferencia hacia la fama de otro. Consultó el reloj y empezó a cambiarse con lentitud. Desenterró el smokingde aspecto soñoliento y se sumió en la meditación. Todavía absorto, sacó una camisa almidonada, colocó los evasivos botones del cuello y se la puso, temblando a causa de su rígida frialdad. De nuevo se quedó inmóvil un momento, y luego se puso automáticamente los pantalones negros provistos de un galón y, al recordar que aquella misma mañana había decidido tachar la última de las frases escritas el día anterior, se inclinó sobre la hoja ya corregida con profusión. Mientras releía la frase se preguntó si no debería dejarla intacta después de todo, puso un signo de inserción, escribió un adjetivo adicional, permaneció contemplándola —y, con rápido ademán, tachó toda la frase. Pero dejar el párrafo en estas condiciones, es decir, con la construcción colgando sobre un precipicio, con una ventana ciega y un porche que se desmoronaba, era una imposibilidad física. Examinó sus notas referentes a esta parte y de improviso— su pluma se puso en movimiento y empezó a volar. Cuando miró de nuevo el reloj eran las tres de la mañana, tenía escalofríos y toda la habitación estaba nublada por el humo del tabaco. Oyó de modo simultáneo el clic de la cerradura americana. Tenía su puerta abierta, y cuando Zina pasó por delante al cruzar el recibidor, le vio sentado, pálido, con la boca muy abierta, vestido con una camisa almidonada, sin abrochar, con los tirantes arrastrando por el suelo, la pluma en la mano y un antifaz sobre la mesa cuya negrura contrastaba con la blancura del papel. Se encerró en su cuarto dando un portazo y volvió a reinar el silencio. «Esto sí que es un buen lío —dijo Fiodor en voz baja—. ¿Qué he hecho?» Así pues, nunca descubrió qué disfraz se había puesto Zina; pero el libro estaba terminado.