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Entremos en el tema de las pastelerías. Han visto muchas cosas en su tiempo. Fue allí donde Pushkin bebió de un trago un vaso de limonada antes de su duelo; fue allí donde Sofía Perovski y sus compañeros tomaron una ración (¿de qué? La historia no logró del todo...) antes de dirigirse al Muelle del Canal para asesinar a Alejandro II. La juventud de nuestro héroe sufrió la fascinación de las pastelerías, por lo que más tarde, durante una huelga de hambre en la fortaleza, llenó —en ¿Qué hacer? —este o aquel discurso con un involuntario alarido de lirismo gástrico: «¿Hay una pastelería por aquí cerca? Me pregunto si tendrán tartas de nueces —para mi gusto son las mejores tartas, María Alexeyevna». Pero en contraste con sus recuerdos futuros, las pastelerías y los cafés no le seducían en absoluto con sus manjares —ni la pasta de hojaldre hecha con mantequilla rancia, ni siquiera los buñuelos rellenos de mermelada de cereza; ¡con periódicos, caballeros, con periódicos era como le seducían! Probó diversos cafés —eligiendo los que disponían de más periódicos, o lugares que fuesen más sencillos y libres. Así, en Wolf, «las dos últimas veces, en lugar de su pan blanco (léase: el de Wolf), tomé café con una (léase: mi) rosca de cinco copecs, la última vez sin esconderme» —es decir, la primera de estas dos últimas veces (el puntilloso detalle de su diario hace cosquillas en el cerebelo) se escondió, porque ignoraba si aceptarían roscas compradas en otro lugar. El sitio era caliente y tranquilo y sólo de vez en cuando un pequeño viento del sudoeste que soplaba desde las páginas del periódico hacía oscilar las llamas de las velas («algunos disturbios ya han tocado a la Rusia que nos ha sido confiada», como lo expresó el zar). «¿Puedo coger la Indépendance belgel Gracias.» Las llamas de las velas se enderezan, reina el silencio (pero suenan disparos en el Boulevard des Capucines, la révolution se aproxima a las Tullerías —y ahora Louis Philippe se da a la fuga, por la Avenue de Neuilly, en un fiacre).

Y después le atormentó la acidez. En general se alimentaba de toda clase de porquerías, siendo indigente y poco práctico. Aquí es apropiada la cantinela de Nekrasov:

Como bocados comía más duros que la hojalata,

tales empachos sufría que hasta la muerte ansiaba.

Andaba millas, pensando qué leería hasta el alba.

¡Pero mi techo era bajo y, cielos, cómo fumaba!

A propósito, Nikolai Gavrilovich no fumaba sin una razón —empleaba precisamente los cigarrillos Zhukov para combatir la indigestión (y también el dolor de muelas). Su diario, en especial el del verano y otoño de 1849, contiene una multitud de referencias exactas a cómo y dónde vomitaba. Además de fumar, se trataba con agua y ron, aceite caliente, sales inglesas, centaurina con hojas de naranja amarga, y constante y concienzudamente, con una especie de extraño gusto, empleaba el método romano —y es probable que al final hubiese muerto de agotamiento si (graduado y retenido en la universidad para trabajo avanzado) no se hubiera ido a Saratov.

Y entonces, en Saratov... Pero por mucho que nos gustara no perder tiempo en salir de este callejón, al que nos ha llevado nuestra charla sobre pastelerías, y cruzar al lado soleado de la vida de Nikolai Gavrilovich, es necesario (a causa de cierta continuidad oculta) permanecer un poco más en este lugar. Una vez, con una necesidad apremiante, se metió corriendo en una casa de la Gorojovaya (sigue una redundante descripción —con ideas posteriores —de la situación de la casa) y ya estaba ordenando su atuendo cuando «una muchacha vestida de rojo» abrió la puerta. Al ver la mano de Nikolai —que quería sujetar la puerta—, dio un grito, «como suele ocurrir». El ruidoso crujido de la puerta, su picaporte flojo y herrumbroso, el hedor, el frío glacial —todo esto es horrible...— y no obstante el excéntrico sujeto está preparado para debatir consigo mismo sobre la verdadera pureza, observando con satisfacción que «ni siquiera traté de descubrir si era bien parecida». Por otro lado, cuando soñaba su vista era más penetrante, y la contingencia del sueño era más bondadosa con él que su destino público —pero incluso aquí, cuán grande es su deleite porque cuando en su sueño besa tres veces la mano enguantada de «una dama extremadamente rubia» (madre de un supuesto alumno que le protege en el sueño, todo esto con el estilo de Jean-Jacques), es incapaz de reprocharse un solo pensamiento carnal. También su memoria resultó ser penetrante cuando recordaba aquella joven y tortuosa añoranza de belleza. A la edad de cincuenta años evoca en una carta desde Siberia la imagen angélica de una muchacha que una vez observó, en su juventud, en una exposición de Industria y Agricultura: «Pasaba por allí cierta familia aristocrática —narra en su estilo posterior, bíblicamente lento—. Esta muchacha me atrajo, verdaderamente me atrajo... La seguí a tres pasos de distancia, admirándola... Era evidente que pertenecían a la más alta sociedad. Todo el mundo podía deducirlo de sus modales en extremo refinados (como observaría Strannolyubski, hay algo dickensiano en esta expresión empalagosa, pero no debemos olvidar que quien escribe esto es un anciano triturado a medias por los trabajos forzados, como diría con justicia Steklov). El gentío les cedía el paso... Yo era libre de andar a unos tres pasos de distancia sin apartar la mirada de aquella muchacha (¡pobre satélite!). Y esto se prolongó durante una hora o más.» (Por extraño que parezca, las exposiciones en general, por ejemplo la de Londres de 1862 y la de París de 1889, tuvieron un marcado efecto sobre su destino; del mismo modo Bouvard y Pécuchet, cuando acometieron la descripción de la vida del duque de Angulema, se asombraron del papel que representaron en ella... los puentes.)

De todo esto se deduce que al llegar a Saratov no pudo evitar enamorarse de la hija de veinte años del doctor Sokrat Vasiliev, jovencita agitanada que llevaba pendientes colgando de los largos lóbulos de sus orejas, medio ocultas por ondas de cabellos oscuros. Era una criatura coqueta y afectada, «centro de la atención y adorno de los bailes provincianos» (en las palabras de un contemporáneo anónimo), que sedujo y embobó a nuestro torpe y virginal héroe con el crujido de su choux azul celeste y el acento melodioso de su habla. «Mire, qué bracito tan encantador», decía, estirándolo hacia sus gafas empañadas —brazo desnudo y moreno, cubierto por un vello brillante—. Él se frotaba con aceite de rosas y sangraba al afeitarse. ¡Y qué serios cumplidos inventaba! «Tendría que vivir en París», declaró con vehemencia, sabedor por otros que ella era «demócrata». No obstante, París no era el hogar de la ciencia para ella sino el reino de las rameras, por lo que se sintió ofendida.