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«Leyendo a los críticos más abusivos —escribió Pushkin durante un otoño en Boldino—, les encuentro tan divertidos que no comprendo cómo pude enfadarme con ellos; creo que si quisiera burlarme de ellos, no se me ocurriría nada mejor que reimprimirlos sin el menor comentario.» Es curioso que Chernyshevski hiciera exactamente lo mismo con el artículo del profesor Yurkevich: ¡grotesca repetición! Y ahora «una rotatoria mota de polvo ha quedado atrapada en un rayo de luz de Pushkin, que ha penetrado por entre las celosías del pensamiento crítico ruso», para usar la cáustica metáfora de Strannolyubski. Estamos pensando en la siguiente escala mágica del destino: en su diario de Saratov, Chernyshevski aplicó a sus galanteos dos versos de «Las noches egipcias» de Pushkin, citando pésimamente el segundo, con una deformación característica (en él, que carecía de oído): «Yo (él) acepté el reto del deleite / como habría aceptado el reto de la guerra (en vez de «como aceptaría en tiempos de guerra / el reto de una salvaje batalla»). Por este «habría», el destino —aliado de las musas (y él mismo un experto en modos condicionales), se vengó de él —¡y con qué refinado disimulo en la evolución del castigo!

¿Qué conexión pudo haber entre su malhadada cita y la observación de Chernyshevski diez años después (en 1862): «Si la gente pudiera anunciar todas sus ideas respecto a los asuntos públicos en... asambleas, no habría necesidad de escribir artículos sobre ellas en las revistas»? Sin embargo, en este punto Némesis ya se está despertando. «En lugar de escribir, hablaríamos —continúa Chernyshevski—, y si estas ideas tuvieran que llegar a oídos de quienes no participaron en la asamblea, podría tomarlas un taquígrafo.» Y la venganza se da a conocer: en Siberia, donde sus únicos oyentes eran las alondras y los yacuts, estaba obsesionado por la imagen de un «estrado» y una «sala de conferencias», donde era tan cómodo reunir a la gente y verla conmovida, porque, en fin de cuentas, él, como el repentista de Pushkin (el de «Las noches egipcias»), aunque peor versificador, había elegido como profesión —y más tarde como ideal irrealizable— variaciones sobre un tema determinado; en el mismo crepúsculo de su vida compone una obra en la cual encarna su sueño: desde Astracán, no mucho tiempo antes de su muerte, envía a Lavrov su «Veladas en casa de la princesa Starobelski» para la revista literaria Pensamiento ruso (que no vio la posibilidad de publicarlo), y adjunta «Una Inserción» —dirigida directamente al tipógrafo:

En la parte donde dice que la gente ha pasado del, salón comedor al salón propiamente dicho, que ha sido dispuesto para que todos escuchen el cuento de hadas de Vyasovski, y donde hay una descripción del arreglo de la sala... la distribución de los taquígrafos de ambos sexos en dos mesas separadas no está indicada o lo está de modo poco satisfactorio. En mi borrador, esta parte dice así: «A ambos lados del estrado había dos mesas para los taquígrafos... Vyasovski fue hacia ellos, estrechó sus manos y estuvo charlando con ellos mientras el público ocupaba sus puestos.» Las líneas de la copia corregida, cuyo sentido corresponde al pasaje citado de mi borrador, deben reemplazarse ahora por las líneas siguientes: «Los hombres, formando un marco apretado, estaban cerca del escenario y junto a las paredes, detrás de las últimas sillas; los músicos y sus atriles ocupaban ambos lados del escenario... El repentista, saludado por aplausos ensordecedores que provenían de todas partes...»

Perdón, perdón, lo hemos mezclado todo —hemos tomado un extracto de «Las noches egipcias» de Pushkin. Reconstruyamos la situación: «Entre el estrado y el hemiciclo delantero de la sala (escribe Chernyshevski a un tipógrafo inexistente), un poco a la derecha y la izquierda de la plataforma, había dos mesas; en la de la izquierda, frente al estrado, si se miraba desde el centro de los hemiciclos...», etc., etc. —con muchas más palabras similares, ninguna de las cuales expresaba nada.

«Aquí hay un tema para usted —dijo Charski al repentista—. El propio poeta elige los temas de sus poemas; la multitud no tiene derecho a dirigir su inspiración.»

Hemos recorrido mucho camino conducidos por el ímpetu y la revolución del tema de Pushkin en la vida de Chernyshevski; mientras tanto, un nuevo personaje —cuyo nombre ya ha irrumpido una o dos veces con impaciencia en nuestra disertación— espera para hacer su entrada. Es el momento oportuno para su aparición —y aquí llega ya, con el abrigo de uniforme, muy abotonado, de cuello azul, del universitario, oliendo claramente a chestnost'(«principio progresista»), desgarbado, de ojos diminutos y miopes y una escasa chorrera de Newport (aquella barbe en collier que parecía tan sintomática a Flaubert); ofrece su mano como una estocada; es decir, lanzándola hacia delante de un modo raro, con el pulgar hacia fuera, y se presenta con voz de bajo, confidencial y acatarrada: Dobrolyubov.

Chernyshevski recordó su primer encuentro (en verano de 1856) treinta años después (cuando también él escribía sobre Nekrasov) con su familiar riqueza de pormenores, ya esencialmente enfermizo e impotente, pero aún capaz, al parecer, de una mente irreprochable en cuanto a sus transacciones con el tiempo. La amistad vinculó a estos dos hombres con una unión monogramática que cien siglos no podrían deshacer (por el contrario: su firmeza aumenta en la conciencia de la posteridad). Éste no es lugar para extendernos sobre las actividades literarias del más joven de los dos. Limitémonos a decir que era de una tosquedad grosera y una ingenuidad no menos vulgar; que en la revista satírica El Silbato se mofaba del distinguido doctor Pirogov mientras parodiaba a Lermontov (el uso de algunos poemas líricos de Lermontov como fundamento para bromas periodísticas acerca de personas y sucesos estaba, en general, tan extendido que a la larga se convirtió en una caricatura del mismo arte de la parodia); digamos asimismo, con palabras de Strannolyubski, que «gracias al ímpetu conferido por Dobrolyubov, la literatura bajó rodando por un plano inclinado, con el resultado inevitable de que cuando hubo llegado a cero, fue puesta entre comillas: el estudiante trajo algo de "literatura"» (refiriéndose a folletos de propaganda). ¿Qué más se puede añadir? ¿El humor de Dobrolyubov? ¡Oh, aquellos benditos tiempos en que «mosquito» era gracioso por sí mismo, un mosquito que se posaba en la nariz de alguien, doblemente gracioso, y un mosquito que volando llegaba hasta el interior de una oficina gubernamental y allí mordía a un funcionario hacía desternillar de risa a todos los oyentes!

Mucho más atractivo que la crítica obtusa y aburrida de Dobrolyubov (de hecho, esta pléyade de críticos radicales escribía con los pies) es el aspecto frívolo de su vida, esa deportividad febril y romántica que más adelante proporcionó a Chernyshevski el material para las «intrigas amorosas» de Levitski (en El prólogo). Dobrolyubov era extraordinariamente propenso a enamorarse (aquí le vemos jugando con asiduidad a durachki, sencillo juego de cartas, con un general muy condecorado a cuya hija está haciendo la corte). Tenía una chica alemana en Staraya Russa, vínculo fuerte y oneroso. Chernyshevski le impedía en toda la extensión de la palabra estas visitas inmorales: forcejeaban entre sí durante mucho rato, hasta quedar exhaustos y sudorosos —rodaban por el suelo, chocaban con los muebles—, y sin decir palabra, su jadeo era lo único que se oía; entonces, tropezando el uno contra el otro, empezaban a buscar sus gafas debajo de las sillas que habían derribado. A principios de 1859 llegó a oídos de Chernyshevski el rumor de que Dobrolyubov (igual que d'Anthés), con objeto de ocultar su «intriga» con Olga Sokratovna, pretendía casarse con la hermana de ésta (que ya tenía novio). Las dos mujeres hacían objeto a Dobrolyubov de bromas muy pesadas; le llevaban a bailes de máscaras disfrazado de capuchino o vendedor de helados y Je confiaban todos sus secretos. Los paseos con Olga Sokratovna «le dejaban totalmente perplejo». «Sé que no voy a ganar nada con esto —escribió a un amigo—, porque no tenemos ni una sola conversación en la cual ella deje de mencionar que aunque yo sea un buen hombre, soy demasiado torpe y casi repulsivo. Comprendo que además no debería intentar ningún provecho, ya que, en cualquier caso, siento más afecto por Nikolai Gavrilovich que por ella. Pero me resulta imposible dejarla en paz.» Cuando oyó el rumor, Nikolai Gavrilovich, que no se hacía ilusiones respecto a la moral de su esposa, sintió pese a ello cierto resentimiento: la traición era doble; entre él y Dobrolyubov hubo una explicación franca y poco después embarcó para Londres con el propósito de «apalear a Herzen» (como dijo posteriormente) es decir, propinarle una buena reprimenda por sus ataques contra aquel mismo Dobrolyubov en el Kolokol (La campana), periódico liberal publicado en el extranjero, pero de opiniones menos radicales que el endémico El Contemporáneo.