Chernyshevski apuntaba silogismos defectuosos; en cuanto les daba la espalda, los silogismos se desmoronaban y los clavos quedaban medio desprendidos. Al eliminar el dualismo metafísico, cayó en el dualismo gnoseológico, y tras haber aceptado con atolondramiento a la materia como el primer principio, se perdió sin remedio entre conceptos que presuponen algo que crea nuestra percepción del propio mundo exterior. El filósofo profesional Yurkevich no necesitó el menor esfuerzo para despedazarle. Yurkevich no dejaba de preguntarse: ¿Cómo explica Chernyshevski la transformación del movimiento espacial de los nervios en una sensación no espacial? En vez de replicar al detallado artículo del pobre profesor, Chernyshevski publicó exactamente un tercio de él en El Contemporáneo(es decir, lo máximo permitido por la ley) y lo interrumpió en mitad de una palabra, sin ningún comentario. No le importaban nada en absoluto las opiniones de los especialistas y, no veía ningún perjuicio en desconocer los detalles del tema sometido a examen: para él los detalles eran simplemente el elemento aristocrático en la nación de nuestras ideas generales.
«Su cabeza medita sobre los problemas de la humanidad... mientras su mano realiza una labor manual sencilla», escribió de su «obrero socialmente consciente» (y no podemos evitar acordarnos de aquellos grabados de los viejos atlas anatómicos, donde un adolescente de rostro simpático se apoya con desenvoltura contra una columna y muestra todas sus visceras al mundo educado). Pero el régimen político que debía aparecer como la síntesis del silogismo, donde la tesis era la comuna, se parecía menos a la Rusia soviética que a las utopías de su tiempo. El mundo de Fourier, la armonía de las doce pasiones, la felicidad de la vida colectiva, los obreros coronados de rosas —todo esto tenía que gustar a Chernyshevski, que siempre estaba buscando «coherencia». Soñemos con el falansterio que vive en un palacio: 1.800 almas —¡y todas felices! Música, banderas, pasteles. Los matemáticos gobiernan el mundo y lo gobiernan bien, además; la correspondencia establecida por Fourier entre nuestros deseos y la gravedad de Newton era especialmente cautivadora; definía la actitud de Chernyshevski hacia Newton para toda su vida, y es agradable comparar la manzana de este último con la manzana de Fourier, que costaba al viajante de comercio catorce sous en un restaurante de París, hecho que llevó a Fourier a meditar sobre el básico desorden del mecanismo industrial, del mismo modo la cuestión de los gnomos (pequeños campesinos) vinateros del valle del Mosela indujo a Marx a ocuparse de los problemas económicos: gracioso origen de ideas grandiosas.
Cuando defendía la propiedad comunal de la tierra, porque simplificaba la organización de asociaciones en Rusia, Chernyshevski estaba dispuesto a aceptar la emancipación de los campesinos sin tierra, cuya propiedad hubiera conducido a la larga a nuevos impedimentos. En este punto emanan chispas de su pluma. ¡La liberación de los siervos! ¡La era de las grandes reformas! No es de extrañar que en un arranque de intensa clarividencia el joven Chernyshevski anotara en su diario en 1848 (año al que alguien dio el apodo de «respiradero del siglo»): «¿Y si es cierto que estamos viviendo en tiempos de Cicerón y César, cuando seculorum novus nascitur ordo, y llega un nuevo Mesías y una nueva religión, y un mundo nuevo...?»
Los años cincuenta ya están en pleno auge. Se permite fumar por las calles. Se puede llevar barba. La obertura de Guillermo Tell provoca censuras estrepitosas en cada velada musical. Circulan rumores de que la capital se traslada a Moscú; de que se va a reemplazar el viejo calendario por el nuevo. Bajo esta pantalla Rusia está atareada reuniendo material para la primitiva pero sabrosa sátira de Saltikov. «Me gustaría saber qué son estas habladurías de que hay un nuevo espíritu en el aire —dijo el general Zubatov—; sólo los lacayos se han vuelto groseros, todo lo demás continúa como siempre.» Los terratenientes y sobre todo sus esposas empezaron a tener pesadillas que no figuraban en los libros sobre sueños. Una nueva herejía hizo su aparición: el nihilismo. «Doctrina escandalosa e inmoral que rechaza todo cuanto no se puede palpar», dice Dahl con un estremecimiento al definir esta extraña palabra (en la cual «nihil», nada, parece corresponder a «material»). Personas con órdenes sagradas tuvieron una visión: un enorme Chernyshevski pasea por el Nevsky Prospekt tocado con un sombrero de alas anchas y empuñando un garrote.
¡Y aquel primer edicto en nombre del gobernador de Vilno, Nazimov! ¡Y la firma del zar, tan bella, tan robusta, con dos rúbricas potentes y vigorosas, que más tarde sería rasgada por una bomba! Y el éxtasis de Nikolai Gavrilovich: «La bienaventuranza prometida a los humildes y pacificadores corona a Alejandro II con una felicidad que ninguno de los soberanos de Europa ha conocido...»
Pero poco después se formaron los comités provinciales, el ardor de Chernyshevski se enfrió: le encolerizó el egoísmo de los nobles en casi todos ellos. Su desilusión final llegó en la segunda mitad de 1858. ¡La cuantía de la compensación! La mezquindad de las asignaciones! El tono de El Contemporáneose hizo afilado y franco; las expresiones «infame» e «infamia» empezaron a animar de modo agradable las páginas de esta revista más bien aburrida.
La vida de su director no era rica en acontecimientos. Durante mucho tiempo el público no conoció su rostro. No se le veía por ninguna parte. Ya famoso, permanecía por así decirlo en los bastidores de su pensamiento ocupado y locuaz.
Siempre en bata, como era costumbre entonces (manchada incluso detrás con grasa de las velas), pasaba el día entero en su reducido estudio empapelado de azul —bueno para la vista —y con una ventana que daba al patio (y a un montón de troncos cubiertos de nieve), sentado ante un gran escritorio repleto de libros, galeradas y recortes. Trabajaba tan febrilmente, fumaba tanto y dormía tan poco que producía una impresión casi espeluznante: flaco, nervioso, de mirada turbia y penetrante, manos temblorosas, habla aturullada y espasmódica (en cambio, jamás tenía dolor de cabeza y se jactaba de ello como un signo de mente sana). Su capacidad de trabajo era monstruosa, como lo era, por cierto, la de la mayoría de los críticos rusos del siglo pasado. Dictaba a su secretario Studentski, ex seminarista de Saratov, la traducción de la historia de Schlosser, y mientras éste la pasaba al papel, Chernyshevski escribía un artículo para El Contemporáneoo leía algo, sin dejar de hacer anotaciones en los márgenes. Las visitas no dejaban de importunarle. No sabiendo como escapar de un visitante inoportuno, se enredaba cada vez más en una conversación, ante su gran desaliento. Apoyaba el codo en la repisa de la chimenea y, jugando con algo, hablaba con voz chillona y estridente, pero cuando sus pensamientos se desviaban, mascullaba palabras con monotonía y una abundancia de «bien...». Tenía un modo peculiar de reír entre dientes (que hacía sudar a León Tolstoi), pero cuando reía con ganas soltaba unas carcajadas ensordecedoras (gorjeos que Turguenev, al oírlos desde lejos, evadía echando a correr).
Los métodos de conocimiento como el materialismo dialéctico se parecen curiosamente a los poco escrupulosos anuncios de medicinas que curan al instante todas las enfermedades. Aun así, semejante medio puede ayudar, de vez en cuando, a vencer un resfriado. Había una clara muestra de arrogancia clasista en las actitudes de los escritores aristocráticos contemporáneos hacia el plebeyo Chernyshevski. Turguenev, Grigorovich y Tolstoi le llamaban «el caballero que olía a chinches» y entre ellos se burlaban de él de mil maneras diferentes. Una vez, en la casa de campo de Turguenev, los otros dos, junto con Botkin y Drushinin, compusieron y representaron una farsa doméstica. En una escena en que un sofá empezaba a arder, Turguenev tenía que salir con el grito... aquí los esfuerzos comunes de sus amigos le convencieron para que pronunciara las infortunadas palabras que alegaba haber dirigido en su juventud a un marinero durante un incendio a bordo de un barco: «Sálvame, sálvame, soy el único hijo de mi madre.» Con esta farsa, Grigorovich, que carecía totalmente de talento, urdió su mediocre Escuela de hospitalidad, a uno de cuyos personajes, el irritable escritor Chernushin, dotó con las facciones de Nikolai Gavrilovich: ojos de topo que miraban extrañamente de lado, labios finos, rostro plano y contraído, cabellos rígidos y despeinados en la sien izquierda y un eufemístico hedor de ron quemado. Es curioso que el notorio grito («¡Sálvame!», etc.) se atribuya aquí a Chernushin, lo cual corrobora la idea de Strannolyubski de que existía una especie de vínculo místico entre Turguenev y Chernyshevski. «He leído su repugnante libro (la disertación) —escribe el primero en una carta a sus compañeros de mofas—. ¡Raca, raca, raca! Ya sabéis que no hay nada más terrible en el mundo que esta maldición judía.»