Un mes después, un lunes, llevó la copia en limpio a Vasiliev, quien el otoño pasado, al enterarse de sus investigaciones, se había ofrecido a medias a hacer publicar la Vida de Chemyshevskipor la editorial vinculada a la Gazeta. Fiodor volvió el miércoles siguiente y se quedó charlando con el viejo Stupishin, que solía calzar zapatillas en la oficina. De pronto la puerta del estudio se abrió y el umbral quedó cegado por la corpulencia de Vasiliev, que miró sombríamente a Fiodor durante un momento y luego dijo, impasible: «Tenga la bondad de entrar», y se hizo a un lado para que pasara.
—Bueno, ¿lo ha leído? —preguntó Fiodor, sentándose al otro lado de la mesa.
—Sí, en efecto —repuso Vasiliev con severa voz de bajo.
—Personalmente —dijo Fiodor, muy animado—, me gustaría que saliera esta primavera.
—Aquí tiene su manuscrito —masculló de pronto Vasiliev, frunciendo el ceño y alargándole la carpeta—. Lléveselo. No puedo tomar parte en si publicación. Creía que se trataba de una obra seria, y resulta que es una improvisación temeraria, antisocial e impertinente. Me ha dejado estupefacto.
—Vaya, esto es absurdo —comentó Fiodor.
—No, señor mío, no es absurdo —rugió Vasiliev, que se desahogaba tocando airadamente los objetos de la mesa, haciendo rodar un sello de goma, cambiando las posiciones de humildes libros «para revisar», agrupados de modo accidental, sin esperanzas de una felicidad permanente—. ¡No, señor mío! Existen ciertas tradiciones de la vida pública rusa que un escritor honorable no se atreve a someter al ridículo. Me es del todo indiferente que usted tenga talento o no. Sólo sé que satirizar a un hombre cuyas obras y cuyos sufrimientos han sido el sostén de millones de intelectuales rusos es indigno de cualquier talento. Sé que usted no me escuchará (y Vasiliev, haciendo muecas de dolor, se llevó la mano al corazón), pero aun así le ruego como amigo que no intente publicar esto, destruirá su carrera literaria, recuerde mis palabras, todo el mundo le dará la espalda.
—Prefiero sus nucas que sus caras —replicó Fiodor.
Aquella noche estaba invitado a casa de los Chernyshevski, pero Alexandra Yakovlevna anuló la invitación en el último momento: su marido «tenía gripe» y «mucha fiebre». Zina se había ido al cine con alguien, por lo que no pudo verla hasta la noche siguiente. «Kaput en la primera tentativa, como diría tu padrastro», dijo en respuesta a la pregunta de ella acerca del manuscrito y (como solían escribir en los viejos tiempos) narró brevemente la conversación en la oficina del periódico. Indignación, ternura hacia él, la necesidad de ayudarle inmediatamente se tradujeron en una explosión de emprendedora energía por parte de Zina. «Conque ésas tenemos, ¿verdad? —exclamó—. Muy bien. Conseguiré el dinero para publicarlo, ya lo creo que lo haré.»
—Para el niño una comida, para el padre un ataúd —dijo él (trasponiendo las palabras de un verso de un poema de Nekrasov sobre la esposa heroica que vende su cuerpo para comprar la cena de su marido), y en otro momento este chiste audaz la hubiera ofendido.
Zina pidió prestados en alguna parte ciento cincuenta marcos y añadió setenta suyos que había ahorrado para el invierno —pero esta suma era insuficiente, y Fiodor decidió escribir a su tío Oleg a América, el cual ayudaba a su madre con regularidad y también le enviaba a él unos dólares de vez en cuando. Sin embargo, fue retrasando de día en día la composición de esta carta, del mismo modo que demoraba, pese a las exhortaciones de Zina, el intento de que una revista literaria emigrada de París publicara su libro por entregas, o interesar a la editorial parisiense que había publicado los versos de Koncheyev. En su tiempo libre, Zina emprendió la tarea de copiar a máquina el manuscrito en la oficina de un pariente suyo, de quien obtuvo cincuenta marcos más. Le indignaba la inercia de Fiodor, consecuencia de su odio por todas las cuestiones prácticas. Él, mientras tanto, componía problemas de ajedrez, acudía como en sueños a sus lecciones y telefoneaba diariamente a maiame Chernyshevski: la gripe de Alexander Yakovlevich había degenerado en una grave inflamación de los ríñones. Un día se fijó, en la librería rusa, en un caballero alto y corpulento, de grandes facciones, que llevaba un sombrero de fieltro negro (del que caía un mechón de cabellos castaños) y que le miraba con afabilidad e incluso con una especie de expresión alentadora. ¿De qué le conozco?, pensó Fiodor con rapidez, tratando de no mirarle. El otro se acercó y le ofreció la mano, abriéndola con ademán generoso, ingenuo e indefenso, le habló... y Fiodor se acordó al fin: era Busch, quien dos años y medio atrás había leído su pieza teatral en aquel círculo literario. Hacía poco que lo había publicado y ahora, empujando a Fiodor con la cadera, propinándole codazos, con una sonrisa infantil temblando en su rostro noble, siempre algo sudoroso, sacó un billetero, del billetero un sobre y del sobre un recorte —una crítica breve y lastimosa, aparecida en el periódico de los emigrados de Riga.
—Ahora —dijo con tremenda ponderación—, esto va a salir también en alemán. Y además, estoy trabajando en una novela.
Fiodor trató de escabullirse, pero Busch dejó la tienda con él y sugirió que fueran juntos, y como Fiodor se dirigía a una lección, por lo que debía ceñirse a una ruta determinada, lo único que podía hacer para salvarse de Busch era acelerar el paso, pero esto confirió tal rapidez a la charla de su acompañante, que, horrorizado, volvió a caminar despacio.
—Mi novela —continuó Busch, mirando hacia la lejanía y extendiendo el brazo de lado (con lo que mostró un puño estrepitoso que sobresalía de la manga de su abrigo negro), a fin de detener a Fiodor Konstantinovich (el abrigo, el sombrero negro y el mechón de pelo le conferían el aspecto de un hipnotizador, un maestro de ajedrez o un músico)—, mi novela es la tragedia de un filósofo que ha descubierto la fórmula absoluta. Empieza a hablar y habla de esta guisa (Busch, como un prestidigitador, cogió del aire un cuaderno de notas y se puso a leer mientras andaba)—: «Hay que ser un verdadero asno para no deducir del hecho del átomo el hecho de que el mismo universo es meramente un átomo, o, todavía más cierto, la trillonésima parte de un átomo. Esto ya lo comprendió con su intuición aquel genio que se llamó Blaise Pascal. Pero, ¡prosigamos, Louisa! (A la mención de este nombre, Fiodor dio un respingo y oyó con claridad los sonidos de la marcha de los granaderos alemanes: «¡Adiós, Louisa! Seca tus ojos y no llores; no todas las balas matan a un buen chico», lo cual continuó sonando como si pasara bajo la ventana de las palabras subsiguientes de Busch). Fija, querida mía, tu atención. Primero voy a ponerte un ejemplo imaginario. Supongamos que cierto físico ha logrado encontrar la pista, entre la inconcebible y absoluta suma de átomos de la cual se compone el Todo, aquel átomo fatal del que se ocupan nuestros razonamientos. Estamos suponiendo que ha conseguido separar la mínima esencia de este mismo átomo, momento en el cual la Sombra de una Mano (¡la mano del físico!) cae sobre nuestro universo con resultados catastróficos, porque el universo, creo, es tan sólo la fracción final del átomo central de todos aquellos en los que consiste. No es fácil de comprender, pero si comprendes esto, lo habrás comprendido todo. ¡Fuera de la prisión de las matemáticas! El todo es igual a la parte más pequeña del todo, la suma de las partes es igual a una parte de la suma. Éste es el secreto del mundo, la fórmula de la infinidad absoluta, pero una vez realizado este descubrimiento, la personalidad humana ya no puede seguir hablando y andando. ¡Cierra la boca, Louisa!» Así habla él a la joven agraciada que es su amiga —añadió Busch con benigna indulgencia, encogiendo un potente hombro. —Si le interesa, algún día puedo leérselo desde el principio —prosiguió—. El tema es colosal. ¿Y qué está haciendo usted, si me permite preguntárselo?