Del mismo modo que en su adolescencia embellecía todos sus cuadernos con cubiertas de colores, así después, ya de hombre, Pisarev solía abandonar algún trabajo urgente para pintar con gran primor grabados en sus libros, o cuando iba al campo, encargaba a su sastre un traje de algodón rojo y azul. La enfermedad mental de este utilitarista declarado se distinguía por una especie de estética pervertida. Una vez, en una reunión de estudiantes, se puso en pie de improviso, levantó graciosamente el brazo curvado, como si pidiera permiso para hablar, y en esta actitud escultórica cayó desmayado. En otra ocasión, ante la alarma de su anfitriona y demás invitados, empezó a desnudarse, tirando a su alrededor con gran presteza la chaqueta de terciopelo, el chaleco policromo, los pantalones a cuadros; al llegar a este punto, le detuvieron por la fuerza. Es divertido que algunos comentaristas califiquen a Pisarev de «epicúreo», al referirse, por ejemplo, a las cartas a su madre, frases insoportables, coléricas, espeluznantes sobre la belleza de la vida, o bien, a fin de ilustrar su «sobrio realismo», citan su carta desde la fortaleza, en apariencia sensata y clara, pero de hecho una prueba de su demencia, a una doncella desconocida a quien hace una propuesta de matrimonio: «La mujer que acepte iluminar y dar calor a mi vida recibirá de mí todo el amor que Raissa despreció cuando se echó al cuello de su hermosa águila.»
Ahora, condenado a cuatro años de cárcel por su insignificante participación en los disturbios de la época (que se basaban en cierto modo en una fe ciega en la letra impresa, sobre todo impresa secretamente), Pisarev escribió sobre ¿Qué ha cer?, comentándolo minuciosamente para El Contemporáneo. Aunque al principio el Senado se asombró de que la novela fuese elogiada por sus ideas, en lugar de ser ridículizada por su estilo, y expresó el temor de que los elogios causaran un efecto pernicioso en la nueva generación, las autoridades comprendieron muy pronto lo importante que era, en el caso presente, obtener por este método una imagen completa del carácter nocivo de Chernyshevski, que Kostomarov sólo había esbozado en la lista de sus «planes especiales». «El gobierno —dice Strannolyubski—, al permitir, por un lado, a Chernyshevski que escribiera una novela en la fortaleza, y tolerar, por el otro, a Pisarev, su vecino de cautiverio, que escribiera artículos en que explicaba las intenciones de esta novela, actuó de forma totalmente consciente, esperando con curiosidad que Chernyshevski se destapara y se mantuviera al acecho del resultado, en relación con los abundantes desahogos de su locuaz vecino.»
El asunto marchaba sobre ruedas y prometía mucho, pero era necesario presionar a Kostomarov, ya que faltaban algunas pruebas decisivas de culpabilidad, y mientras tanto Chernyshevski continuaba lanzando diatribas y burlas, motejaba de «payasos» a los miembros de la comisión, y a ésta de «una ciénaga incoherente de completa estupidez». Por ello, Kostomarov fue llevado a Moscú, donde el ciudadano Yakovlev, su antiguo copista, borracho y pendenciero, hizo una importante declaración (por la que recibió un abrigo con cuyo importe se emborrachó tan ruidosamente en Tver que tuvieron que ponerle una camisa de fuerza): mientras escribía sus copias «en el pabellón de un jardín, debido al tiempo veraniego», oyó a Nikolai Gavrilovich y Vladislav Dmitrievich, que paseaban del brazo (detalle plausible) mientras hablaban de saludos enviados a los siervos por sus simpatizantes (es difícil abrirse camino por esta mezcla de verdades y sugerencias). Durante un segundo interrogatorio en presencia de un ahito Kostomarov, Chernyshevski hizo la observación algo desafortunada de que le había visitado una sola vez, sin encontrarle en casa; y entonces añadió con energía: «Encaneceré, me moriré, pero no cambiaré mi testimonio.» El testimonio de que no fue autor de la proclama está escrito por él con una caligrafía temblorosa, temblorosa por la ira más que por el miedo.
Sea como fuere, el caso estaba tocando a su fin. Siguió la «definición» del Senado: con gran nobleza decidió que no existían pruebas de pactos ilegales entre Chernyshevski y Herzen (véase la «definición» de Herzen del Senado al final de este párrafo). En cuanto a la proclama «A los siervos de los terratenientes»... el fruto ya había madurado en las espalderas de la falsificación y los sobornos: el absoluto convencimiento moral de los senadores de que Chernyshevski era su autor se convirtió en prueba judicial gracias a la caria a «Alexei Nikolayevich» (que se refería, al parecer, a A. N. Pleshcheyev, poeta pacífico, a quien Dostoyevski dio el apodo de «un rubio completo», pero por alguna razón nadie insistió demasiado en la participación de Pleshcheyev en el asunto, si es que la hubo). Así, pues, en la persona de Chernyshevski condenaron a un fantasma que se le parecía mucho; todo fue combinado de forma maravillosa para que una culpabilidad inventada tuviera el aspecto de la auténtica. La sentencia fue relativamente leve, comparada con lo que se puede hacer en esta línea de acción: un destierro de catorce años de trabajos forzados y después vivir en Siberia para siempre. La «definición» pasó de los «salvajes ignorantes» del Senado a los «canosos villanos» del Consejo de Estado, que estuvieron totalmente de acuerdo con ella, y, por último, fue a parar al soberano, que la confirmó pero redujo a la mitad el período de trabajos forzados. El 4 de mayo de 1864, le comunicaron la sentencia a Chernyshevski, y el día 19, a las ocho de la mañana, fue ejecutado en la Plaza Mytninski.
Lloviznaba, los paraguas se ondulaban, la plaza estaba atiborrada, y todo, mojado de lluvia; los uniformes de los gendarmes, la madera oscurecida del patíbulo, el poste negro y liso con las cadenas. De pronto apareció el carruaje de la prisión. De él salieron con extraordinaria celeridad, como si hubieran sido desenrrollados, Chernyshevski, con abrigo, y dos verdugos con aspecto de campesinos; los tres caminaron con pasos rápidos, frente a una hilera de soldados, hacia el cadalso. El gentío se balanceó hacia delante y los gendarmes hicieron retroceder a las primeras filas; aquí y allí sonaron gritos ahogados: «¡Cerrad los paraguas!» Mientras un oficial leía la sentencia, Chernyshevski, que ya la conocía, miró, ceñudo, a su alrededor; se tocó la barba, se ajustó las gafas y escupió varias veces. Cuando el lector se atascó y apenas logró pronunciar «ideas sochalistas», Chernyshevski sonrió, y entonces, reconociendo a alguien entre el gentío, saludó con la cabeza, tosió, cambió de posición: debajo del abrigo, sus pantalones negros se doblaban sobre los chanclos. Los que estaban cerca podían ver sobre su pecho una placa apaisada con la inscripción en blanco: CRIMINAL DEL ESTA (la última sílaba no había cabido). Al finalizar la lectura, los verdugos le pusieron de rodillas; con el revés de la mano, el más viejo le quitó la gorra, y quedaron al descubierto sus cabellos largos y castaños, peinados hacia atrás. El rostro, más estrecho hacia el mentón, con la gran frente brillante, se había inclinado, y con un resonante chasquido lograron romper encima de él una espada de filo mal vaciado. Entonces le cogieron las manos, que parecían insólitamente blancas y débiles, y las esposaron a las cadenas negras sujetas al poste: tuvo que permanecer así durante un cuarto de hora. La lluvia arreciaba; el verdugo más joven recogió la gorra de Chernyshevski y la colocó sobre la cabeza inclinada —y lentamente; con dificultad, las cadenas se levantaron— Chernyshevski se la ajustó. A la izquierda, tras una valla, podían verse los andamios de un edificio en construcción; los obreros treparon a la valla, se oía el roce de sus botas; treparon, se quedaron arriba, e insultaron al criminal desde lejos. La lluvia seguía cayendo; el verdugo más viejo consultó su reloj de plata. Chernyshevski no dejaba de dar vueltas a las muñecas, sin levantar la vista. De repente, desde la parte mejor vestida del gentío empezaron a volar ramilletes de flores. Los gendarmes, saltando, trataban de interceptarlos en el aire. Encima de las cabezas estallaban rosas; durante un momento efímero pudo verse una rara combinación: un policía, coronado de flores. Unas damas de pelo corto, vestidas de negro, lanzaban ramilletes de lilas. Mientras tanto, Chernyshevski fue liberado a toda prisa de sus cadenas y su cuerpo sin vida, alejado del lugar. No, un desliz de la pluma; ¡qué pena, aún estaba vivo, estaba incluso alegre! Los estudiantes corrían junto al carruaje con gritos de «¡Adiós, Chernyshevski, au revoirl» Él sacó la cabeza por la ventanilla, se rió y reconvino con el dedo a los perseguidores más veloces.