Conscientemente, hemos volado hacia delante; volvamos al trote corto, al ritmo de la vida de Nikolai para el que nuestro oído ya estaba afinado.
Eligió la facultad de filología. Su madre fue a saludar a los profesores para Iinsojearles: su voz solía adquirir tonalidades halagadoras y gradualmente empezaba a derramar lágrimas y a sonarse. Entre todos los productos de San Petersburgo, lo que más le impresionó fueron los artículos hechos de cristal. Finalmente, «ellos» (el pronombre respetuoso que usaba al hablar de su madre, ese maravilloso plural ruso que, como más tarde su propia estética, «trata de expresar la calidad con la cantidad») volvieron a Saratov. Para el camino su madre se compró un enorme nabo.
Al principio Nikolai Gavrilovich fue a vivir con un amigo, pero después compartió un apartamento con una prima suya y su marido. En sus cartas dibujó los planos de estos apartamentos, así como los de todas sus demás viviendas. La definición exacta de las relaciones entre los objetos siempre le fascinó y, por tanto, le gustaban los planos, las columnas de cifras y las representaciones visuales de las cosas, tanto más cuanto que su estilo circunstancial hasta la angustia, no podía compensar en modo alguno el arte de la descripción literaria, que le era inasequible. Sus cartas a la familia son las cartas de un joven modelo: en lugar de la imaginación, su naturaleza complaciente le indicaba cómo podía satisfacer a los demás. Al reverendo le gustaban toda clase de sucesos —incidentes horrible o humorísticos— y su hijo se los suministró concienzudamente durante un período de varios años. Entre ellos encontramos la mención de las variedades de Izler, sus réplicas de Calrsbad, minerashki (balnearios en miniatura), a los que audaces damas de San Petersburgo solían ascender en globos cautivos; el caso trágico del bote de remos hundido por un barco de vapor en el Neva, una de cuyas víctimas fue un coronel y su numerosa familia; el arsénico preparado para las ratas y que fue a parar a un saco de harina y envenenó a más de cien personas; y, como es natural, muy natural, la nueva moda de las mesas que se movían, todo fraude y credulidad en opinión de ambos corresponsales.
Del mismo modo que durante los sombríos años de Siberia una de sus principales cuerdas epistolares fue asegurar a su esposa e hijos —siempre en la misma nota alta, pero no del todo correcta— que tenía mucho dinero, os ruego que no mandéis dinero, así en su juventud ruega a sus padres que no se preocupen por él y consigue vivir con veinte rublos al mes; de ellos gastaba dos y medio en pan blanco y pastas (no podía soportar el tesólo, como tampoco podía soportar leer solo; es decir, siempre masticaba algo cuando leía un libro: con galletas de jengibre, Los papeles de Pickwick; con pastas, el Journal des Debats; velas blancas, plumas, betún para los zapatos y jabón le costaban un rublo; hay que observar que no era aseado en sus costumbres, ni ordenado, y al mismo tiempo su desarrollo había sido tosco; añadamos a esto una dieta inadecuada, un cólico perpetuo y una lucha desigual con los deseos de la carne, que terminaba en un acuerdo secreto, y el resultado era que tenía un aspecto enfermizo, la mirada apagada, y de su belleza juvenil no quedaba nada, excepto tal vez de la expresión de maravillosa inocencia que iluminaba fugitivamente su rostro cuando un hombre a quien respetaba le trataba bien. («Ha sido bueno conmigo —es un joven timorato y sumiso», escribió más tarde el estudiante Irinarch Vvedenski, con una patética entonación latina: animula, vagula, blandula...); él mismo no dudó nunca de su falta de atractivo, pero aunque aceptaba la idea se apartaba de los espejos: aun así, cuando se preparaba para una visita, en especial a sus mejores amigos, los Lobodovski, o deseaba averiguar la causa de una mirada fija, contemplaba ceñudamente su reflejo, veía el velo castaño que parecía pegado a sus mejillas, contaba los granos abultados, y entonces empezaba a estrujarlos, y con tal brutalidad que después no se atrevía a dejarse ver.
¡Los Lobodovski! La boda de su amigo produjo en nuestro héroe de veinte años una de esas impresiones extraordinarias que obligan a un joven a levantarse en plena noche sólo con ropa interior y escribir en su diario. La emocionante boda se celebró el 19 de mayo de 1848; ese mismo día, dieciséis años después, se llevó a cabo la ejecución civil de Chernyshevski. Una coincidencia de aniversarios, un fichero de fechas. Así es como el destino las clasifica, anticipándose a las necesidades del investigador; una encomiable economía de esfuerzos.
En la boda se sintió alegre. Lo que es más, obtuvo una alegría secundaria de la básica («Esto significa que soy capaz de sentir un afecto por una mujer»), sí, siempre hacía lo posible para volver su corazón de modo que un lado se reflejara en el espejo de la razón, o, como lo expresa su mejor biógrafo, Atrannolyubski: «Destilaba sus sentimientos en el alambique de la lógica.» Pero, ¿quién hubiera dicho que se ocupaba en aquel momento con pensamientos sobre el amor? Muchos años después, en su florido Apuntes de la vida, este mismo Vasili Lobodovski cometió por descuido un error al decir que su padrino de boda, el estudiante «Krushedolin», parecía tan serio «como si estuviera sometiendo mentalmente a un análisis exhaustivo ciertas doctas obras inglesas que acababa de leer».
El romanticismo francés nos dio la poesía del amor, el romanticismo alemán, la poesía de la amistad. El sentimentalismo del joven Chemyshevski fue su concesión a una época en que la amistad era húmeda y magnánima. Chemyshevski lloraba de buen grado y con frecuencia. «Rodaron tres lágrimas», observa en su diario con exactitud característica —y el lector se atormenta momentáneamente con el pensamiento involuntario: ¿Se puede derramar un número impar de lágrimas, o es sólo la naturaleza dual de la fuente lo que nos hace exigir un número par? «No me recuerdes lágrimas insensatas que derramé muchas veces, ay, cuando mi reposo era opresivo», escribe Nikolai Gavrilovich en su diario, dirigiéndose a su desdichada juventud, y al son de las plebeyas rimas de Nekrasov derrama de verdad una lágrima: «En este punto del manuscrito hay la huella de una lágrima», comenta su hijo Mijail en una nota al pie. La huella de otra lágrima, mucho más cálida, amarga y preciosa, ha sido preservada en su famosa carta desde la fortaleza; pero la descripción de Steklov de esta segunda lágrima contiene, según Strannolyubski, ciertas inexactitudes —que discutiremos más adelante. Entonces, en los días de su exilio y especialmente en la mazmorra de Vilyisk— pero, ¡basta!, el tema de las lágrimas se está prolongando más allá de toda razón... volvamos a su punto de partida. Ahora, por ejemplo, se celebra el funeral de un estudiante. En el ligero ataúd azul yace un joven pálido como la cera. Otro estudiante, Tatarinov (que le cuidó cuando estaba enfermo pero que apenas le conocía con anterioridad), se despide de éclass="underline" «Le mira durante largo rato, le besa, y vuelve a mirarle, infinitamente...» El estudiante Chemyshevski, mientras anota esto, rebosa ternura a su vez; y Strannolyubski, al comentar estas líneas, sugiere un paralelismo entre ellas y el triste fragmento de Gogol «Noches en una villa».
Pero a decir verdad... los sueños del joven Chemyshevski en relación con el amor y la amistad no se distinguen por su refinamiento —y cuanto más se entrega a ellos, más claramente aparece su defecto: su racionalidad—; era capaz de convertir el ensueño más tonto en una herradura lógica. Al meditar con detenimiento el hecho de que Lobodovski, a quien admira sinceramente, está enfermo de tuberculosis, y que, en consecuencia, Nadeshda Yegorovna se quedará viuda, indefensa e indigente, persigue un objetivo particular. Necesita una imagen falsa para justificar haberse enamorado de ella, por lo que lo sustituye por el impulso de ayudar a una pobre mujer, o, en otras palabras, coloca su amor sobre unos cimientos utilitarios. Porque de otro modo, las palpitaciones de un corazón efusivo no pueden explicarse con los medios limitados de aquel tosco materialismo a cuyos halagos ya ha sucumbido sin remedio. Y entonces, ayer mismo, cuando Nadeshda Yegorovna «iba sin chal, y naturalmente su "misionero" (vestido sencillo) tenía el escote un poco abierto y podía verse cierta parte de justo debajo del cuello» (frase que contiene un parecido insólito con el idioma de los personajes literarios encarnados por Zoshchenko, pertenecientes a la clase de necios filisteos de extracción soviética), se preguntó con auténtica ansiedad si hubiese mirado «aquella parte» en los días que siguieron a la boda de su amigo: y así, gradualmente, enterrando al amigo en sus sueños, con un suspiro, con un aire de desgana y como cumpliendo un deber, se ve tomando la decisión de casarse con la joven viuda —unión melancólica, unión casta (y todas esas imágenes falsas se repiten en su diario aun más completas cuando más tarde obtiene la mano de Olga Sokratovna). La belleza real de la pobre mujer seguía puesta en duda, y el método elegido por Chemyshevski para verificar sus encantos determinó toda su posterior actitud hacia el concepto de la belleza.