Ahora yacía rodeado de los muertos volúmenes de Weber; unas gafas dentro de su estuche representaban un estorbo para todo el mundo.
Habían transcurrido sesenta y un años desde 1828, cuando en París aparecieron los primeros ómnibuses y cuando un sacerdote de Saratov anotó en su breviario: «12 de julio, a las tres de la mañana, ha nacido un hijo, Nikolai... Bautizado en la mañana del día 13, antes de la misa. Padrino: Arcipreste Fiod. Stef. Vyazovski...». Posteriormente, Chernyshevski dio este nombre al protagonista y narrador de sus novelas siberianas, y por una extraña coincidencia fue así, o casi así (F. V...ski) como firmó un poeta desconocido (en la revista Siglo, noviembre de 1909) catorce versos dedicados, según la información que poseemos, a la memoria de N. G. Chernyshevski, soneto mediocre, pero curioso, que reproducimos íntegro:
¿Qué dirá la voz de su lejano descendiente:
elogiará tu vida o clamará, rotunda,
que ha sido espantosa?
¿Que tal vez otra vida pudo ser menos amarga?
¿Que fue elección tuya?
¿Que tu mejor acción prevaleció, encendiendo
tu árida obra con la poesía del Bien,
y coronó las canas del martirio cautivo
con un cerrado círculo de etéreo fulgor?
CAPÍTULO QUINTO
Alrededor de quince días después de su aparición, La vida de Chemyshevski fue saludada por el primer eco ingenuo. Valentín Linyov (en un periódico de los emigrados rusos publicado en Varsovia) escribía lo siguiente:
«El nuevo libro de Boris Cherdyntsev comienza con seis versos que el autor, por alguna razón, llama soneto (?) y a esto sigue una descripción pretenciosamente caprichosa de la bien conocida vida de Chemyshevski.
»Chernyshevski, dice el autor, era hijo de "un bondadoso clérigo" (pero no menciona cuando ni donde nació); terminó el seminario y cuando su padre, después de una vida santa que inspiró incluso a Nekrasov, falleció, su madre envió al joven a estudiar a San Petersburgo, donde en seguida, prácticamente en la estación, intimó con los "moldeadores de opinión", como los llamaban entonces, Pisarev y Belinski. El joven entró en la universidad, se dedicó a inventos técnicos, trabajó mucho y tuvo su primera aventura romántica con Lyubov' Yegorovna Lobachevski, que le contagió el amor por el arte. Sin embargo, tras una pelea por motivos románticos con un oficial, en Pavlovsk, se vio obligado a regresar a Saratov, donde se declaró a su futura esposa y poco después se casó con ella.
»Volvió a Moscú, se entregó a la filosofía, escribió mucho (la novela ¿Qué vamos a hacer?) y trabó amistad con los escritores destacados de su tiempo. Poco a poco se fue introduciendo en la labor revolucionaria y, después de una reunión turbulenta, durante la cual habló junto con Dorbolyubov y el conocido profesor Pavlov, que entonces era aún muy joven, Chernyshevski tuvo que marchar al extranjero. Vivió un tiempo en Londres, donde colaboró con Herzen, pero al fin volvió a Rusia y fue arrestado inmediatamente. Acusado de planear el asesinato de Alejandro II, Chernyshevski fue sentenciado a muerte y ejecutado en la plaza pública.
»Tal es en resumen la historia de la vida de Chernyshevski, y todo hubiera ido bien si el autor no hubiese considerado necesario adornar su relato con una multitud de detalles inútiles que oscurecen el sentido y con toda clase de largas digresiones sobre los temas más diversos. Y lo peor de todo es que, tras describir la escena de la ejecución en la horca, no se da por satisfecho con este final de su héroe y por espacio de muchas páginas ilegibles medita sobre lo que habría ocurrido "si" —si Chernyshevski no hubiera sido ejecutado sino desterrado a Siberia, por ejemplo, como Dostoyevski.
»El autor escribe en un lenguaje que tiene poco en común con el ruso. Le encanta inventar palabras. Le gustan las frases largas y complicadas, como, por ejemplo: "El destino los clasifica (?) anticipándose (?) a las necesidades del investigador (?)", o bien pone máximas solemnes, pero no del todo gramaticales, en boca de sus personajes, como "El propio poeta elige los temas de sus poesías, la multitud no tiene derecho a dirigir su inspiración".»
Casi simultáneamente con esta entretenida crítica apareció la de Christopher Mortus (París), la cual despertó en Zina tal indignación, que a partir de entonces sus ojos despedían chispas y se dilataban las ventanas de su nari2 a la menor mención de este nombre.
«Al hablar de un joven autor que comienza (escribía Mortus con calma) uno suele sentir cierta timidez: ¿No se le alarmará, no se le ofenderá con una observación demasiado "cruda"? Me parece que en el caso presente no hay motivo para tales temores. Godunov-Cherdyntsev es un novel, desde luego, pero un novel dotado de una extrema confianza en sí mismo, y es probable que alarmarle no sea una cuestión fácil. Ignoro si su libro presagia o no "logros" futuros, pero si éste es un comienzo, no se le puede llamar un comienzo muy alentador.
»Permítanme explicar esto. Estrictamente hablando, no tiene la menor importancia que el esfuerzo de Godunov-Cherdyntsev sea estimable o estéril. Un hombre escribe bien, otro lo hace mal, y a todos nos espera al final del camino el tema "que nadie puede evadir". Creo que se trata de algo muy diferente. Ya ha pasado para siempre la época dorada en que el crítico o el lector podía interesarse ante todo por la calidad "artística" o el grado exacto de talento de un libro. Nuestra literatura de la emigración —estoy hablando de literatura auténtica e "indiscutible"— las personas de gusto impecable me comprenderán —se ha vuelto más simple, más seria, más árida— a costa del arte, tal vez, pero que en compensación produce (en ciertas poesías de Tsypovich y Boris Barski y en la prosa de Koridonov...) sonidos de tal tristeza, de tal música, de tal encanto divino e "impotente", que en verdad no vale la pena añorar lo que Lermontov llamó "los torpes cantos de la tierra".