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Tal vez un día, con suelas extranjeras y tacones gastados desde hace mucho tiempo, sintiéndome un fantasma pese a la idiota materialidad de los aisladores, saldré una vez más de aquella estación y sin compañeros visibles enfilaré el sendero que acompaña a la carretera durante las diez y pico de verstas hasta Leshino. Uno tras otro, los postes telegráficos susurrarán a mi paso. Un cuervo se posará sobre una piedra —se posará y enderezará un ala mal doblada. El día será probablemente algo nublado. Cambios en el aspecto del paisaje circundante, que no puedo imaginar, así como algunos de los mojones más antiguos que por alguna razón se me han olvidado, me saludarán alternativamente, mezclándose incluso de vez en cuando. Creo que mientras camine emitiré algo parecido a un gemido, a tono con los postes. Cuando llegue a los lugares donde crecí y vea esto o aquello —o bien, debido a fuegos, operaciones de reconstrucción, de explotación maderera, o negligencia de la naturaleza, no vea esto ni aquello (pero aun así pueda reconocer algo que me es infinita e inconmoviblemente fiel, aunque sólo sea porque mis ojos, al fin y al cabo, están hechos de la misma materia que el color gris, la claridad, la humedad de aquellos lugares), entonces, después de toda la excitación, sentiré cierta saciedad de sufrimiento —tal vez en la montaña llegaré a una clase de felicidad que aún es prematuro que conozca (sólo sé que cuando la alcance, será con la pluma en la mano). Pero hay algo que definitivamente no encontraré allí esperándome —algo que, por cierto, ha hecho que toda la cuestión del exilio fuera digna de cultivarse: mi infancia y los frutos de mi infancia. Sus frutos —aquí están, hoy, ya maduros; mientras mi infancia ha desaparecido en una distancia aún más remota que la de nuestro norte ruso.

El autor ha encontrado palabras adecuadas para describir sensaciones experimentadas al hacer la transición al campo. Qué divertido es, dice, no tener que ponerse la gorra, o cambiarse las zapatillas para salir corriendo en primavera a la arena color de ladrillo del jardín.

A la edad de diez años se introdujo una diversión nueva. Todavía estábamos en la ciudad cuando la maravilla entró rodando. Durante bastante tiempo la conduje por sus cuernos de carnero de habitación en habitación; ¡con qué gracia tímida se movía por el suelo de parqué hasta que se empalaba en una tachuela! Comparada con mi viejo, lastimoso y desvencijado triciclo, cuyas ruedas eran tan delgadas que se encallaban incluso en la arena de la terraza del jardín, la recién llegada poseía una divina ligereza de movimiento. Esto está bien expresado por el poeta en los siguientes versos:

¡Oh, aquella primera bicicleta!

¡Su esplendor, su altura,

«Dux» o «Pobeda» inscrito en su marco,

el silencio de sus tensos neumáticos!

¡Los caracoleos y escarceos por la verde avenida

donde manchas de sol resbalan por las muñecas

y donde las toperas se antojan negras

y amenazan con provocar una caída!

Pero al otro día uno las roza

y no hay, como en sueños, ningún apoyo,

y confiando en esta sencillez del sueño,

la bicicleta no se desploma.

Y al día siguiente venía inevitablemente la idea de la «rueda libre» —dos palabras que aún hoy no puedo oír sin ver deslizarse una franja de terreno inclinado, suave y caliente, acompañado de un murmullo de goma apenas audible y el más tenue susurro del acero. Montar en bicicleta y a caballo, navegar y bañarse, tenis y croquet; merendar bajo los pinos; el hechizo del molino de agua y el henal —ésta es una lista general de los temas que emocionan a nuestro autor. ¿Qué hay de sus poemas desde el punto de vista de la forma? Éstos, naturalmente, son miniaturas, pero están escritos con una maestría extraordinariamente delicada que hace resaltar con claridad cada cabello, no porque todo esté delineado con un toque en exceso selectivo, sino porque la presencia del menor detalle se comunica involuntariamente al lector por la integridad y honradez de un talento que asegura la observancia por parte del autor de todos los artículos del convenio artístico. Se puede discutir si vale la pena revivir poesía de álbum, pero no puede negarse que, dentro de los límites que se ha fijado, Godunov-Cherdyntsev ha resuelto con corrección su problema métrico. Cada uno de sus poemas brilla con colores tornasolados. Cualquier aficionado a este género pintoresco apreciará este librito, que no tendría nada que decir al ciego que hay en la puerta de iglesia. ¡Qué visión tiene el autor! Al despertarse temprano por la mañana adivinaba qué clase de día haría mirando una rendija de la persiana, la cual mostraba un azul más azul que el azul y era apenas inferior en tono azulado a mi actual recuerdo de él.

Y al atardecer mira con los mismos ojos entreabiertos en dirección al campo, un lado del cual ya está en la sombra, mientras el otro, más lejano, está iluminado, desde su gran roca central hasta el lindero del bosque que hay más allá, y es brillante como de día.

Se nos antoja que, en realidad, tal vez no era la literatura, sino la pintura para lo que estaba destinado desde la infancia, y aunque no sabemos nada de la situación actual del autor, podemos imaginarnos con claridad a un muchacho con sombrero de paja, sentado muy incómodamente en un banco del jardín con sus utensilios de acuarelista y pintando el mundo legado por sus mayores:

Células de porcelana blanca

contienen miel azul, verde y roja.

Primero, con unas líneas a lápiz,

se forma un jardín sobre papel áspero.

Los abedules, el balcón de la dependencia,

todo tiene manchas de sol. Sumerjo

y aprieto con fuerza la punta del pincel

en rico amarillo anaranjado;

y, mientras tanto, dentro de la amplia copa,

en él esplendor de su cristal tallado,

¡qué colores centellean,

qué éxtasis ha estallado!

Éste, pues, es el librito de Godunov-Cherdyntsev. En conclusión añadamos... ¿Qué más? ¿Qué más? ¡Imaginación, ven en mi ayuda! ¿Puede ser cierto que todas las cosas deliciosamente palpitantes que he soñado y todavía sueño a través de mis poemas no se han perdido en ellos y los ha observado el lector cuya crítica veré antes de que termine el día? ¿Puede ser que haya comprendido todo cuanto hay en ellos, comprendido que además del bueno y querido «pintoresquismo» contienen un significado poético especial (cuando la mente, después de rodearse a sí misma por el laberinto de la subconsciencia, vuelve con una música recién hallada gracias a la cual los poemas son como deben ser)? Mientras los leía, ¿los leyó no sólo como palabras sino como resquicios entre palabras, que es lo que debe hacerse al leer poesía? ¿O los leyó simplemente por encima, le gustaron y los alabó, llamó la atención hacia el significado de secuencia, una peculiaridad que está de moda en nuestro tiempo, cuando el tiempo está de moda: si una colección empieza con un poema sobre «Una pelota perdida», tiene que acabar con otro de «La pelota encontrada».

Sólo cuadros e iconos permanecieron en sus lugares aquel año en que terminó la infancia, y algo ocurrió en la vieja casa: de repente todas las habitaciones intercambiaron sus muebles entre sí, aparadores y biombos, y una multitud de cosas grandes y pesadas: y fue entonces cuando debajo de un sofá, viva, e increíblemente querida, apareció en un rincón.