A finales de febrero de 1883 (el tiempo, sobrecargado, ya tenía dificultades en arrastrar su destino), los gendarmes, sin decirle una sola palabra de la resolución, se lo llevaron de improviso a Irkutsk. No importaba —abandonar Vilyuisk era por sí mismo un acontecimiento feliz, y más de una vez durante el viaje de verano por el largo Lena (que revelaba tanto parecido con el Volga en sus meandros), el anciano se puso a bailar, entonando hexámetros dactilicos. Pero en septiembre el viaje terminó, y con él la sensación de libertad. Ya la primera noche, Irkutsk le apareció la misma clase de casamata en lo más profundo de una región remota. Por la mañana le visitó el jefe de la gendarmería, Keller. Nikolai Gavrilovich se sentó, apoyó el codo en la mesa y no contestó en seguida. «El emperador le ha perdonado», dijo Keller, y lo repitió en voz más alta al ver que el otro parecía medio dormido o confuso. «¿A mí?», exclamó de repente el anciano, y entonces se levantó, puso las manos en los hombros del heraldo y, meneando la cabeza, prorrumpió en llanto. Por la tarde, sintiéndose como convaleciente de una larga enfermedad, pero todavía débil, impregnado todo su ser de una niebla deliciosa, tomó el té en casa de los Keller, habló sin cesar y contó a los niños de la familia «cuentos de hadas más o menos persas —sobre asnos, bandidos y rosas...», como recordó uno de sus oyentes. Cinco días más tarde fue llevado a Krasnoyarsk, de allí a Orenburg —ya finales de otoño, entre seis y siete de la tarde, cruzó Saratov con caballos de posta; allí, ea el patio de una posada contigua a la gendarmería, en medio de una oscuridad móvil, un viejo farol se balanceaba tanto al viento que era imposible distinguir con claridad el rostro cambiante, joven, viejo, joven de Olga Sokratovna, enmarcado por un pañuelo de lana —había acudido con precipitación a este encuentro inesperado; y aquella misma noche (¿quién podría adivinar sus pensamientos?) Chernyshevski tuvo que continuar su viaje.
Con gran maestría y la máxima intensidad expresiva (casi podría tomarse por compasión), Strannolyubski describe su llegada a la residencia de Astracán. Nadie le recibió con los brazos abiertos, nadie le invitó, y muy pronto se dio cuenta de que todos los planes grandiosos que le habían sostenido en el exilio tendrían que reducirse ahora a una serenidad neciamente lúcida e imperturbable.
A sus enfermedades siberianas, Astracán añadió la fiebre amarilla. Se resfriaba con frecuencia. Sufría intensas palpitaciones del corazón. Fumaba mucho y sin freno. Pero lo peor de todo era que estaba nervioso en extremo. En medio de una conversación, saltaba de su asiento en un extraño arrebato: movimiento brusco que parecía datar del día de su arresto, cuando corrió a su estudio, adelantándose al funesto Rakeyev. Por la calle se le podía confundir con un artesano viejo; tenía los hombros caídos y llevaba un barato traje de verano y una gorra deformada. «Pero, dígame...» «Pero, ¿no cree usted...?» «Pero...»; chismosos casuales solían importunarle con preguntas absurdas. El actor Syroboyarski no dejaba de preguntarle: «¿Me caso o no?» Hubo dos o tres últimas denuncias que se extinguieron como cohetes húmedos. La sociedad en que se movía consistía en varios armenios que se habían afincado allí —tenderos de comestibles y merceros—. La gente educada se sorprendía de que no se interesara mucho por los asuntos públicos. «Bueno, ¿qué quieren que piense de todo ello? —replicaba de malhumor—. Nunca he presenciado la vista de un juicio ni acudido a una reunión del zemstvo...»
Con la raya del pelo muy recta, orejas descubiertas demasiado grandes para ella y un «nido de pájaro» sobre la coronilla, aquí la tenemos otra vez (ha traído dulces y gatitos de Saratov); en sus labios alargados hay la misma sonrisa un poco burlona, su martirizado ceño es algo más marcado, y las mangas de su vestido están ahora hinchadas sobre los hombros. Ya tiene más de cincuenta años (1833-1918), pero su carácter sigue siendo el mismo, neurótico, malicioso; sus ataques histéricos culminan a veces en fuertes convulsiones.
Durante estos seis últimos años de su vida, pobre, viejo e indeseable, Nikolai Gavrilovich traduce, con la regularidad de una máquina, volumen tras volumen de la Historia Universal, de George Weber, para el editor Soldatenkov —y al mismo tiempo, impulsado por su vieja e irreprimible necesidad de airear sus opiniones, va intentando gradualmente pasar a través de Weber algunas de sus propias ideas. Firma su traducción «Andreyev»; y en su reseña del primer volumen (en El examinador, febrero de 1884) un crítico observa que «debe tratarse de una especie de seudónimo, ya que en Rusia hay tantos Andreyev como Ivanov y Petrov»; a lo cual siguen punzantes alusiones a la pesadez del estilo y una pequeña reprimenda: «El señor Andreyev no tenía necesidad de extenderse, en su Prefacio, sobre los méritos y defectos de Weber, a quien el lector ruso conoce desde hace mucho tiempo. Su libro de texto apareció ya en los años cincuenta y simultáneamente tres volúmenes de su Curso de Historia Universal, traducidos por E. y V. Korsh... Haría bien en no ignorar las obras de sus predecesores.»
E. Korsh, amante de la terminología arcaica rusa en lugar de la aceptada por los filósofos alemanes, era yn un hombre de ochenta años, ayudante de Soldatenkov, y con la ventaja que esto le confería leyó al «traductor de Astracán», introduciendo correcciones que encolerizaron a Chernyshevski, quien en sus cartas al editor empezó a «despedazar» a Evgeniy Fiodorovich de acuerdo con su viejo sistema, y a exigir furiosamente, al principio, que dieran a leer las pruebas a alguien «que comprenda mejor que no hay otro hombre en Rusia que conozca mejor que yo el lenguaje literario ruso», y después, cuando hubo logrado lo que quería, recurrió a otro método: «¿Pueden interesarme realmente tales bagatelas? Sin embargo, si Korsh quiere continuar leyendo las pruebas, pídale que no haga correcciones, pues son totalmente ridículas.» Con no menos amargo placer se ensañó también con Zaharyn, quien en su bondad había hablado a Soldatenkov de entregar una cantidad mensual (200 rublos) a Chernyshevski en vista del despilfarro de Olga Sokratovna. «Fue usted engañado por el descaro de un hombre cuya mente estaba nublada por una borrachera», escribió Chernyshevski a Soldatenkov, y poniendo en movimiento todo el aparato de su lógica —oxidada, agrietada, pero todavía sinuosa—, justificó al principio su ira con el hecho de que le tomaban por un ladrón que deseaba adquirir capital, y después explicó que su indignación era en realidad fingida para proteger a Olga Sokratovna: «Gracias a que se enteró de su despilfarro por la carta que yo le escribí a usted, ya que no le hice caso cuando me pidió que suavizara mi expresión, no hubo convulsiones.» En este punto (finales de 1888) se publicó otra crítica —ahora del décimo volumen de Weber. El terrible estado de su ánimo, su orgullo herido, la excentricidad de un anciano y los últimos e impotentes intentos de acallar el silencio (una proeza aún más difícil que el intento de Lear de acallar la tormenta), todo esto se ha de tener en cuenta cuando se lee a través de sus gafas la crítica aparecida en el interior de la portada rosa de El mensajero de Europa: