Sí, uno se apiada de él —y sin embargo... podría haberle dado unos buenos azotes con una correa, enviarla al diablo; o incluso describirla con todos sus pecados, gemidos, extravíos e innumerables traiciones en una de aquellas novelas con las que se ocupaba en los ratos de ocio de la prisión. Pero, ¡no! En El prólogo(y parcialmente en ¿Qué hacer?) nos conmueven sus intentos de rehabilitar a su esposa. No hay amantes a su alrededor, sólo admiradores respetuosos; y tampoco hay aquella coquetería barata que inducía a los hombres (a los que llamaba mushchinki, horrible diminutivo) a creerla aún más accesible de lo que realmente era, y lo único que se encuentra es la vitalidad de una mujer bella e ingeniosa. La disipación se convierte en emancipación, y el respeto hacia su emprendedor marido (cierto que sentía algún respeto hacia él, pero no servía de nada) aparece como su sentimiento dominante. En El prólogo, el estudiante Mironov, con objeto de desorientar a un amigo, le dice que la esposa de Volgin es viuda. Esto trastorna tanto a la señora Volgin que prorrumpe en llanto —e igualmente la heroína de ¿Qué hacer?, que representa a la misma mujer, suspira, entre vertiginosas frases hechas, por su marido arrestado. Volgin abandona la imprenta y corre a la ópera donde escudriña con unos prismáticos una y otra parte del auditorio tras lo cual resbalan bajo las lentes lágrimas de ternura. Había ido a comprobar que su mujer, sentada en su palco, era más atractiva y elegante que todas —exactamente igual que el propio Chernyshevski había comparado en su juventud a Nadeshda Lobodovski con cabezas femeninas.
Y aquí volvemos a estar rodeados de las voces de su estética —porque los motivos de la vida de Chernyshevski ya me obedecen, he domesticado sus temas, ya se han acostumbrado a mi pluma; les doy rienda suelta con" una sonrisa: en el curso de su desarrollo se limitan a describir un círculo, como un bumerang o un halcón, para terminar volviendo a mi mano; e incluso aunque alguno volara muy lejos, más allá del horizonte de mi página, no me preocuparía; encontraría el camino de vuelta, como ha hecho éste.
Así pues: el 10 de mayo de 1855, Chernyshevski defendía en la Universidad de San Petersburgo la tesis que ya conocemos, «Las relaciones del Arte con la Realidad», escrita en tres noches de agosto de 1853; es decir, precisamente cuando «las vagas y líricas emociones de su juventud, que le sugirieron la consideración del arte en términos del retrato de una mujer bella, habían acabado por madurar y ahora producían esta fruta carnosa en natural correlación con la apoteosis de su pasión marital» ( Strannolyubski). En este debate público se proclamó por vez primera «la tendencia intelectual de los años sesenta», como recordó más tarde el anciano Shelgunov, y, observó con desalentadora ingenuidad, que el presidente de la Universidad, Pletniov, no se emocionó ante el discurso del joven estudioso, cuyo genio fue incapaz de percibir.
El auditorio, en cambio, estaba en éxtasis. Había acudido tanta gente que algunos tuvieron que permanecer de píe en las ventanas. «Descendieron como moscas sobre la carroña», rió con desprecio Turguenev, que debió sentirse herido en su calidad de esteta declarado, aunque él mismo no era contrario a complacer a las moscas.
Como ocurre a menudo con las ideas poco firmes que no se han librado de la carne o ésta las ha cubierto, es posible detectar en las nociones estéticas del «joven estudioso» su propio estilo físico, el sonido mismo de su voz estridente y didáctica. «La belleza es la vida. Aquello que nos gusta es hermoso; la vida nos gusta en sus buenas manifestaciones... Hablad de la vida y sólo de la vida (así continúa este sonido, aceptado tan de buen grado por la acústica del siglo), y si los seres humanos no viven humanamente —pues, enseñadles a vivir, describidles las vidas de hombres ejemplares y sociedades bien organizadas.» El arte es así un sustituto o un veredicto, pero en ningún caso el equivalente de la vida, del mismo modo que «un boceto es artísticamente muy inferior al cuadro» del que ha sido tomado (una idea encantadora). «Sin embargo —prosiguió con claridad el orador—, en lo único que la poesía puede superar a la realidad es en el embellecimiento de acontecimientos mediante la adición de efectos accesorios y haciendo que el carácter de los personajes descritos corresponda a los acontecimientos en que toman parte.»
Así, al denunciar el «arte puro», los hombres de los años sesenta, y las buenas personas rusas hasta los noventa, denunciaron —como resultado de una información defectuosa —su propio concepto falso de él, porque del mismo modo que veinte años después el escritor social Garshin vio el «arte puro» en los cuadros de Smiradski (académico de categoría) —o un asceta puede soñar con un banquete que repugnaría a un epicúreo—, así Chernyshevski, sin tener la menor idea de la verdadera naturaleza del arte, vio su culminación en el arte convencional y vistoso (es decir, anti-arte) al que se oponía, arremetiendo a ciegas. Al mismo tiempo es preciso no olvidar que el otro bando, el bando de los «estetas» —el crítico Drushinin con su pedantería e insulsa brillantez, o Turguenev con sus «visiones» elegantes en exceso y su mal empleo de Italia— proporcionaba con frecuencia al enemigo aquel mismo material empalagoso que era tan fácil de condenar.
Nikolai Gavrilovich denostaba la «poesía pura» dondequiera que la encontrase —en las sendas más inesperadas. En su crítica de un libro de consulta, en las páginas de El Contemporáneo(1854), citaba una lista de vocablos que en su opinión eran demasiado largos: l aberinto, laurel, Lenclos (Ninon de)—y otra lista de vocablos demasiado cortos: laboratorio, Lafayette, Linen, Lessing. ¡Una objeción elocuente! ¡Un lema que cuadra con toda su vida intelectual! Las oleadas oleográficas de la «poesía» originaron (como ya hemos visto) un «lujo» de abundantes senos; lo «fantástico» tomó un sombrío giro económico. «Iluminaciones... Confeti lanzados a las calles desde globos —enumera (el tema son los festejos y regalos con ocasión del bautizo del hijo de Luis Napoleón)—, colosales bomboneras descendiendo en paracaídas.»...Y qué cosas poseen los ricos: «Camas de palisandro... armarios con goznes y espejos corredizos... cortinajes de damasco... Y más allá, el pobre trabajador.» Se ha hallado el vínculo, se ha obtenido la antítesis; con tremenda fuerza acusatoria y una abundancia de piezas de mobiliario, Nikolai Gravrilovich expone toda su inmoralidad. «¿Es sorprendente que la modistilla dotada de hermosura olvide poco a poco sus principios morales...? ¿Es sorprendente que después de cambiar su barato vestido de muselina, lavado centenares de veces, por encajes de Alencon, y sus noches de insomnio dedicadas al trabajo a la luz de una vela casi consumida por otras noches de insomnio en una mascarada pública o en una orgía suburbana, la modistilla... en medio de la confusión...?», etcétera. (Y después de meditarlo, aniquiló al poeta Nikitin, no porque éste versificara mal, sino porque, siendo un habitante de la remota región de Voronesh, no tenía ningún derecho a hablar de veleros y columnatas de mármol.)
El pedagogo alemán Kampe, cruzando sus pequeñas manos sobre el estómago, dijo una vez: «Hilar una libra de lana es más útil que escribir un volumen de versos.» También a nosotros, con seriedad igualmente imperturbable, nos molestan los poetas, los sujetos rebosantes de salud que estarían mejor sin hacer nada, y que en cambio se atarean recortando tonterías «de bonitos papeles de colores». Entérate bien, tramposo, entérate bien, recortador de arabescos, «el poder del arte es el poder de sus lugares comunes» y nada más. Lo que más debería interesar a un crítico es la idea expresada en la obra del escritor. Tanto Volynski como Strannolyubski— observan aquí cierta extraña inconsecuencia (una de esas fatales contradicciones internas que se descubren a lo largo de todo el camino de nuestro héroe): el dualismo de la estética del monista Chernyshevski —en la cual la «forma» y el «contenido» son claros, predominando el «contenido»— o, más exactamente, la «forma» representando al alma y el «contenido», al cuerpo; y la confusión se ve incrementada por el hecho de que esta «alma» consiste en componentes mecánicos, ya que Chernyshevski creía que el valor de una obra no era un concepto cualitativo sino cuantitativo, y que «si alguien extrajera de una novela mediocre y olvidada todos sus destellos de observación, recogería gran número de frases cuyo valor no diferiría del de aquellos que constituyen las páginas de las obras que admiramos». Y aún más: «Es suficiente echar una mirada a las chucherías fabricadas en París, a esos elegantes artículos de bronce, porcelana o madera, para comprender lo imposible que es hoy distinguir entre un producto artístico y otro que no lo sea» (este elegante bronce explica muchas cosas).