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«... Por desgracia, parece ser, por el Prefacio, que el traductor ruso sólo permaneció fiel a sus sencillos deberes de traductor en los seis primeros volúmenes, pero al empezar el séptimo se impuso a sí mismo un deber nuevo... "desbrozar" a Weber. Es difícil agradecerle una clase de traducción en que el autor es "retocado", y aún más si el autor es una autoridad de la talla de Weber.»

«Se diría —observa aquí Strannolyubki (que a veces mezcla un poco sus metáforas)— que con este puntapié el destino había dado el último toque pertinente a la cadena de retribución que forjó para él.» Pero no es así. Todavía nos queda para considerar un castigo más —el más terrible, el más completo, el definitivo.

Entre todos los locos que hicieron trizas la vida de Chernyshevski, el peor fue su hijo; no el menor, naturalmente, Mijail (Misha), que llevaba una vida tranquila y trabajaba con afición en cuestiones de tarifas (era empleado del departamento de ferrocarriles): era fruto del «elemento positivo» de su padre y actuó como un buen hijo, pues cuando (1896-1898) su hermano pródigo (he ahí una imagen moralizadora) publicaba sus Cuentos fantásticosy una colección de fútiles poesías, él iniciaba piadosamente su monumental edición de las obras de su difunto padre, que ya casi había concluido cuando murió, en 1924, rodeado de la estima general —diez años después de haber muerto de repente Alexander (Sasha), en la pecadora Roma, en una habitacioncita de suelo de piedra, declarando su amor sobrehumano por el arte italiano y gritando en el ardor de una violenta inspiración que si la gente le escuchara, ¡la vida sería diferente, muy diferente! Creado al parecer con todo cuanto su padre no podía soportar, Sasha, apenas salido de la adolescencia, cultivó una gran pasión por todo lo siniestro, quimérico e incomprensible para sus contemporáneos —se enfrascó en E. T. A. Hoffman y Edgar Poe, le fascinaban las matemáticas puras, y un poco más tarde fue uno de los primeros rusos en apreciar a los «poetes maudits» franceses. El padre, vegetando en Siberia, no podía ocuparse del desarrollo de su hijo (que fue educado por los Pypin), y lo que averiguó, lo interpretó a su manera, tanto más cuanto que todos le ocultaron la enfermedad mental de Sasha. Sin embargo, la pureza de estas matemáticas empezó a irritar gradualmente a Chernyshevski —y es fácil de imaginar con qué sentimientos leería el joven las largas cartas de su padre, que se iniciaban con una broma de calculada jovialidad y luego (como las conversaciones de aquel personaje de Chejov, que solían empezar tan bien —«un ex alumno, ¿sabe?, un idealista incurable...») concluían con airados insultos; esta pasión por las matemáticas no sólo le encolerizaba como manifestación de algo no utilitario: al mofarse de todo lo moderno, Chernyshevski, a quien la vida había dejado atrás, se desahogaba contra todos los innovadores, excéntricos y fracasados de este mundo.

Su bondadoso primo Pypin le envía a Vilyuisk, en enero de 1875, una descripción mejorada de su hijo estudiante, y le informa de lo que podía ser grato para el creador de Rajmetov(Sasha, escribió, había encargado una pelota de metal de siete kilos para hacer gimnasia) y de lo que debía halagar a cualquier padre: con ternura reprimida, Pypin, recordando su amistad juvenil con Nikolai Gavrilovich (a quien debía muchas cosas), relata que Sasha es tan torpe y tan anguloso como era su padre, y también se ríe en el mismo tono atiplado... De improviso, en otoño de 1877, Sasha se alistó en el regimiento Nevski de infantería, pero antes de llegar al frente (se estaba librando la guerra ruso-turca) cayó enfermo de tifus (en sus constantes infortunios se advierte el legado de su padre, que también solía romperlo todo). Al volver a San Petersburgo se instaló a vivir solo, daba lecciones y publicaba artículos sobre la teoría de la probabilidad. A partir de 1882 su enfermedad mental se agravó, y más de una vez tuvo que ser recluido en un sanatorio. Le daba miedo el espacio, o, más exactamente, temía caer en una dimensión diferente, y a fin de no perecer se agarraba continuamente a las faldas seguras y sólidas —con pliegues euclidianos —de Pelagueya Nikolayevna Fanderflit (nacida Pypin).

Continuaron ocultando este hecho a Chernyshevski, que ahora ya residía en Astracán. Con una especie de sádica obstinación, con una dureza pedante que igualaba la de cualquier burgués acomodado de Dickens o Balzac, llamaba en sus cartas a su hijo «monstruo ridículo» y «mendigo excéntrico», y le acusaba del deseo de «seguir siendo un mendigo». Finalmente, Pypin no pudo soportarlo más y explicó a su primo con cierto ardor que, aunque Sasha no hubiera llegado a ser «un negociante frío y calculador», había adquirido en cambio «un alma pura y honorable».

Y de pronto Sasha llegó a Astracán. Nikolai Gavrilovich vio aquellos ojos radiantes y saltones, oyó aquel lenguaje extraño y evasivo... Empleado del petrolero Nobel y después de recibir de éste el encargo de acompañar una barcaza por del Volga, Sasha, cuando se hallaba en camino, un mediodía caluroso, satánico y empapado de petróleo, lanzó al aire la gorra de contable, tiró al agua tornasolada el manojo de llaves y se marchó a Astracán. Aquel mismo verano aparecieron, en El mensajero de Europa, cuatro poesías suyas; se advierte en ellas un destello de talento:

Si las horas de la vida te parecen amargas,

no vituperes a la vida, porque es mejor

admitir que tu culpa es haber nacido

con un corazón afectuoso en el pecho.

Y si no es tu deseo reconocer siquiera

tan evidente imperfección...

(A propósito, observemos el fantasma de una sílaba adicional en las «horas de la vi-ida», que corresponde a shis-en', en lugar de shisn', lo cual es extremadamente característico de los poetas rusos desequilibrados de tipo melancólico: un defecto causado, al parecer, por la carencia de algo en sus vidas, algo que podría haber convertido la vida en una canción. Sin embargo, el último verso citado tiene una auténtica cadencia poética.)

El domicilio común de padre e hijo era un infierno común. Chernyshevski provocaba a Sasha angustiosos insomnios con sus interminables amonestaciones (como «materialista», tenía la fanática insolencia de suponer que la causa principal de la dolencia de Sasha era su «lastimoso estado material»), y él mismo sufría más de lo que había sufrido incluso en Siberia. Ambos respiraron con alivio cuando Sasha se marchó aquel invierno, al principio a Heidelberg con la familia que le empleó como tutor y después a San Petersburgo, para «una necesaria consulta médica». Infortunios mezquinos y falsamente graciosos continuaban salpicándole. Nos enteramos por una carta de su madre (1888) que un día en que «Sasha sintió el deseo de irse a pasear, la casa donde vivía fue destruida por un incendio», y todo cuanto poseía ardió con ella; y ahora, completamente derrotado, se trasladó a la casa de campo de Strannolyubski (¿el padre del crítico?).

En 1889, Chernyshevski recibió autorización para ir a Saratov. Cualesquiera que fuesen las emociones que esto despertara en él, las envenenó una preocupación familiar intolerable: Sasha, que siempre había sentido una pasión patológica por las exposiciones, emprendió de repente un feliz y costoso viaje a la famosa Exposition universellede París, como se quedó sin un céntimo en Berlín, fue necesario enviarle dinero a nombre del cónsul, a quien se rogó que le mandara a su casa; pero no: cuando obtuvo el dinero Sasha se dirigió a París, contempló a sus anchas «la maravillosa rueda y la torre gigantesca y afiligranada», y de nuevo se quedó sin un céntimo.

El febril trabajo de Chernyshevski en enormes masas de Weber (que convirtió su cerebro en una fábrica de trabajos forzados y, de hecho, representó la mayor burla del pensamiento humano) no cubría gastos inesperados —y dictando día tras día, dictando siempre, tenía la impresión de que ya no podía continuar, no podía seguir convirtiendo la historia del mundo en rublos— y al mismo tiempo le atormentaba el pánico de que Sasha llegase a Saratov directamente desde París. El 11 de octubre escribió a su hijo que su madre le enviaba dinero para que regresara a San Petersburgo y —por millonésima vez— le aconsejó que aceptara cualquier empleo e hiciera todo cuanto le ordenasen sus superiores: «Tus sermones ignorantes y ridículos a tus superiores, éstos no los pueden tolerar» (así termina el «tema de ejercicios escritos»). Sin dejar de estremecerse y murmurar, selló el sobre y fue él mismo a la estación a echar la carta al correo. Por la ciudad silbaba un viento cruel, que ya en la primera esquina heló los huesos del airado anciano cubierto por un abrigo ligero. Al día siguiente, pese a tener fiebre, tradujo dieciocho páginas de letra pequeña; el día 13 quiso continuar, pero le convencieron para que desistiera; el 14 empezó a delirar: «Inga, inc(palabras sin sentido, después un suspiro) estoy muy extraño... Párrafo... Si pudieran enviarse unos treinta mil soldados suecos a Schleswig-Holstein, aplastarían fácilmente a todas las fuerzas danesas y conquistarían... todas las islas, excepto, tal vez, Copenhague, que resistirá con obstinación, pero en noviembre, pongamos el nueve entre paréntesis, Copenhague también se rendirá, punto y coma; los suecos convirtieron en plata brillante a toda la población de la capital danesa, desterraron a Egipto a todos los hombres enérgicos de los partidos patrióticos... Sí, sí, ¿dónde estaba...? Punto y aparte...» Continuó delirando así durante mucho rato: saltaba de un Weber imaginario a unas memorias imaginarias de su propia cosecha, hablaba prolongada y laboriosamente del hecho de que «el mínimo destino de este hombre ya está decidido, no hay salvación para él... Aunque microscópica, se ha encontrado en su cuerpo una diminuta partícula de pus, su destino ya está decidido...». ¿Hablaba de sí mismo, era en sí mismo donde sentía esta partícula diminuta que había ido corroyendo misteriosamente todo cuanto hizo y experimentó en su vida? Pensador, trabajador infatigable, mente lúcida que poblaba sus utopías con un ejército de taquígrafos; ahora vivía para ver a un secretario tomando nota de su delirio. Por la noche del 16 sufrió un ataque; sintió que la lengua se espesaba en su boca; tras lo cual no tardó en morir. Sus últimas palabras (a las tres de la madrugada del 17) fueron: «Es extraño: en este libro no hay una sola mención de Dios.» Es una lástima que no sepamos con precisión qué libro estaba leyendo para sus adentros.