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Enseñaba allí gramática y literatura en la escuela secundaria y resultó ser un maestro en extremo popular: en la clasificación no escrita que los muchachos aplicaban con rapidez y exactitud a todos los profesores, le asignaron al tipo de sujeto nervioso, distraído y bonachón que se irritaba con facilidad pero a quien se podía distraer del tema sin el menor esfuerzo —para caer al instante en las garras del virtuoso de la clase (Fioletov hijo, en este caso): en el momento crítico, cuando parecía inevitable el desastre para aquellos que no sabían la lección, y quedaba muy poco tiempo para que el celador agitase la campana, formulaba una pregunta salvadora y dilatoria: «Nikolai Gavrilovich, aquí hay algo sobre la Convención...», y en seguida Nikolai Gavrilovich se entusiasmaba, iba a la pizarra y, aplastando la tiza, dibujaba el plano de la sala donde celebraba sus reuniones la Convención Nacional de 1792-1795 (era, como ya sabemos, un gran experto en planos), y entonces, animándose cada vez más, señalaba los lugares que habían ocupado los miembros de todos los partidos.

Durante aquellos años en provincias se comportó con bastante imprudencia, pues asustó a la gente moderada y la juventud temerosa de Dios con la severidad de sus opiniones y la insolencia de sus modales. Se ha conservado una historia algo retocada al efecto de que, en el funeral de su madre, apenas bajado el ataúd, encendió un cigarrillo y se fue del brazo de Olga Sokratovna, con quien se casó diez días después. Pero los muchachos del grado superior estaban entusiasmados con él; algunos de ellos siguieron después vinculados a él con aquel ardor extasiado con que la gente joven de esta era didáctica se mantenía fiel al maestro que estaba a punto de convertirse en un líder; en cuanto a la «gramática», hay que decir en conciencia que sus alumnos jamás aprendieron a utilizar las comas. ¿Acudieron muchos de ellos a su funeral, cuarenta años después? Según algunas fuentes había dos, según otras, ninguno. Y cuando la procesión fúnebre iba a detenerse ante la escuela de Saratov para entonar una letanía, el director envió a alguien a informar al sacerdote de que esto era inoportuno, y, acompañada por un viento de octubre, racheado e intermitente, la procesión pasó de largo.

Mucho menos lograda que su carrera en Saratov fue, después de su traslado a San Petersburgo, su enseñanza en el Segundo Cuerpo de Cadetes, durante varios meses de 1854. Los cadetes armaban alborotos en sus clases. Gritar con estridencia a los díscolos alumnos sólo servía para aumentar la confusión. ¡Uno no podía enardecerse mucho allí a propósito de los Montagnards! En cierta ocasión, durante un recreo, se produjo un altercado en una de las clases, el oficial de guardia entró, ladró un poco y dejó tras de sí una calma relativa; entretanto, estalló el desorden en otra clase (el recreo ya había terminado), en la cual Chernyshevski acaba de entrar con la cartera bajo el brazo. Volviéndose hacia el oficial, le detuvo con la mano y dijo con irritación contenida, mientras le miraba por encima de las gafas: «No, señor, ahora no puede entrar aquí.» El oficial se sintió insultado; el profesor se negó a disculparse y se marchó. De este modo se inició el tema de los «oficiales».

Sin embargo, el ansia de instruir ya había arraigado en él para el resto de su vida, y desde 1853 a 1862 sus actividades periodísticas de la aspiración de alimentar al flaco lector ruso con una dieta de la más variada información: las raciones eran enormes, el suministro de pan, inagotable, y los domingos se repartían nueces; porque mientras subrayaba la importancia de los platos de carne de política y filosofía, Nikolai Gavrilovich nunca olvidaba los postres. Por su crítica de Magia doméstica, de Amarantov, es evidente que había intentado en su casa esta física entretenida, y a uno de los mejores trucos, «llevar agua en un tamiz», añadió su propia enmienda: como todos los divulgadores, tenía debilidad por semejantes Kunststücke; y tampoco debemos olvidar que apenas había pasado un año desde que, por un acuerdo con su padre, había abandonado finalmente su idea del movimiento perpetuo.

Le encantaba leer almanaques, y observaba para información general de los suscriptores de El Contemporáneo(1855): «Una guinea equivale a 6 rublos y 47,5 copecs; el dólar norteamericano es 1 rublo de plata y 31 copecs»; o les informaba de que «las torres telegráficas entre Odesa y Ochakov se han construido gracias a donaciones.» Enciclopedista auténtico, una especie de Voltaire —aunque con acento en la primera sílaba—, copió con generosidad miles de páginas (estaba siempre dispuesto a abrazar la alfombra enrollada de cualquier tema y desenrollarla toda ante el lector), tradujo toda una biblioteca, cultivó todos los géneros, incluida la poesía, y soñó hasta el fin de su vida con componer «un diccionario crítico de ideas y hechos» (lo cual recuerda la caricatura de Flaubert, aquel «Dictionnaire des idées reçues» cuyo irónico epígrafe —«la mayoría siempre tiene razón»— hubiese adoptado Chernyshevski con toda seriedad). Sobre este tema escribe a su esposa desde la fortaleza, le habla con pasión, tristeza y amargura de todas las obras titánicas que aún completará. Más tarde, durante los veinte años de su aislamiento siberiano, buscó solaz en este sueño; pero cuando, un año antes de su muerte, conoció la aparición del diccionario de Brockhaus, lo vio realizado. Entonces se propuso traducirlo (de otro modo «acumularían en él toda clase de basura, como los artistas menores alemanes»), pues consideraba que semejante obra coronaría toda su vida; resultó que también esto ya lo había emprendido otro.

Al principio de sus actividades periodísticas, al escribir sobre Lessing (que había nacido exactamente cien años antes que él y con quien él mismo admitía cierto parecido), dijo: «Para tales naturalezas existe un servicio más dulce que el servicio a la propia ciencia favorita —y es el servicio al desarrollo del propio pueblo.» Como Lessing, solía desarrollar ideas generales basándose en casos particulares. Y al recordar que la esposa de Lessing había muerto de parto, temió por Olga Sokratovna, sobre cuyo primer embarazo escribió a su padre en latín, tal como hiciera Lessing cien años antes.

Esclarezcamos un poco este tema: el 21 de diciembre de 1853, Nikolai Gavrilovich hizo saber que, según mujeres bien informadas, su esposa había concebido. El parto fue difícil. Nació un niño. «Mi cariñín», arrulló Olga Sokratovna a su primogénito —pero muy pronto se desencantó del pequeño Sasha. Los médicos les advirtieron que otro hijo mataría a la madre. Pese a ello, quedó embarazada de nuevo —«en cierto modo como expiación de nuestros pecados, contra mi voluntad», escribió a Nekrasov en tono lastimero, con angustia sorda... No, era otra cosa, algo más fuerte que el temor por su esposa, lo que le oprimía. Según algunas fuentes, Chernyshevski pensó en el suicidio durante los años cincuenta; incluso pareció que bebía —¡qué visión tan espantosa: Chernyshevski borracho! Era inútil ocultarlo —el matrimonio había resultado desgraciado, tres veces desgraciado, e incluso en años posteriores, cuando hubo logrado con ayuda de sus reminiscencias «inmovilizar su pasado en un estado de felicidad estática» ( Strannolyubski), todavía llevaba las marcas de aquella amargura fatal y mortífera —compuesta de piedad, celos y orgullo herido— que un marido de carácter muy diferente había experimentado y tratado de muy distinta manera: Pushkin.

Tanto su esposa como el recién nacido Victor sobrevivieron y en diciembre de 1858 estuvo de nuevo a punto de morir al dar a luz a su tercer hijo, Misha. Asombrosos tiempos —heroicos, prolíficos, que vestían crinolina— ese símbolo de fertilidad.

«Son inteligentes, educadas, buenas, lo sé —mientras yo soy estúpida, inculta y mala», solía decir Olga Sokratovna (no sin aquel espasmo del alma llamado nadryv) acerca de las parientas de su marido, las hermanas Pypin, que pese a su bondad no ahorraban insultos a «esta histérica, esa ramera desequilibrada de carácter insufrible». ¡Cómo tiraba los platos al suelo! ¿Qué biógrafo puede juntar los pedazos? Y aquella pasión por el movimiento... Aquellas indisposiciones misteriosas... En su vejez le gustaba mucho recordar que una tarde polvorienta y soleada, paseando por Pavlovsk en un faetón tirado por un caballo de raza, había adelantado al Gran Duque Konstantin, y entonces lanzó al aire su velo azul y lo aniquiló con una mirada ardiente, o que había engañado a su marido con el emigrado polaco, Ivan Fiodorovich Savitski, hombre conocido por la longitud de su bigote: «Golfillo ( Kanashka, apodo vulgar) estaba enterado de ello... Ivan Fiodorovich y yo nos hallábamos en la alcoba, mientras él seguía escribiendo en su escritorio junto a la ventana.» Uno siente mucha lástima de Golfillo; debió atormentarle penosamente la presencia de los hombres que rodeaban a su mujer y estaban en diferentes fases de intimidad amorosa con ella. Las fiestas de madame Chernyshevski eran animadas sobre todo por una pandilla de estudiantes caucasianos. Nikolai Gavrilovich no salía casi nunca a reunirse con ellos en el salón. Una vez, la víspera de Año Nuevo, los georgianos, conducidos por el payaso Gogoberidze, irrumpieron en su estudio, le sacaron por la fuerza, y Olga Sokratovna le echó una mantilla por encima y le obligó a bailar.