Выбрать главу

Al principio estableció el mejor modelo de gracia en Nadeshda Yegorovna: la casualidad le proporcionó una imagen viva en una vena idílica, aunque algo incómoda. «Vasili Petrovich estaba arrodillado sobre una silla, de cara al respaldo; ella se acercó y empezó a inclinar la silla; la inclinó un poco y entonces posó el pequeño rostro contra el pecho de él... Había una vela sobre la mesa de té... y la luz la iluminaba bastante bien; es decir, una media luz, porque estaba a la sombra de su marido, pero clara.» Nikolai Gavrilovich miró con atención, pues trataba de encontrar algo que no estuviera del todo bien; no halló ninguna facción vulgar, pero todavía vacilaba.

¿Qué más debía hacer? Comparaba sin cesar sus facciones con las de otras mujeres, pero su vista defectuosa impedía la acumulación de los modelos vivos, esencial para una comparación. Al final se vio obligado a recurrir a la belleza captada y registrada por otros, es decir, a retratos femeninos. De este modo, el concepto del arte fue desde el principio para él —materialista miope (lo cual es por sí mismo una combinación absurda)— algo superfluo y aplicado, y ahora era capaz de probar, por medios experimentales, algo que el amor le había sugerido: la superioridad de la belleza de Nadeshda Yegorovna (su marido le llamaba «cariño» y «muñeca»), que era la Vida, sobre la belleza de todas las demás «hembras», que era Arte («¡Arte!»).

En los escaparates de Junker y Dazíaro en la avenida de Nevski se exhibían retratos poéticos. Después de estudiarlos con detenimiento, volvió a su casa y anotó sus observaciones. ¡Oh, qué milagro! El método comparativo brindaba siempre los resultados necesarios. La nariz de la belleza calabresa del grabado no era perfecta: «El entrecejo, en especial, distaba mucho de ser correcto, así como las partes próximas a la nariz, a ambos lados del caballete.» Una semana después, todavía inseguro de haber puesto a prueba la verdad en suficiente medida, o quizá deseoso de recrearse otra vez en la ya familiar docilidad del experimento, volvió a la Nevsky para ver si había alguna belleza nueva en el escaparte. Arrodillada en una cueva, María Magdalena oraba ante una calavera y una cruz, y desde luego su rostro era encantador a la luz del candil, pero, ¡cuánto mejor era el rostro iluminado a medias de Nadeshda Yegorovna! En una terraza blanca sobre el mar había dos muchachas: una delicada rubia estaba sentada en un banco de piedra con un hombre joven: se besaban, mientras una garbosa morena les observaba, apartando una cortina carmesí «que separaba la terraza de las partes restantes de la casa», como anotamos en nuestro diario, porque siempre nos gusta establecer la relación de un detalle determinado con su ambiente especulativo. Naturalmente, el cuellecito de Nadeshda Yegorovna es mucho más agraciado. De aquí se deduce una importante conclusión: la vida es más agradable (y, por tanto, mejor) que la pintura, porque, ¿qué es la pintura, la poesía, de hecho todo el arte, en su forma más pura? Es «un sol carmesí hundiéndose en un mar azul»; está en los pliegues pintorescos de un vestido; está en «los matices rosados que el escritor superficial derrocha para iluminar sus satinados capítulos»; está en guirnaldas de flores, hadas, faunos, Friné... Cuanto más lejos va, más confuso se hace: la disparatada idea se desarrolla. El lujo de las formas femeninas comporta ahora lujo en el sentido económico. El concepto de «fantasía» se aparece a Nikolai Gavrilovich en forma de una sílfide transparente pero de abundantes senos, sin corsé y prácticamente ¿esnuda que, jugando con un velo de luz, vuela hacia el poeta que poetiza poéticamente. Un par de columnas, un par de árboles —no del todo cipreses ni del todo álamos—, una especie de urna que ejerce poca atracción sobre Nikolai Gavrilovich —y es indudable el aplauso del defensor del arte puro. ¡Sujeto despreciable! ¡Sujeto indolente! Y realmente, ¿cómo no preferir a toda esta basura una descripción honrada de las costumbres contemporáneas, la indignación cívica, las tonadillas íntimas?

Es de suponer que durante los minutos que pasó pegado a los escaparates compuso en su totalidad su falsa disertación para el doctorado, «Relaciones estéticas del arte con la realidad» (no es extraño que después la escribiera sin vacilar en tres noches; lo que resulta sorprendente es que tras una espera de seis años recibiera por ella el doctorado).

Había atardeceres vagos y lánguidos en que yacía supino sobre su horrible diván de cuero —lleno de bultos y rasgaduras y con una inagotable provisión de cerdas de caballo (limítese a estirar) —y «mi corazón palpitaba de un modo maravilloso ante la primera página de Michelet, ante las opiniones de Guizot ante el pensamiento de Nadeshda Yegorovna, y todo esto junto», y entonces empezaba a cantar, desafinando y con voz ululante cantaba «la canción de Margarita», pensando simultáneamente en las relaciones mutuas de los Lobodovski y «suaves lágrimas brotaban de mis ojos». De pronto se levantaba del diván con la decisión de verla al instante; sería, suponemos, un atardecer de octubre, las nubes se deslizaban en lo alto, un hedor agrio venía de los talleres de silleros y montadores de carruajes situados en los bajos de edificios pintados de un amarillo deprimente, y los comerciantes, con delantales y abrigos de piel de cordero, llaves en mano, estaban ya cerrando sus tiendas. Uno tropezó con él, pero Nikolai pasó sin hacerle caso. Un farolero andrajoso arrastraba su carreta por el adoquinado; se detuvo para verter aceite en un farol opaco sujeto a un poste de madera; secó el vidrio con un trapo mugriento y se alejó hacia el farol siguiente —muy distanciado. Empezaba a lloviznar. Nikolai Gavrilovich volaba con el paso rápido de un personaje pobre de Gogol.

Por la noche tardaba mucho en dormirse, atormentado por las preguntas: ¿lograría Vasili Petrovich Lobodovski educar lo suficiente a su esposa para que luego le pudiera ayudar; y a fin de estimular los sentimientos de su amigo, no debería enviar, por ejemplo, una carta anónima que inflamara de celos al marido? Esto ya indica los métodos empleados por los héroes de las novelas de Chernyshevski. Planes similares, calculados con todo lujo de detalles pero infantilmente absurdos ocuparon también al Chernyshevski exiliado, al anciano Chernyshevski, con objeto de alcanzar los objetivos más conmovedores. Hay que ver cómo se aprovecha este tema de una falta de atención momentánea y acelera su desarrollo. Alto, retrocede de nuevo. De hecho, no hay necesidad de adelantarse tanto. En el diario de estudiante puede encontrarse el siguiente ejemplo de cálculo: imprimir un falso manifiesto (en que se proclamara la abolición del reclutamiento) a fin de agitar a los campesinos por medio de un ardid; pero en seguida renegó de él, sabiendo como dialéctico y cristiano que una podredumbre interna devora toda una estructura creada, y que un buen fin que justifica malos medios acabará revelando un fatal parentesco con ellos. De este modo la política, la literatura, la pintura, e incluso el arte vocal estaban agradablemente unidos a la emoción amorosa de Nikolai Gavrilovich (hemos vuelto al punto de partida).

Qué pobre era, qué sucio y descuidado, qué lejos estaba de la tentación del lujo... ¡Atención! Esto se debía menos a la castidad proletaria que a la natural indiferencia con que un asceta trata las púas de un cilicio permanente o la mordedura de pulgas sedentarias. Sin embargo, incluso un cilicio se ha de reparar de vez en cuando. Estamos presentes cuando el inventivo Nikolai Gavrilovich considera que ha de zurcir sus viejos pantalones: resultó que no tenía hilo negro, así que sumergió en tinta el que le quedaba; allí cerca había una antología de versos alemanes, abierto en el principio de Guillermo Tell. Como resultado de agitar el hilo (para secarlo), varias gotas de tinta cayeron sobre la página; el libro no era suyo. Encontró un limón en una bolsa que había detrás de la ventana y trató de borrar las manchas, pero sólo consiguió ensuciar el limón, además del alféizar, donde había dejado el pernicioso hilo. Entonces buscó la ayuda de un cuchillo y empezó a rascar (este libro con las poesías perforadas se halla ahora en la biblioteca de la Universidad de Leipzig; por desgracia, no ha sido posible averiguar cómo llegó hasta allí). La tinta era, desde luego, el elemento natural de Chernyshevski (se bañaba literalmente en ella), que solía untar con ella las grietas de sus zapatos cuando no tenía betún; o bien las ocultaba envolviéndose el pie con una corbata negra. Rompía los cacharros de barro, lo manchaba y estropeaba todo. Su amor por la materialidad no era correspondido. Posteriormente, durante los trabajos forzados, no sólo resultó incapaz de hacer una sola de las tareas especiales de los presidiarios sino que adquirió fama por su ineptitud para realizar lo que fuera con las manos (y al mismo tiempo acudía siempre en ayuda de un compañero: «No te metas en lo que no te importa, pilar de la virtud», solían decirle con aspereza los demás presidiarios). Ya hemos dado un vistazo al joven apresurado y confuso que han echado a la calle. Rara vez se enfadaba; sin embargo, un día observó, no sin orgullo, que se había vengado de un joven conductor de trineo que le alcanzó con la limonera: pasando en silencio por entre las piernas de dos sobresaltados comerciantes, le arrancó un mechón de cabellos. Pero en general era manso y aguantaba los insultos, aunque en secreto se sentía capaz de «los actos más desesperados y dementes». Empezó como pasatiempo a versarse en la propaganda conversando con mujiks, con un barquero ocasional del Neva o un pastelero de mente despierta.