¿Cómo seguiré de nuevo con la vista
ese canto de acera cónico
con su casquete de algodón? ¿Cómo recordaré
en el camino de vuelta el camino de ida?
(Mientras, con aversión y ternura,
palpo constantemente el pañuelo
donde, envuelto con cuidado, hay algo,
un amuleto en forma de dije de marfil.)
Ese «casquete de algodón» no sólo es ambiguo, sino que ni siquiera empieza a expresar lo que yo quería decir —la nieve amontonada como un casquete sobre conos de granito unidos por una cadena en algún lugar de las proximidades de la estatua de Pedro el Grande. ¡Algún lugar! Ay, ya me resulta difícil recoger todas las partes del pasado; ya estoy olvidando relaciones y conexiones entre objetos que aún pululan en mi memoria, objetos que con ello condeno a la extinción. De ser así, qué burla tan insultante resulta afirmar con presunción que así una impresión previa subsiste dentro del hielo de la armonía.
¿Qué, entonces, me impulsa a componer poemas sobre mi infancia si, a pesar de todo, mis palabras se alejan de la verdad, o matan tanto al leopardo como al ciervo con la bala explosiva de un epíteto «certero»? Pero no hay que desesperarse. Este hombre dice que soy un verdadero poeta —lo cual significa que la caza no fue en vano.
Aquí hay otro poema de doce versos sobre los tormentos de la niñez. Trata de las penosas sensaciones del invierno en la ciudad cuando, por ejemplo, las medias irritan la parte posterior de las rodillas, o cuando la vendedora te ajusta en la mano un guante de piel demasiado estrecho, que hace poco yacía sobre el mostrador como un tajo de verdugo. Hay más: el doble pellizco del corchete (la primera vez que se suelta) mientras te mantienes con los brazos extendidos para que te ajusten el cuello de piel; pero en compensación por todo esto, qué divertido el cambio en la acústica, qué redondos todos los sonidos cuando se levanta el cuello; y ya que hemos rozado las orejas, qué inolvidable la música tensa, sedosa, zumbante mientras te atan las orejeras de la gorra (levanta la barbilla).
Alegremente, para acuñar una frase, la gente joven retoza en un día glacial. A la entrada del parque público tenemos al vendedor de globos; sobre su cabeza, un enorme y susurrante racimo, tres veces su tamaño. Mirad, niños, cómo se ondulan y chocan entre sí, todos llenos del sol de Dios, en tonos rojos, azules y verdes. ¡Una hermosa vista! Por favor, tío, quiero aquel tan grande (el blanco que tiene un gallo pintado y un embrión rojo flotando en su interior, que, cuando se destruye a su madre, escapa hasta el techo y baja al día siguiente, todo arrugado y completamente manso). Ahora los felices niños han comprado su globo de un rublo y el amable buhonero los ha soltado del ondeante manojo. Un momento, muchacho, no lo agarres, déjame cortar el hilo. Tras lo cual vuelve a calzarse los mitones, inspecciona el cordel que le rodea la cintura y del que penden las tijeras y, después de dar media vuelta, empieza a ascender con lentitud en una posición erguida, más y más arriba hacia el cielo azuclass="underline" mira, ahora su racimo ya no es mayor que uno de uvas, mientras a sus pies se extiende el brumoso, dorado y armonioso San Petersburgo, un poco restaurado, ¡ay!, aquí y allí, según los mejores cuadros de nuestros pintores nacionales.
Pero, bromas aparte, todo era realmente muy hermoso, muy tranquilo. Los árboles del parque remedaban a sus propios fantasmas y el efecto entero revelaba un inmenso talento. Tania y yo nos burlábamos de los trineos de nuestros coetáneos, especialmente si estaban cubiertos de un material de alfombra, con flecos, y tenían un asiento elevado (incluso con respaldo) y riendas que el conductor sostenía mientras frenaba con sus botas de fieltro. Esta clase nunca llegaba al lomo de nieve final, sino que se desviaba casi inmediatamente y empezaba a girar con impotencia mientras continuaba descendiendo, transportando a un niño pálido y resuelto que se veía obligado, una vez extinguido el ímpetu del trineo, a trabajar con los pies a fin de alcanzar el final de la pista helada. Tania y yo teníamos pesados y curvos trineos de Sangalli; tales trineos consistían simplemente en un almohadón rectangular de terciopelo sobre patines curvados en los extremos. No había que arrastrarlos hasta la pendiente —se deslizaban con tan poco esfuerzo y tanta impaciencia por la nieve, barrida en vano, que te golpeaban los talones. Y ya estamos en la colina.
Nos subíamos a una plataforma salpicada y rutilante... (El agua traída en cubos para verterla sobre el trineo había salpicado los peldaños de madera, por lo que tenían una capa de hielo rutilante, pero la bienintencionada aliteración no había podido incluir todo esto.)
Se trepaba a una salpicada y rutilante plataforma,
y se caía osadamente de barriga
sobre el trineo, que traqueteaba
al bajar por el azul; y luego,
cuando la escena sufría un cambio sombrío,
y en el cuarto infantil ardía tristemente
la escarlatina en Navidad,
o en Pascua, la difteria,
se bajaba, cual cohete, la brillante, quebradiza,
exagerada colina de nieve
en una especie de parque mitad tropical,
mitad Tavricheski
adonde, por la fuerza del delirio, el general Nikolai Mijailovich Przhevalski era transferido, junto con su camello de piedra, desde el parque Alexandrovski próximo a nosotros, y donde se convertía inmediatamente en una estatua de mi padre, que en aquel momento se encontraba entre Kokand y Ashjabad, por ejemplo, o en una ladera de la cordillera Tsinin. ¡Cuántas enfermedades padecimos Tania y yo! A veces juntos, a veces por turnos; y cuánto sufría yo cuando oía, entre el golpe de una puerta distante y el sonido tenue y contenido de otra, el estallido de sus pasos y risas, que sonaban celestialmente indiferentes hacia mí, que me ignoraban, distantes hasta el infinito de mi abultada compresa con relleno de hule marrón, mis piernas doloridas, la pesadez y el encogimiento de mi cuerpo; pero si era ella la enferma, ¡qué real y terreno, qué parecido a un elástico balón de fútbol me sentía yo cuando la veía en la cama, rodeada de un aire de lejanía, como si mirase hacia el otro mundo y sólo el fláccido forro de su ser estuviese vuelto hacia mí! Permítanme describir la última fase anterior a la capitulación, cuando, sin abandonar todavía el curso normal de la jornada, ocultándote a ti mismo la fiebre, el dolor de las articulaciones, y abrigándote al estilo mexicano, disfrazas la imperiosidad del escalofrío febril como las exigencias del juego; y cuando, una hora después, te has rendido y acabado en la cama, tu cuerpo ya no cree que hace poco rato estuviera jugando, arrastrándose a cuatro patas por el suelo del vestíbulo, por el parqué, por la alfombra. Describamos —la sonrisa inquisitiva y de alarma de mi madre cuando acaba de colocarme el termómetro en la axila (tarea que no confiaba ni al mayordomo ni a la institutriz). «Bueno, te has metido en un buen lío, ¿verdad?», dice, intentando todavía bromear al respecto. Luego, un minuto después: «Ya lo sabía ayer, sabía que tenías fiebre, no puedes engañarme.» Y tras otro minuto: «¿Cuánta crees que tienes?» Y, finalmente: «Me parece que ya podemos quitarlo». Acerca a la luz el tubo de cristal incandescente y, frunciendo sus bellas cejas de piel de foca —que Tania ha heredado—, mira durante largo tiempo... y entonces, sin decir nada, agita calmosamente el termómetro y lo devuelve a su funda, mirándome como si no me reconociera del todo, mientras mi padre cabalga al paso por una llanura vernal toda azulada de lirios; describamos también el estado delirante en que uno siente crecer unos números enormes, que le hinchan el cerebro, acompañados del parloteo incesante de alguien que no se refiere en absoluto a uno, como si en el oscuro jardín del manicomio del libro de contabilidad, algunos de sus personajes, salidos a medias (o con más precisión, salidos en un cincuenta y siete, coma, ciento once por ciento) de su terrible mundo de intereses acumulados, aparecieran en sus papeles de repertorio como vendedora de manzanas, cuatro cavadores de zanjas y Cierta Persona que ha legado a sus hijos una caravana de fracciones, y hablaran, acompañados por el susurro nocturno de los árboles, de algo en extremo tonto y doméstico, y por ello tanto más horrible, tanto más condenado a convertirse en aquellos mismos números, en aquel universo matemático que se extiende hasta el infinito (una expansión que a mi juicio proyecta una extraña luz sobre las teorías macrocósmicas de los físicos actuales). Describamos, finalmente, el restablecimiento, cuando ya no sirve de nada agitar el termómetro para que baje y se abandona con indiferencia sobre la mesilla de noche, donde una asamblea de libros ha venido a felicitarte y unos cuantos juguetes (mirones indolentes) han llegado para desplazar a los semivacíos frascos de turbias pociones.