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«Qué pena, vivo», hemos exclamado, porque, ¿cómo no preferir la pena de muerte, las convulsiones del ahorcado oculto tras el horrible capuchón, a aquel funeral que cayó en suerte a Chernyshevski veinticinco insípidos años después? La zarpa del olvido empezó a cerrarse en su imagen viva en cuanto fue trasladado a Siberia. Oh, sí, claro, los estudiantes cantaron durante años «Brindemos por quien escribió ¿Qué hacer?» Pero brindaban por el pasado, por la atracción y el escándalo del pasado, por una gran sombra... porque, ¿quién brindaría por un anciano trémulo que tenía un tic y hacía torpes barquitos de papel para niños yacutos en alguna parte de aquellas fabulosas regiones? Nosotros afirmamos que su libro extrajo y acumuló dentro de sí todo el calor de su personalidad, calor que no puede encontrarse en sus estructuras racionales sino que se oculta, por así decirlo, entre las palabras (caliente como el pan), y que estaba destinado inevitablemente a dispersarse con el tiempo (como el pan se vuelve reseco y rancio). Hoy, al parecer, sólo los marxistas son todavía capaces de interesarse por la ética fantasmal contenida en este pequeño libro muerto. Seguir fácil y libremente el categórico imperativo del bien general; éste es el «egoísmo racional» que los investigadores han encontrado en ¿Qué hacer? Recordemos, a guisa de cómico alivio, la conjetura de Kautsky de que la idea del egoísmo está vinculada al desarrollo de la producción de bienes de consumo, y la conclusión de Plejanov de que Chernyshevski era, pese a todo, un «idealista», ya que en su libro se menciona que las masas tienen que ponerse a la altura de la clase intelectual por cálculo, y el cálculo es una opinión. Pero la cuestión es más sencilla que esto: la idea de que el cálculo es la base de cualquier acto (o consecución heroica) conduce hasta el absurdo: ¡por sí mismo, el cálculo puede ser heroico! Todo cuanto cae bajo el foco del pensamiento humano es espiritualizado. Así, el «cálculo» de los materialistas se ennobleció; así, para los iniciados, la materia se convierte en un juego incorpóreo de fuerzas misteriosas. Las estructuras éticas de Chernyshevski son, a su manera, una tentativa de construir la misma vieja máquina del «movimiento perpetuo», en que la materia mueve otra materia. Nos gustaría mucho que esto girase: egoísmo-altruismo-egoísmo-altruismo... pero el rozamiento detiene la rueda. ¿Qué hacer? Vivir, leer, pensar. ¿Qué hacer? Trabajar en la propia evolución a fin de conseguir el objetivo de la vida, que es la felicidad. ¿Qué hacer? (Pero el propio destino de Chernyshevski convirtió la pregunta práctica en una exclamación irónica.)

Chernyshevski habría sido trasladado a un domicilio particular mucho antes, de no ser por el asunto de los karakozovitas(seguidores de Karakozov, que intentó asesinar a Alejandro II, en 1866): en su juicio se puso de manifiesto que habían querido dar a Chernyshevski la oportunidad de huir de Siberia y dirigir un movimiento revolucionario, o al menos publicar una revista política en Ginebra; y al comprobar las fechas, los jueces encontraron en ¿Qué hacer? una predicción de la fecha en que se atentaría contra la vida del zar. El protagonista Rajmetov, en su viaje al extranjero, «dijo entre otras cosas que tres años después volvería a Rusia, pues al parecer, no entonces, sino tres años más tarde (una repetición muy significativa, típica de nuestro autor) le necesitarían en Rusia». Entretanto, la última parte de la novela fue firmada el 4 de abril de 1863, y exactamente tres años después, el mismo día, tuvo lugar el atentado. De modo que los números pares, peces de colores de Chernyshevski, le traicionaron.

Hoy, Rajmetov ya está olvidado; pero en aquellos años creó toda una escuela de vida. Con qué piedad sus lectores asimilaron el deportivo y revolucionario elemento de la novela: Rajmetov, que «adoptó la dieta de un púgil», siguió también un régimen dialéctico: «Por tanto, si se servía fruta, comía siempre manzanas y jamás albaricoques (porque los pobres no los comían); en San Petersburgo comía naranjas, pero no en provincias, porque en San Petersburgo se ve al pueblo llano comerlos, mientras en las provincias no las comen.»

¿De dónde surgió repentinamente aquel rostro joven y redondo, con la frente despejada y prominente y mejillas como dos tazas? ¿Quién es esta muchacha que parece una enfermera de hospital, con un vestido negro, un cuello blanco y un reloj pequeño pendiente de un cordel? Es Sofía Perovski, a quien colgarán por el asesinato del zar, en 1881. Llegada a Sebastopol en 1872, recorrió a pie los pueblos de los alrededores a fin de conocer la vida de los campesinos: estaba en su período de rajmetovismo, dormía sobre paja y vivía de leche y avenate. Y volviendo a nuestra posición inicial, repetimos: ¡el destino instantáneo de Sofía Perovski es cien veces preferible a la gloria efímera de un reformador! Porque del mismo modo que los ejemplares de El Contemporáneo, que contienen la novela, se van desgastando al pasar de mano en mano, así se desvanecen los hechizos de Chernyshevski; y la estima que se le profesaba, que desde hacía tiempo tan sólo era una convención sentimental, ya no enardecía los corazones cuando murió en 1889. El funeral pasó discretamente. Hubo pocos comentarios en los periódicos. En la misa de réquiem celebrada por su alma en San Petersburgo, los obreros endomingados, traídos por los amigos del difunto para crear ambiente, fueron tomados por un grupo de estudiantes por miembros de la policía secreta e insultados, lo cual restableció cierto equilibrio: ¿no eran los padres de estos obreros los que habían insultado desde la valla a Chernyshevski postrado de rodillas?

Al día siguiente de aquella ejecución simulada, al atardecer, «con grilletes en los pies y la cabeza llena de ideas», Chernyshevski abandonó San Petersburgo para siempre. Viajaba en un tarantas, y como «leer libros por el camino» estaba prohibido hasta pasado Irkutsk, se aburrió mortalmente durante el primer mes y medio de viaje. Por fin, el 23 de julio le llevaron a las minas del distrito montañoso de Nerchin, en Kadaya: a diecisiete kilómetros de China y siete mil de San Petersburgo. No le hacían trabajar mucho. Vivía en una choza llena de grietas y sufría de reumatismo. Pasaron dos años. De improviso ocurrió un milagro: Olga Sokratovna se preparaba para reunirse con él en Siberia.

Durante la mayor parte de su cautiverio en la fortaleza, 6e ha dicho que ella viajaba por las provincias y se preocupaba tan poco del destino de su marido que sus familiares llegaron a preguntarse si tendría perturbadas las facultades mentales. La víspera de la ignominia pública volvió a toda prisa a San Petersburgo, y por la mañana del día 20 lo abandonó con la misma prisa. Jamás la habríamos creído capaz de realizar el viaje hasta Kadaya si no hubiéramos conocido su facilidad para moverse y trasladarse frenéticamente de un sitio a otro. ¡Cómo la esperaba él! Inició el viaje a principios de verano en 1866, junto con Misha, de siete años, y un tal doctor Pavlinov (doctor Pavo Real, ya estamos entrando de nuevo en la esfera de los nombres bonitos), y una vez llegados a Irkutsk, les obligaron a detenerse allí durante dos meses; se alojaron en un hotel con un nombre de idiotez encantadora (posiblemente desfigurado por los biógrafos, pero con más probabilidad seleccionado con esoecial esmero por el taimado destino): Hotel de l'Amour et Co. Al doctor Pavlinov le denegaron la autorización para seguir el viaje: le reemplazó un capitán de gendarmes, Hmelevski (edición perfeccionada del elegante héroe de Pavlovsk), apasionado, borracho y sinvergüenza. Llegaron el 23 de agosto. A fin de celebrar la reunión del marido y mujer, uno de los polacos exiliados, ex cocinero del conde de Cavour, el estadista italiano sobre el cual Chernyshevski había escrito tanto y tan cáusticamente, hizo una de aquellas tartas de que solía atiborrarse su difunto amo. Pero la reunión no fue un éxito: es asombroso el modo como todo lo amargo y heroico que la vida deparó a Chernyshevski fue invariablemente acompañado de un sabor de farsa vulgar. Hmelevski les rondaba y no quería deiar sola a Olga Sokratovna: en los ojos zíngaros de ésta había algo temeroso pero también provocativo, contra su voluntad, tal vez. A cambio de sus favores él llegó a ofrecerse para organizar la huida de su marido, pero éste se negó en redondo. En resumen, la presencia constante de este hombre desvergonzado dificultó tanto las cosas (¡con los planes que habíamos hecho!), que el propio Chernyshevski persuadió a su esposa de que emprendiera el viaje de regreso, y ella así lo hizo el 27 de agosto, tras permanecer, después de un viaje de tres meses, sólo cuatro días —¡cuatro días, lector! —con el marido a quien ahora abandonaba para diecisiete años, más o menos. Nekrasov le dedicó Niños campesinos. Es una lástima que no le dedicara su Mujeres rusas.