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—¿Yo? —dijo Fiodor con media sonrisa—. También he escrito un libro, un libro sobre el crítico Chernyshevski, pero no encuentro editorial que me lo publique.

—¡Ah! ¡El divulgador del materialismo alemán, de los detractores de Hegel, de los filósofos groberianos! Muy honorable. Estoy cada vez más convencido de que mi editor aceptará su obra con agrado. Es un tipo original y la literatura es un libro cerrado para él. Pero yo actúo como consejero suyo y me escuchará. Déme su número de teléfono. Tengo que verle mañana, y, si en principio está de acuerdo, echaré una ojeada a su manuscrito y me atrevo a esperar que lo recomendaré de la forma más halagadora.

Vaya charlatán, pensó Fiodor, y por tanto se sorprendió en extremo cuando al día siguiente el buen hombre le llamó efectivamente por teléfono. El editor resultó ser un hombre rechoncho de nariz triste que le recordó algo a Alexander Yakovlevich, pues tenía las mismas orejas coloradas y unos cuantos pelos negros a ambos lados de su pulida calva. Su lista de libros publicados era pequeña, pero notablemente ecléctica: traducciones de unas novelas psicoanalíticas alemanas escritas por un tío de Busch; El envenenador, de Adelaida Svetosarov; una colección de historias cómicas; un poema anónimo titulado «Yo»; pero entre esta basura había dos o tres libros genuinos, como, por ejemplo, el maravilloso Escalera hacia las nubes, de Hermann Lande y también su Metamorfosis del pensamiento. Busch reaccionó a la Vida de Chernyshevski diciendo que era una buena bofetada al marxismo (que Fiodor no había tenido la menor intención de propinar mientras escribía su obra), y en la segunda entrevista con el editor, que era, evidentemente, el más amable de los hombres, le prometió publicar el libro en Pascua, es decir, al cabo de un mes. No le dio ningún anticipo y le ofreció el cinco por ciento de los mil primeros ejemplares, pero por otro lado elevó a treinta el porcentaje del autor sobre el segundo millar, lo cual pareció a Fiodor tan justo como generoso. Sin embargo, sentía una indiferencia completa hacia este aspecto del negocio (y hacia el hecho de que las ventas de autores emigrados raramente alcanzaban los quinientos ejemplares). Otras emociones le dominaban. Después de estrechar la mano húmeda del radiante Busch, salió a la calle como una bailarina que se lanza a un escenario fluorescente. La llovizna se le antojó un rocío deslumbrante; la felicidad permanecía en su garganta, nimbos de arcos iris temblaban en torno a los faroles, y el libro que había escrito le hablaba en voz muy alta, acompañándole como un torrente que fluyera al otro lado de un muro. Se dirigió a la oficina donde trabajaba Zina; frente al edificio negro, cuyas ventanas benévolas se inclinaban hacia él, encontró la taberna donde estaban citados.

—Bueno, ¿qué noticias hay? —preguntó ella, entrando muy de prisa.

—Nada, no lo acepta —dijo Fiodor, observando con alborozada atención cómo se ensombrecía el rostro de ella, al jugar con el propio poder sobre su expresión y prever la luz exquisita que estaba a punto de hacer brillar.

CAPÍTULO CUARTO

Los historiadores, ¡ay!, husmean e indagan en vano: sopla el mismo viento, y con el mismo y vivo manto hacia dedos curvados cual cáliz la verdad se inclina; y con femenina sonrisa e infantil cuidado examina algo que sostiene y conserva guardado y oculta con el propio hombro de nuestra vista.

Soneto que al parecer obstruye el camino, pero que tal vez, por el contrario, ofrece un vínculo secreto que lo explicaría todo —si la mente del hombre pudiera soportar esta explicación. El alma se sume en un sueño momentáneo— y ahora, con la peculiar y teatral intensidad de los resucitados de entre los muertos, se acercan a nosotros: el padre Gavril, con una larga vara en la mano, vestido con una casulla de seda granate y un cinturón bordado sobre su gran estómago; y a su lado, iluminado ya por el sol, un niño atractivo en extremo —sonrosado, delicado, tímido. Se aproximan. Quítate el sombrero, Nikolia. Cabellos de reflejos castaños, pecas en la diminuta frente, y en los ojos la claridad angélica característica de los niños miopes. Después (en la quietud de sus pobres y distantes parroquias) los sacerdotes de nombres derivados de Ciprés, Paraíso y Vellocino de Oro, recordaron su belleza tímida con cierta sorpresa: el querubín, por desgracia, resultó estar pintado sobre un pan de jengibre demasiado duro para muchas dentaduras.

Después de saludarnos, Nikolia vuelve a ponerse el sombrero, que es una chistera peluda, y se retira en silencio, encantador con el abriguito hecho en casa y los pantalones de nanquín, mientras su padre, afable clérigo aficionado a la horticultura, nos distrae hablando de cerezas de Saratov, peras y ciruelas. Una ráfaga de polvo tórrido desdibuja la escena.

Como se observa invariablemente al principio de todas las biografías literarias, el niño era un glotón en lo referente a libros. Destacaba en sus estudios. En su primer ejercicio de escritura reprodujo laboriosamente: «Obedece a tu soberano, hónrale y sométete a sus leyes», y la yema comprimida de su dedo índice quedó manchada de tinta para siempre. Ahora han terminado los años treinta y comenzado los cuarenta.

A la edad de dieciséis años tenía el suficiente dominio de las lenguas para leer a Byron, Eugène Sue y Goethe (y se avergonzó hasta el fin de sus días de su bárbara pronunciación) y dominaba ya el latín de seminario, debido a que su padre era un hombre educado. Además, aprendía polaco con un tal Sokolovski, mientras un mercader de naranjas, de la localidad, le enseñaba el persa, y también le tentaba con el uso del tabaco.

En el seminario de Saratov demostró ser un alumno dócil y no le azotaron ni una sola vez. Le pusieron el apodo de «pisaverde pequeño», aunque de hecho no era contrario, en general, a la diversión y los juegos. En verano jugaba a los cantillos y le gustaba bañarse; sin embargo, no aprendió a nadar, ni a hacer gorriones con arcilla, ni a confeccionar redes para pescar peces espinosos: los agujeros salían irregulares y los hilos se enredaban; es más difícil atrapar peces que almas humanas (aunque incluso las almas lograban escaparse por los orificios). En la oscuridad nevada del invierno, una pandilla pendenciera solía deslizarse por la colina en un enorme trineo plano, tirado por caballos, mientras recitaban a gritos hexámetros dactilicos, y el jefe de policía, tocado con su gorro de noche, apartaba la cortina y sonreía para animarles, feliz de que las travesuras de los seminaristas ahuyentaran a los posibles ladrones nocturnos.

Habría sido sacerdote, como su padre, y con gran probabilidad habría alcanzado un alto rango, de no ser por el lamentable incidente con el mayor Protopopov. Éste era un terrateniente local, bon vivant, mujeriego y amante de los perros: fue a su hijo a quien el padre Gavril registró con excesiva precipitación en el libro de la parroquia como ilegítimo; después se averiguó que la boda se había celebrado —sin ostentación, era verdad, pero honorablemente— cuarenta días después del nacimiento del niño. Despedido de su puesto como miembro del consistorio, el padre Gavril cayó en tal depresión que sus cabellos encanecieron. «Así es como recompensan a los sacerdotes pobres por sus desvelos», repetía su esposa, encolerizada, y se decidió dar a Nikolia una educación seglar. ¿Qué fue más tarde del joven Protopopov; descubrió algún día que por su culpa...? ¿Le embargó una emoción sagrada...? ¿O, cansado muy pronto de los placeres de la exaltada juventud... se retiró...?

A propósito: el paisaje que poco tiempo antes se abría con maravillosa languidez al paso de la inmortal brichka; toda aquella ciencia popular rusa de los caminos, tan libre de trabas que llenaba los ojos de lágrimas; toda la humildad que mira desde el campo, desde un altozano, desde las nubes oblongas; aquella belleza implorante y a la expectativa, que está dispuesta a correr hacia ti al menor suspiro para compartir tus lágrimas; en suma, el paisaje cantado por Gogol pasó inadvertido ante los ojos del muchacho de dieciocho años Nikolai Gavrilovich, que viajaba con su madre en un carruaje tirado por sus propios caballos de Saratov a San Petersburgo. En todo el día no dejó de leer un libro. No hay que decir que prefería su «guerra de las palabras» a las «espigas del trigo saludando entre el polvo».