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«Esta "raca" o "raka" —observa, supersticioso, el biógrafo— acabó siete años después en Rakeev (el coronel de la policía que arrestó al hombre anatematizado), y Turguenev escribió la carta precisamente el 12 de julio, cumpleaños de Chernyshevski...» (se nos antoja que Strannolyubski lleva el asunto demasiado lejos).

Aquel mismo año apareció Rudin, de Turguenev, pero Chernyshevski no lo atacó (por su caricatura de Bakunin) hasta 1860, cuando Turguenev ya no era necesario para El Contemporáneo, al que abandonó a causa de un silbido de serpiente emitido por Dobrolyubov contra su «en la Víspera». Tolstoi no podía soportar a nuestro héroe: «No deja uno de oír —escribió— esa desagradable vocecita suya diciendo cosas obtusas y maliciosas... que no cesa de expresar su cólera desde un rincón hasta que alguien le dice "cierrra el pico" y le mira directamente a los ojos». «Los aristócratas se convertían en vulgares rufianes —observa Steklov a este respecto— cuando hablaban con inferiores o acerca de personas inferiores a ellos socialmente.» Sin embargo, «el inferior» no dejó de pagar su deuda; sabedor de cuánto valoraba Turguenev cualquier palabra en contra de Tolstoi, Chernyshevski, en los años cincuenta, se extendió libremente sobre la poshlost(vulgaridad) y hvastovstvo(fanfarronería) de Tolstoi —«la fanfarronería de un pavo real estúpido por una cola que ni siquiera cubre su vulgar trasero», etc. «Usted no es Ostrovski ni Tolstoi —añadía Nikolai Gavrilovich—, usted es un honor para nosotros» (y Rudin ya había aparecido —desde hacía dos años).

Las otras críticas literarias le flagelaban tanto como podían. El crítico Dudyshkin (en El Comentarista Nacional) le apuntó, irascible, con su pipa corta: «Para usted, la poesía es tan sólo capítulos de economía política puestos en verso.» Sus enemigos del campo místico hablaban del «pernicioso atractivo» de Chernyshevski, de su parecido físico con el Diablo (por ejemplo, el profesor Kostomarov). Otros periodistas de corte más sencillo, como Blagosvetlov (que se consideraba un caballero elegante y, pese a su radicalismo, tenía como paje a un negro verdadero, sin embetunar), hablaban de los chanclos sucios de Chernyshevski y sus atuendos de sacristán alemán. Nekrasov salió en defensa del «inteligente sujeto» (a quien había introducido en El Contemporáneo) con una débil sonrisa, y aunque admitió que había logrado otorgar un sello de monotonía a la revista, atiborrándola de cuentos mediocres que denunciaban el soborno y a la policía, encomió a su colega por sus fructíferos trabajos: gracias a él, la revista, que en 1858 tenía 4.700 suscriptores, tres años después los incrementó hasta 7.000. Las relaciones entre Nikolai Gavrilovich y Nekrasov eran amistosas, pero nada más; hay una insinuación referente a unas disposiciones financieras que le desagradaron. En 1883, con objeto de distraer al anciano, su primo Pypin le sugirió que escribiera algunos «retratos del pasado». Chernyshevski describió su primer encuentro con Nekrasov, con la meticulosidad y diligencia que ya nos son familiares (en que no podía faltar un complejo plano de todos sus movimientos por la habitación y que casi incluía el número de pasos), pormenor que sonaba como un insulto dirigido al Padre Tiempo y su honrado trabajo, si tenemos en cuenta que habían transcurrido treinta años desde que tuvieron lugar estas maniobras. Colocó a Nekrasov en el primer lugar entre todos los poetas (por encima de Pushkin y por encima de Lermontov y Koltsov). La Traviatahizo llorar a Lenin; de modo similar, Chernyshevski, que confesaba que la poesía del corazón le era más querida que la poesía de ideas, solía prorrumpir en llanto al leer aquellos versos de Nekrasov (¡aunque fueran yámbicos!) que expresaban todo cuanto él había experimentado, todos los tormentos de su juventud, todas las fases de su amor por su esposa. Y no es de extrañar: el pentámetro yámbico de Nekrasov nos encanta especialmente por su fuerza exhortatoria, suplicante y profética y por una cesura muy individual después del segundo pie, cesura que en Pushkin, por ejemplo, es un órgano rudimentario en la medida en que controla la melodía del verso, pero que en Nekrasov se convierte en un auténtico órgano respiratorio, como si hubiera pasado de tabique a foso, o como si la parte de dos pies del verso y la parte de tres pies se hubiesen apartado, dejando tras el segundo pie un intervalo lleno de música. Mientras escuchaba estos versos huecos, esta articulación gutural y sollozante:

¡Oh, no digas que tu vida ahora es sombría,

y no llames medio muerto a un carcelero.

Ante mí la Noche es abismal y fría.

Ante ti hay los brazos del Amor abiertos.

Sé que para ti hay otro más amado,

apiadarte y esperarme ahora te irrita.

¡Oh, ten paciencia! Mi fin ya está cercano,

¡Que el Destino acabe lo que empezó el Destino!

Chernyshevski no podía sustraerse al pensamiento de que su esposa no debía apresurarse a engañarle: no podía dejar de identificar la proximidad del fin con la sombra de la prisión, que ya se abatía sobre él. Y esto no era todo: resultaba evidente que esta conexión también la intuía —no en el sentido racional, sino en el órfico— el poeta que escribió estos versos, porque es precisamente su ritmo («¡Oh, no digas!») lo que halló un eco de extraña calidad obsesionante en el poema que escribió después sobre Chernyshevski:

¡Oh, no digas que ha olvidado la cautela,

él mismo es culpable de su propio Destino...!

Por esto, los sonidos de Nekrasov le agradaban a Chernyshevski; es decir, daba la casualidad de que satisfacían aquella estética elemental que siempre confundió con su propio sentimentalismo circunstancial. Después de describir un gran círculo, de contemplar muchas cuestiones referentes a la actitud de Chernyshevski hacia diversas ramas del conocimiento, y sin haber estropeado ni por un momento la suavidad de nuestra curva, hemos vuelto ahora con fuerza renovada a su filosofía del arte. Ha llegado la hora de resumirla.

Como el resto de nuestros críticos radicales, con su debilidad por las victorias fáciles, se abstenía de dedicar cumplidos lisonjeros a las damas escritoras, y flagelaba con energía a Evdokia Rastopchin o Avdotia Glinka. «Una jerga incorrecta y descuidada» (como lo expresa Pushkin) le dejaba indiferente. Tanto él como Dobrolyubov desollaban con deleite a las coquetas literarias —pero en la vida real... Bueno, contemplen lo que hicieron con ellos, miren cómo les retorcieron y torturaron con alegres carcajadas (así ríen las ninfas acuáticas en los ríos que fluyen cerca de las ermitas y otros lugares de salvación) las hijas del doctor Vasiliev.

Sus gustos eran eminentemente sólidos. Hugo le dejaba epaté. Le impresionaba Swinburne (lo cual, pensándolo bien, no es nada extraño). En la lista de libros que leyó en la fortaleza, el nombre de Flaubert está escrito con una «o» —y, de hecho, le colocó debajo de Sacher-Masoch y Spielhagen. Le gustaba Béranger del mismo modo que gustaba al francés corriente y moliente. «Por favor —exclama Steklov—, ¿quién dice que este hombre no era poético? ¿Acaso ignoran que declamaba a Béranger y Ryleyev con lágrimas de arrobamiento?» Sus gustos no se congelaron hasta llegar a Siberia —y por una extraña delicadeza del destino histórico, Rusia no produjo durante los veinte años de su exilio un solo escritor genuino (hasta Chejov) cuyos comienzos no hubiera visto él mismo durante el período activo de su vida. Por conversaciones sostenidas con él en Astracán resulta aparente que: