Sin embargo, el objeto de este encuentro no se limitó tal vez a interceder por su amigo: Chernyshevski (en especial después, en relación con su muerte) manejó con mucha habilidad el nombre de Dobrolyubov «como una cuestión de táctica revolucionaria». Según ciertos rumores del pasado, su principal objeto al visitar a Herzen era discutir la publicación en el extranjero de El Contemporáneo: todo el mundo tenía el presentimiento de que no tardarían en cerrarlo. Pero, en general, este viaje está rodeado de tanto misterio y ha dejado tan pocas huellas en los escritos de Chernyshevski que uno casi preferiría, pese a. los hechos, considerarlo apócrifo. Él, que siempre se había interesado por Inglaterra, alimentado su alma con Dickens y su mente con el Times—¡con qué avidez debió absorberla, cuántas impresiones debió acumular, con qué insistencia habría vuelto más tarde a su memoria! La realidad es que Cheynyshevski nunca hablaba de su viaje y siempre que alguien le presionaba, respondía con brevedad: «Bueno, no hay nada que contar —había niebla, el barco se balanceó, ¿qué más puede haber?» Así, la propia vida (como muchas otras veces) refutó su axioma: «El objeto tangible actúa con mucha más fuerza que el concepto abstracto del mismo.»
Sea como fuere, el 26 de junio (¿Nuevo Estilo?) de 1859, Chernyshevski llegó a Londres (todo el mundo creía que estaba en Saratov) y permaneció allí hasta el día 30. Un rayo oblicuo perfora la niebla de estos cuatro días: madame Tuchkov-Ogaryov cruza un salón y sale a un jardín soleado: lleva en brazos a su hija de un año, vestida con una pequeña esclavina de encaje. En el salón (la acción tiene lugar en Putney, en casa de Herzen) Alexander Ivanovich pasea de arriba abajo (estos paseos interiores estaban muy de moda aquellos días) con un caballero de estatura mediana y rostro poco atractivo, «pero iluminado por una expresión maravillosa de abnegación y sumisión al destino» (que con toda probabilidad fue una jugarreta de la memoria del biógrafo, quien recordaría aquel rostro a través del prisma de un destino ya cumplido). Herzen presentó a su compañero a la dama. Chernyshevski acarició los cabellos de la niña y dijo con su voz pausada: «Yo también tengo niños, pero apenas les veo.» (Solía confundir los nombres de sus hijos: el pequeño Victor estaba en Saratov, donde no tardó en morir, porque el destino de los niños no perdona tales fallos de la pluma, pero envió un beso al «pequeño Sasha», que ya había sido trasladado a San Petersburgo.) «Di hola, danos la mano —dijo Herzen con rapidez, y en seguida contestó a algo que había mencionado Chernyshevski —: Sí, exactamente —ésa es la razón de que los enviaran a las minas de Siberia»; y madame Tuchkov salió flotando al jardín y el rayo oblicuo se extinguió para siempre. Diabetes y nefritis, además de tuberculosis, acabaron pronto con la vida de Dobrolyubov. Estaba moribundo a finales de otoño de 1861; Chernyshevski le visitaba a diario y de allí se dirigía a sus asuntos de conspirador, asombrosamente bien ocultos de los espías de la policía. Se le suele considerar autor de la proclama «A los siervos de los terratenientes». «No se hablaba mucho», recuerda Shelgunov (que escribió otra proclama: «A los soldados»); y es evidente que ni siquiera Vladislav Kostomarov, impresor de estas soflamas, sabía con certeza si Chernyshevski era el autor. El estilo recuerda mucho el de los vulgares carteles del conde Rastopchin contra la invasión napoleónica: «De modo que éste es el resultado de esta libertad auténtica... Y que los tribunales sean justos y todos iguales ante la justicia... ¿Qué sentido tiene sofocar un alboroto en una sola aldea?» Si esto lo escribió Chernyshevski (a propósito, «bulga», «alboroto», es una palabra del Volga), desde luego, otro lo retocó.
Según una información procedente de la organización para la Libertad del Pueblo, Chernyshevski sugirió a Sleptsov y sus amigos, en julio de 1861, que formaban una célula básica de cinco —el núcleo de una sociedad «clandestina»—. El sistema consistía en que cada miembro formase, a su vez su propia célula, conociendo así solamente a ocho personas. El centro era el único que conocía a todos los miembros. Sólo Chernyshevski los conocía a todos. Esta versión no parece libre de cierta estilización.
Pero, repitámoslo: era idealmente cauteloso. Tras los desórdenes estudiantiles de octubre de 1861, fue puesto bajo vigilancia permanente, pero el trabajo de los agentes no se distinguió por su sutileza: la cocinera de Nikolai Gavrilovich era la mujer del portero de la casa: anciana alta, de mejillas encarnadas, que tenía un nombre algo inesperado: Musa. Sobornarla fue fácil —cinco rublos para café, al que era muy aficionada—. A cambio Musa solía proporcionar a la policía el contenido de la papelera de su amo.
Mientras tanto, el 17 de noviembre de 1861, a los veinticinco años de edad, murió Dobrolyubov. Fue enterrado en el cementerio Volkov «en un sencillo ataúd de roble» (en tales casos el ataúd es siempre sencillo), al lado de Belinski. «De pronto se adelantó un caballero enérgico y de rostro afeitado», recuerda un testigo (el aspecto de Chernyshevski aún no era conocido), y como había acudido poca gente, y esto le irritaba, empezó a hablar de ello con detallada ironía. Mientras hablaba, Olga Sokratovna se estremecía por los sollozos, apoyada en el brazo de uno de aquellos leales estudiantes que siempre la acompañaban; otro, además de su gorra de uniforme, sostenía la gorra de mapache del «jefe», quien, con el abrigo de piel desabrochado —pese al frío glacial—, sacó un cuaderno y empezó a leer con voz airada y didáctica las toscas y grises poesías de Dobrolyubov sobre los principios honrados y la muerte inminente; la escarcha blanca brillaba en los abedules; y un poco apartado, junto a la temblorosa madre de uno de los sepultureros, con botas nuevas de fieltro y lleno de humildad, se encontraba un agente de la policía secreta. «No —concluyó Chernyshevski—, no estamos aquí para hablar del hecho de que la censura, al hacer trizas sus artículos, provocó en Dobrolyubov una enfermedad de riñon. Para su gloria, hizo lo suficiente. Ya no le quedaban motivos para seguir viviendo. A los hombres de su temple y sus aspiraciones, la vida sólo puede ofrecer dolores y aflicción. Los principios honrados fueron su enfermedad fatal», y señalando con el cuaderno enrollado el lugar adyacente y vacío del otro lado de la tumba, Chernyshevski exclamó: «¡No hay ningún hombre en Rusia digno de ocupar esa sepultura!» (Lo había: Pisarev la ocupó poco después.)
Es difícil sustraerse a la impresión de que Chernyshevski, que en su juventud había soñado con ser el dirigente de un levantamiento nacional, se deleitaba ahora en el aire enrarecido del peligro que le acechaba. Adquirió esta significación en la vida secreta de su patria de una manera inevitable, por un acuerdo con su época, por un parecido de familia del cual él mismo tenía conciencia. Parecía que ahora sólo necesitaba un día, una hora de suerte en el juego de la historia, un momento de unión apasionada entre la casualidad y el destino, para elevarse muy alto. Se esperaba una revolución en 1863, y en el gabinete del futuro gobierno constitucional, él figuraba como primer ministro. ¡Cómo alimentaba aquel precioso ardor que crepitaba dentro de él! Aquel «algo» misterioso del que habla Steklov a pesar de su marxismo, y que se extinguió en Siberia (aunque quedó la «cultura» y la «lógica» e incluso lo «implacable»), existía sin duda alguna en Chernyshevski y se manifestó con insólita energía poco antes de su exilio a Siberia. Magnético y peligroso, era esto lo que asustaba al gobierno, mucho más que cualquier proclamación. «Esta pandilla demente tiene sed de sangre, de atrocidades —decían, con excitación, los informes—. Librémonos de Chernyshevski...»