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«Desolación... Solitarias cordilleras... Multitud de lagos y pantanos... Escasez de las cosas más esenciales... administradores ineptos... (todo esto) agota incluso la paciencia del genio.» (Esto es lo que copió, para El Contemporáneo, del libro del geógrafo Selski sobre la provincia de Yakutsk —pensando en ciertas cosas, suponiendo ciertas cosas —tal vez por un presentimiento.)

En Rusia, el departamento de censura nació antes que la literatura; su fatídica prioridad ha sido siempre evidente: ¡y qué gran impulso era darle un pellizco retorcido! Las actividades de Chernyshevski en El Contemporáneose convirtieron en una burla voluptuosa de la censura, que era sin discusión una de nuestras instituciones más notables. Y precisamente entonces, en un momento en que las autoridades temían, por ejemplo, que «en las notas musicales se ocultaran escritos antigubernamentales en clave» (y por ello emplearon a expertos muy bien pagados para descifrarlos), Chernyshevski estaba divulgando frenéticamente a Feuerbach en su revista, bajo la pantalla de un elaborado tono bufonesco. Siempre que, en artículos sobre Garibaldi o Cavour (uno rehuye contar los kilómetros de letra pequeña que este hombre infatigable tradujo del Times), en sus comentarios sobre sucesos en Italia, añadía entre paréntesis, con machacona insistencia, a casi cada frase: «Italia», «en Italia», «Estoy hablando de Italia» —el ya corrompido lector sabía que se estaba refiriendo a Rusia y la cuestión campesina. O bien: Chernyshevski fingía que charlaba de lo primero que le venía a las mientes, sólo para distraerse con una chachara incoherente y vacía —y de improviso, rayada y moteada con palabras, vestida con un camuflaje verbal, la idea importante que deseaba comunicar se deslizaba entre la hojarasca. Después, toda la gama de estas «payasadas» fue relacionada cuidadosamente por Vladimir Kostomarov para información de la policía secreta; trabajo vil, pero que en esencia proporcionaba una imagen verdadera de los «planes especiales de Chernyshevski».

Otro Kostomarov, profesor éste, dice en alguna parte que Chernyshevski era un excelente jugador de ajedrez. En realidad, ni Kostomarov ni Chernyshevski sabían mucho de este juego. Es cierto que Nikolai Gavrilovich compró un ajedrez en su juventud, intentó incluso estudiar un manual, logró aprender más o menos los movimientos de las piezas y se ocupó de ello durante bastante tiempo (ocupación que anotó muy detalladamente); al final, cansado de este inútil pasatiempo, regaló ajedrez y manual a un amigo. Quince años después (al recordar que Lessing había conocido a Mendelssohn ante un tablero) fundó el Club de Ajedrez de San Petersburgo, que se inauguró en enero de 1862, existió hasta finales de la primavera, se desintegraba gradualmente v hubiera desaparecido por sí mismo de no haber sido cerrado en relación con los «incendios de San Petersburgo». Se trataba simplemente de un círculo literario y político situado en la llamada Casa Ruadze. Chernyshevski llegaba y se sentaba ante una mesa, la golpeaba con una torre (que él llamaba «castillo») y relataba anécdotas inocuas. El radical Serno-Solovievich hacía su aparición (ésta es una pincelada turgueneviana) y entablaba una conversación con alguien en un rincón apartado. Estaba casi vacío. La fraternidad alcohólica —los mediocres escritores Pomyalovski, Kurochkin y Krol— vociferaba en el bar. Por cierto, que el primero de ellos predicaba un poco por su cuenta, promoviendo la idea de un trabajo literario en común. «Organicemos —decía— una sociedad de obreros-escritores que investiguen diversos aspectos de nuestra vida social, tales como: mendigos, camiseros, faroleros, bomberos, y después publiquemos todo este material en una revista especializada.» Chernyshevski se burló de él y corrió un necio rumor sobre ello, de que Pomyalovski «le había puesto verde». «Todo son mentiras, le respeto demasiado para hacer una cosa así», le escribió Pomyalovski.

En una gran sala de conferencias situada en la misma Casa Ruadze tuvo lugar, el 2 de marzo de 1862, la primera alocución pública de Chernyshevski (si exceptuamos la defensa de su tesis doctoral y el discurso fúnebre entre la escarcha). Oficialmente, los ingresos de la velada se repartirían entre los estudiantes necesitados; pero de hecho se trataba de ayudar a los prisioneros políticos Mijailov y Obruchev, arrestados recientemente. Rubinstein interpretó con brillantez una marcha en extremo incitante. El profesor Pavlov habló del milenio de Rusia —y añadió ambiguamente que si el gobierno se detenía en el primer paso (la emancipación de los campesinos), «se detendría al borde de un abismo —que oyeran los que tenían oídos». (Le oyeron; fue expulsado inmediatamente.) Nekrasov leyó unos versos mediocres, pero «llenos de fuerza», dedicados a la memoria de Dobrolyubov, y Kurochkin leyó una traducción de «El pajarito» de Béranger (la languidez del cautivo y el arrebato de la súbita libertad); la alocución de Chernyshevski versó también sobre Dobrolyubov. Saludado con un aplauso general (la juventud de aquellos días aplaudía con las palmas ahuecadas, por lo que el resultado se parecía a una salva de cañón), permaneció un rato sonriendo y parpadeando. Por desgracia, su aspecto no agradó a las damas que esperaban con avidez al tribuno —cuyo retrato era imposible de obtener. Dijeron que tenía un rostro poco interesante y llevaba el pelo cortado a la moujik, y por alguna razón no vestía frac sino una chaqueta corta con trencillas y una horrible corbata —«una catástrofe en color» (Olga Ryshkov, Una mujer de los años sesenta: Memorias). Además, se presentó muy poco preparado, la oratoria era nueva para él, y al tratar de ocultar su agitación adoptó un tono de conversación que se antojó demasiado modesto a sus amigos y demasiado familiar a sus detractores. Empezó hablando sobre su cartera (de la que extrajo un cuaderno de notas), y manifestó que su detalle más notable era la cerradura, provista de una pequeña rueda dentada: «Miren, se le da una vuelta y la cartera queda cerrada, y si se desea cerrarla con seguridad todavía mayor, se hace girar en sentido inverso y la rueda se desprende y puede guardarse en el bolsillo, y en el lugar que ocupaba hay arabescos tallados; muy bonito, pero que muy bonito.» Entonces, con voz alta y edificante empezó a leer un artículo de Dobrolyubov que todo el mundo conocía, pero de repente se interrumpió y (como en las digresiones del autor en ¿Qué hacer?), en tono íntimo y confidencial se puso a explicar con gran lujo de detalles que él no había sido el guía de Dobrolyubov; mientras hablaba, jugaba sin cesar con la cadena del reloj —algo que se grabó en las mentes de todos los biógrafos y suministraría un tema a los periodistas burlones; pero, pensándolo bien, tal vez jugaba con el reloj porque ya le quedaba muy poco tiempo (¡sólo cuatro meses!). Su tono de voz, «négligé con espíritu», como solían decir en el seminario, y la completa ausencia de insinuaciones revolucionarias molestó a su auditorio; no tuvo ningún éxito, mientras Pavlov fue casi llevado en hombros. El biógrafo Nikoladze observa que en cuanto Pavlov fue desterrado de San Petersburgo, la gente comprendió y apreció la cautela de Chernyshevski; éste, en cambio, cuando estaba en el yermo siberiano, donde a veces se le aparecía en sueños febriles un auditorio ávido y atento, lamentó profundamente aquel discurso insulso, aquel fracaso, y se reprochaba a sí mismo no haberse valido de aquella oportunidad única (¡puesto que de todos modos ya estaba condenado!) para pronunciar desde aquel estrado de la Sala Ruadze una alocución fogosa y enérgica, la misma que con toda probabilidad pronunciaría el héroe de su novela cuando, a su regreso a la libertad, tomara un droskiy gritara al conductor: «¡A las Galerías!»

Los acontecimientos se sucedieron con mucha rapidez aquella ventosa primavera. Se declararon incendios aquí y allí. Y de pronto —contra este telón de fondo negro y anaranjado—, una visión. Corriendo con el sombrero en la mano, Dostoyevski pasa como una exhalación: ¿a dónde?