Un recado de escribir, con mi papel de cartas es lo que veo más intensamente: las hojas están adornadas con una herradura y mi monograma. Me había convertido en todo un experto en iniciales retorcidas, sellos grabados, flores secas y estrujadas (que una niña me envió desde Niza) y lacre, de destellos rojos y broncíneos.
Ninguno de los poemas del libro alude a algo extraordinario que me ocurrió mientras convalecía de un caso de pulmonía especialmente grave. Cuando todo el mundo se había trasladado al salón (para usar una expresión victoriana), uno de los invitados que (para seguir usándola) había guardado silencio toda la velada... La fiebre había remitido durante la noche y por último me arrastré hasta tierra firme. Estaba, permítanme decirlo, débil, lleno de caprichos y transparente —tan transparente como un huevo de cristal tallado. Mi madre había salido a comprarme —no recuerdo exactamente qué —una de esas fruslerías que yo reclamaba de vez en cuando con la caprichosidad de una mujer embarazada, olvidándome por completo de ellas casi en seguida; pero mi madre hacía una lista de estos desiderata. Mientras yacía en la cama entre capas azuladas de crepúsculo interior, me sentía evolucionar hacia una lucidez increíble, como cuando una remota franja de cielo radiantemente pálido se dibuja entre largas y vespertinas nubes y uno puede divisar el cabo y las playas de Dios sabe qué lejanas islas —y se tiene la impresión de que si se da rienda suelta a la volátil mirada se llegará a discernir un barco rutilante, anclado en la húmeda arena, y huellas de pasos llenos de agua brillante. Creo que en aquel momento alcancé el límite máximo de la salud humana: mi mente acababa de sumergirse y aclararse en una negrura peligrosa, sobrenaturalmente limpia; y ahora, sin moverme y sin cerrar siquiera los ojos, vi con el pensamiento a mi madre, con un abrigo de chinchilla y velo de topos negros, que subía al trineo (que en la antigua Rusia parecía siempre tan pequeño comparado con el enorme y acolchado asiento del cochero) y sostenía contra el rostro el peludo manguito gris mientras se deslizaba tras un par de cabellos negros cubiertos con una red azul. Calle tras calle se sucedían sin ningún esfuerzo por mí parte; montones de nieve azotaban la parte delantera del trineo. Ahora se ha detenido. Vasili, el lacayo, baja de su estribo, al tiempo que desengancha la manta hecha de piel de oso, y mi madre avanza con rapidez hacia una tienda cuyo nombre y mercancía no tengo tiempo de identificar, ya que en aquel instante mi tío, su hermano, pasa por allí y la llama (pero ella ya ha desaparecido), y yo le sigo involuntariamente unos pasos, tratando de reconocer el rostro del caballero con quien habla mientras se aleja, pero, al darme cuenta, retrocedo y floto a toda prisa, por así decirlo, hasta el interior de la tienda, donde mi madre ya está pagando diez rublos por un lápiz verde Faber completamente corriente, que ahora dos dependientes envuelven con cariño en papel marrón y entregan a Vasili, que lo lleva detrás de mi madre hasta el trineo, el cual recorre velozmente unas calles anónimas y se detiene ante nuestra casa, que ahora se adelanta para recibirlo; pero aquí el curso cristalino de mi clarividencia quedó interrumpido por la llegada de Ivonna Ivanovna con caldo y tostadas. Yo necesitaba de su ayuda para incorporarme en ia cama. Dio una palmada a la almohada y colocó la bandeja plegable (con sus patas enanas y una zona perpetuamente pegajosa cerca de su esquina sudoccidental) sobre la manta y frente a mí. De improviso se abrió la puerta y entró mi madre, sonriendo, sostenía un paquete largo, envuelto en papel marrón, como si fuera una alabarda. De él emergió un lápiz Faber de un metro de longitud y grosor correspondiente: un gigante que había pendido horizontalmente en el escaparate como un anuncio y un día había despertado mi caprichoso anhelo. Yo aún debía encontrarme en aquel feliz estado en que cualquier extrañeza desciende sobre nosotros como un semidiós y se mezcla, inadvertida, con el gentío dominguero, puesto que en aquel momento no sentí ningún asombro ante lo ocurrido y sólo me dije para mis adentros que me había equivocado respecto al tamaño del objeto; pero más tarde, cuando hube adquirido más fuerza y tapado con pan ciertas rendijas, reflexioné con atisbos de superstición sobre mi acceso de clarividencia (el único que he experimentado en mi vida), del cual estaba tan avergonzado que lo oculté incluso de Tania; y casi derramé lágrimas de. confusión cuando nos encontramos por casualidad, el día de mi primera salida, con un pariente lejano de mi madre, un tal Gaydukov, que le dijo: «Tu hermano y yo te vimos el otro día cerca de Treumann», Mientras tanto, el aire de los poemas se ha hecho más cálido y nos estamos preparando para volver al campo, adonde solíamos trasladarnos incluso en abril durante los años anteriores a mi asistencia a la escuela (no la empecé hasta la edad de doce años).
La nieve, ausente de las laderas, acecha en los barrancos,
y la primavera de Petersburgo
está llena de excitación y anémonas
y de las primeras mariposas.
Pero no necesito a las vanesas del año anterior,
esas hibernantes descoloridas,
ni a las andrajosas de alas color de azufre
que vuelan por bosques transparentes.
Sin embargo, no dejaré de detectar
las cuatro hermosas alas de gasa
de la polilla geométrida más suave del mundo
Extendida sobre un pálido tronco de abedul.
Este poema es el favorito del autor, pero no lo incluyó en la colección porque, una vez más, el tema guarda relación con el de su padre y la economía artística le aconsejó no tocar ese tema antes del momento oportuno. En cambio reprodujo tales impresiones de primavera como la primera sensación que sigue inmediatamente a las postrimerías de la estación: la blandura del suelo, su familiar proximidad con el pie, y en torno a la cabeza, la corriente de aire totalmente incontenida. Compitiendo entre sí, derrochando furiosas invitaciones, de pie en el pescante y agitando su mano libre y mezclando en su chachara «sos» exagerados, los conductores de droshkillamaban a los recién llegados. Un poco más lejos, un coche abierto, carmesí por dentro y por fuera, nos esperaba: la idea de la velocidad ya había dado un vistazo al volante (los árboles del acantilado sabrán a qué me refiero), mientras su aspecto general aún retenía —por un falso sentido del decoro, supongo— un vínculo servil con la forma de una victoria; pero si esto era realmente un intento de imitación, lo destruía por completo el estruendo del motor con el tubo de escape abierto, un estruendo tan feroz que mucho antes de que apareciéramos, el campesino que venía de frente con su carro de heno saltaba a la cuneta y trataba de encapuchar a su caballo con un saco —tras lo cual él y su carro solían acabar en la zanja o incluso en el campo; donde, un minuto después, habiéndose olvidado de nosotros y nuestro polvo, el silencio rural volvía a ser, fresco y delicado, con sólo un minúsculo resquicio para el canto de una alondra.