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Durante los últimos días de septiembre, Chernyshevski fue trasladado a Alexandrovski Zavod, pueblo situado a treinta y cuatro kilómetros de Kadaya. Pasó el invierno allí, en la prisión, junto con algunos karakozovitas y polacos sediciosos. La mazmorra disponía de una especialidad mongol, «estacas»: postes hundidos verticalmente en la tierra, que rodeaban la cárcel con su sólido anillo. En junio del año siguiente, por haber cumplido el período de prueba, Chernyshevski fue puesto en libertad condicional y alquiló una habitación en casa de un sacristán, hombre que se parecía mucho a éclass="underline" ojos grises y miopes, barba rala, cabellos largos y ensortijados... Siempre un poco borracho, siempre suspirando, contestaba tristemente las preguntas de los curiosos con «¡El buen hombre sólo escribe, escribe!» Pero Chernyshevski no permaneció allí más de dos meses. Su nombre se mencionaba en vano en juicios políticos. El artesano Rozanov, deficiente mental, declaró que los revolucionarios querían atrapar y enjaular a «un pájaro de sangre real a fin de rescatar a Chernyshevski». El conde Shuvalov envió un telegrama al gobernador general de Irkutsk: «EL OBJETIVO DE LOS EMIGRADOS ES LIBERAR A CHERNYSHEVSKI (STOP) ADOPTE TODAS LAS MEDIDAS POSIBLES RESPECTO A ÉL. Entretanto, el exiliado Krasovski, que había sido trasladado al mismo tiempo que él, huyó (y pereció en la taiga, después de ser robado), por lo que existían buenas razones para encarcelar de nuevo a Chernyshevski y privarle durante un mes del derecho de sostener correspondencia.

Expuesto intolerablemente a corrientes de aire, nunca se despojaba de la bata forrada de piel ni de la shapka de piel de cordero. Se movía como una hoja barrida por el viento, con pasos nerviosos y vacilantes, y su voz chillona se oía en todas partes. Su ardid de razonamiento lógico se había intensificado —«a la manera del tocayo de su suegro», como lo expresa con tanta extravagancia Strannolyubski. Vivía en la «oficina», habitación espaciosa dividida por un tabique; a lo largo de toda la pared de la parte más amplia había un «estante-cama» bajo, parecido a una plataforma; en él, como en un escenario (o como exhiben en los zoológicos a un melancólico animal de rapiña entre sus rocas nativas), se hallaba una cama y una mesa, que en esencia constituían el mobiliario natural de toda su vida. Solía levantarse después del mediodía, bebía té hasta la noche y permanecía tendido, leyendo, todo el tiempo; no se sentaba a escribir hasta medianoche, ya que durante el día, sus vecinos, varios nacionalistas polacos que le eran del todo indiferentes, se recreaban en molestarle y torturarle con su estridente música: de profesión eran carreteros. En las veladas invernales solía leer a los otros exiliados. Una vez advirtieron que pese a estar leyendo con calma y serenidad una historia complicada, llena de digresiones «científicas», lo que miraba era un cuaderno en blanco. ¡Horrendo símbolo!

Fue entonces cuando escribió una nueva novela. Todavía seguro del éxito de ¿Qué hacer?, esperaba mucho de ella —sobre todo el dinero que la novela, publicada en el extranjero, haría llegar de un modo u otro a manos de su familia. El prólogoes extremadamente autobiográfico. Al referirnos una vez a él, hemos hablado de su intento de rehabilitar a Olga Sokratovna: según Strannolyubski, contiene un intento similar de rehabilitar a la propia persona del autor, porque, mientras subraya por un lado la influencia de Volgin, que llega al extremo de que «altos dignatarios buscaban sus favores a través de su esposa» (porque suponían que tenía conexiones con Londres; es decir, con Herzen, de quien los inexpertos liberales tenían un miedo cerval), el autor insiste con obstinación por el otro, en la suspicacia de Volgin, en su timidez e inactividad: «Esperar, esperar lo más posible, esperar lo más discretamente posible.» Se obtiene la impresión de que el terco Chernyshevski quiere pronunciar la última palabra en la controversia, dejando bien sentado lo que ya había dicho repetidamente a sus jueces: «Debo ser considerado basándose en mis acciones y no hubo acciones ni podía haberlas.»

En cuanto a las escenas «frívolas» de El prólogo, será mejor que guardemos silencio. A través de su erotismo morbosamente circunstancial, se puede discernir tal palpitante ternura hacia su esposa, que la menor cita podría parecer una burla exagerada. En lugar de esto, escuchemos este sonido puro —de las cartas que le escribió durante aquellos años —: «Queridísima mía, te doy las gracias por ser la luz de mi vida.» «... incluso aquí sería el hombre más feliz del mundo si no se me ocurriera que este destino, que es una gran ventaja personal para mí, tiene efectos demasiado duros en tu vida, amada amiga mía...» «¿Podrás perdonarme la aflicción a que te he sometido?»

Las esperanzas de Chernyshevski en relación con ganancias debidas a sus libros no se cumplieron: los emigrados no sólo hicieron mal uso de su nombre sino que además plagiaron sus obras. Y fueron fatales para él las tentativas de liberarlo, tantativas que fueron audaces pero que a nosotros nos parecen carentes de sentido, porque podemos ver desde la cumbre del tiempo la disparidad entre la imagen de un «gigante esposado» y el verdadero Chernyshevski, a quien estos esfuerzos de sus presuntos salvadores no hacían otra cosa que indignarle: «Esos caballeros —dijo más tarde —ignoraban incluso que no sé montar a caballo.» Esta contradicción interna acabó en desatinos (una clase especial de desatinos que nosotros conocemos desde hace mucho tiempo). Se dice que Ippolit Myshkin, disfrazado de oficial de gendarmes, fue a Vilyuisk y exigió del jefe de policía del distrito que le entregara al prisionero, pero lo estropeó todo al haberse puesto la charretera en el hombro izquierdo en lugar del derecho. Antes que él, en 1871, Lopatin ya había, hecho una tentativa en que todo fue absurdo: su repentino abandono de la traducción rusa de Das Kapital, a la que estaba entregado en Londres, con objeto de rescatar para Marx, que había aprendido a leer ruso, al «grossen russischen Gelehrten»; su viaje a Irkutsk como miembro de la Sociedad Geográfica (donde los ciudadanos siberianos le tomaron por un inspector del gobierno que viajaba de incógnito); su arresto causado por una denuncia procedente de Suiza; su huida y captura; y su carta al gobernador general de la Siberia oriental, en la cual le contaba su proyecto, entero, con inexplicable franqueza. Todo esto sólo contribuyó a empeorar la situación de Chernyshevski. Legalmente, su destierro debía comenzar el 10 de agosto de 1870, pero no fue trasladado a otro lugar hasta el 2 de diciembre; a un lugar que resultó ser mucho peor que los trabajos forzados: Vilyuisk.

«Abandonado de Dios en un rincón de Asia —dice Strannolyubski—, en las profundidades de la región de Yakutsk, en el extremo nordeste, Vilyuisk era sólo una aldea situada sobre un enorme montón de arena acumulada por el río, y rodeada de una ciénaga sin límites cubierta por los matorrales de la taiga.» Los habitantes (500) eran: cosacos, yacutos medio salvajes, y un reducido número de ciudadanos de la clase media (a los que Steklov describe de modo muy pintoresco: «La sociedad local consistía en un par de oficiales, un par de clérigos y un par de comerciantes» —como si estuviera hablando del Arca de Noé). Allí, alojaron a Chernyshevski en la mejor casa, y la mejor casa resultó ser la cárcel. La puerta de su húmeda celda estaba forrada de hule negro; las dos ventanas, que de todos modos daban contra la empalizada, estaban atrancadas. Al no haber ningún otro exiliado, se encontró en una soledad total. La desesperación, la impotencia, la conciencia de haber sido engañado, un vago sentido de injusticia, las tremendas deficiencias de la vida ártica, todo esto estuvo a punto de enloquecerle. Por la mañana del día 10 de julio de 1872, empezó de pronto a romper la cerradura de la puerta con unas tenazas, le temblaba todo el cuerpo, mascullaba y preguntaba a voz en grito: «¿Acaso ha llegado el soberano o un ministro para que el sargento de la policía se atreva a cerrar la puerta por la noche?» En invierno ya se había calmado algo, pero de vez en cuando se escribían ciertos informes... y aquí se nos concede una de esas raras correlaciones que constituyen el orgullo del investigador.