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¿No es posible comprenderlo con más sencillez, de un modo más satisfactorio para el espíritu, sin ayuda de este elegante ateo y también sin ayuda de credos populares? Porque la religión incluye una sospechosa facilidad de acceso general que destruye el valor de sus revelaciones. Si los pobres de espíritu entran en el reino de los cielos, puedo imaginarme la alegría que debe imperar allí. Ya he visto bastantes en la tierra. ¿Quién más compone la población del cielo? Multitudes de chillones predicadores, monjes desaliñados, montones de almas miopes y sonrosadas de manufactura más o menos protestante —¡qué mortal aburrimiento! Hace cuatro días que tengo mucha fiebre y no puedo leer. Es extraño —antes solía pensar que Yasha estaba siempre cerca de mí, que había aprendido a comunicarme con los espíritus, pero ahora, cuando quizás estoy moribundo, esta fe en los espíritus se me antoja algo terrenal, vinculado a las sensaciones terrenales más bajas y en modo alguno al descubrimiento de una América celestial.

Algo más sencillo. Algo más sencillo. ¡Algo inmediato! Un esfuerzo —y lo comprenderé todo. La búsqueda de Dios; la nostalgia de cualquier lebrel por un amo; dadme un jefe y caeré postrado ante sus enormes pies. Todo esto es terreno. Padre, maestro, rector, presidente de la junta, zar, Dios. Números, números —y uno ansia con tal fuerza encontrar el número más alto, para que todos los restantes puedan significar algo y trepar a alguna parte. No, de este modo se acaba en acolchados callejones sin salida —y todo deja de ser interesante.

Claro que me estoy muriendo. Estos pinchazos detrás y este dolor acerado son fáciles de comprender. La muerte se acerca a hurtadillas por la espalda y te agarra por los costados. Es gracioso que haya pensado en la muerte toda mi vida, y si he vivido, ha sido únicamente en el margen de un libro que nunca he podido leer. Veamos, ¿quién era? Oh, hace años, en Kiev... Dios mío, ¿cómo se llamaba? Sacaba de la biblioteca un libro escrito en una lengua que no conocía, lo llenaba de anotaciones y lo dejaba a la vista para que las visitas pensaran: sabe portugués, arameo. Ich habe dasselbe getan, yo he hecho lo mismo. Felicidad, tristeza —signos de interrogación en marge, mientras el contexto es absolutamente desconocido. Estupendo estado de cosas.

Es terriblemente doloroso dejar el seno de la vida. El horror mortal del nacimiento. L'enfant qui nait ressent les affres de sa mere. ¡Mi pobre y pequeño Yasha! Es muy extraño que al morir me aleje de él, cuando debería ser lo contrario —acercarme cada vez más... Su primera palabra fue muba, mosca. E inmediatamente después hubo una llamada de la policía: tenían que ir a identificar el cadáver. ¿Cómo le dejaré ahora? En estas habitaciones... No tendrá a nadie a quien rondar... Porque ella no lo advertiría... Pobre muchacha. ¿Cuánto? Cinco mil ochocientos... más aquel otro dinero... lo cual suma, veamos... ¿Y después? David podría ayudarme —o tal vez no.

... En general, no hay nada en la vida excepto prepararse para un examen —que, de todos modos, nadie puede aprobar. «Terrible es la muerte para hombre y acaro por igual.» ¿Pasarán por ella todos mis amigos? ¡Increíble! Eine alte Geschichte: el título de una película que Sandra y yo fuimos a ver la víspera de su muerte.

Oh, no. En ninguna circunstancia. Aunque ella lo mencione hasta cansarse. ¿No fue ayer cuando habló del asunto? ¿O hace miles de años? No, no me llevarán a ningún hospital, me quedaré aquí. Ya estoy harto de hospitales. Significaría volver a estar loco justo antes del fin. No, me quedaré aquí. Qué difícil es dar vueltas a nuestros pensamientos: como si fueran troncos. Me siento demasiado enfermo para morir.

«¿Cuál era el tema de su libro, Sandra? Vamos, dímelo, ¡tendrías que acordarte! Una vez hablamos de ello. Era sobre un sacerdote, ¿no? Oh, tú nunca... nada... Malo, difícil...»

A partir de esto apenas habló, pues cayó en un estado comatoso. Dieron permiso a Fiodor para entrar a verle, y nunca más olvidó los pelos blancos de sus mejillas hundidas, el color neutro de su calva y la mano, cubierta por una costra de eczema gris, moviéndose sobre la sábana como un cangrejo. Murió al día siguiente, pero antes tuvo un momento de lucidez, se quejó de dolores y dijo (la habitación estaba sumida en la penumbra, a causa de las persianas bajadas): «Qué tontería. Claro que no hay nada después.» Suspiró, escuchó el goteo y los truenos del otro lado de la ventana y repitió con extrema claridad: «No hay nada. Es tan evidente como el hecho de que está lloviendo.»

Y fuera, mientras tanto, el sol de primavera jugaba con la pizarra del tejado, en el cielo soñador no había una sola nube, la inquilina del piso de arriba regaba las flores de su balcón, y el agua goteaba hacia abajo con un sonido de tambor.

En la ventana de la empresa de pompas fúnebres, en la esquina de la Kaiserallee, se exhibía como incentivo (del mismo modo que la casa Cook exhibe un modelo Pullman) el interior de un crematorio en miniatura: hileras de sillitas frente a un pequeño pulpito y sentadas en ellas unas muñecas del tamaño del dedo auricular doblado, y al fondo, un poco apartada, se podía reconocer a la viuda por el medio centímetro cuadrado de pañuelo con que cubría su rostro. La seducción alemana de este modelo siempre había divertido a Fiodor, por lo que ahora resultaba algo repugnante entrar en un crematorio auténtico, donde bajo montañas de coronas de laurel un ataúd real que contenía un cuerpo real fue bajado entre pesados sones de música de órgano a ejemplares regiones inferiores, directamente al incinerador. Madame Chernyshevski no se cubría con un pañuelo y se mantenía inmóvil y erguida, con los ojos brillantes tras el velo de crespón negro. Las caras de amigos y conocidos tenían las expresiones mesuradas habituales en semejantes casos: una movilidad de las pupilas acompañada por cierta tensión en los músculos del cuello. El abogado Charski se sonó con sinceridad; Vasiliev, quien como figura pública tenía mucha experiencia en funerales, seguía puntillosamente las pausas del párroco (Alexander Yakovlevich había resultado protestante en el último momento). El ingeniero Kern dejaba centellear, impasible, los cristales de sus quevedos. Goryainov se aflojaba sin cesar el cuello de la camisa, pero no llegó al extremo de carraspear; las damas que solían visitar a los Chernyshevski formaban un compacto grupo; los escritores también —Lishnevski, Shajmatov y Shirin; había mucha gente a quien Fiodor no conocía —por ejemplo, un caballero muy pulcro, de barbita rubia y labios insólitamente rojos (al parecer, un primo del difunto), y también algunos alemanes, con los sombreros de copa sobre las rodillas y sentados con mucho tacto en la última hilera.

Al concluir el servicio, los asistentes, según lo dispuesto por el maestro de ceremonias del crematorio, tenían que acercarse a la viuda uno por uno y ofrecerle palabras de condolencia, pero Fiodor resolvió evitar esto y salió a la calle. Todo estaba mojado, lleno de sol, y tenía un brillo que se antojaba desnudo; en un negro campo de fútbol adornado con césped, unas colegialas hacían gimnasia en pantalones cortos. Detrás de la cúpula reluciente, gris como la gutapercha, del crematorio podían verse las torres color turquesa de una mezquita, y al otro lado de la plaza centelleaban las cúpulas verdes de una iglesia blanca, del tipo de la de Pskov, surgida recientemente de una casa de chaflán y que gracias al camuflaje arquitectónico parecía casi aislada. En una terraza, junto a la entrada del parque, dos boxeadores de bronce mal esculpidos y asimismo de reciente aparición, estaban inmovilizados en actitudes completamente contrarias a la armonía recíproca del pugilismo: en lugar de la gracia tensa, agachada, de músculos redondos, había dos soldados desnudos peleando en una casa de baños. Una cometa dirigida desde un espacio abierto detrás de unos árboles formaba un pequeño rombo carmesí en el alto cielo azul. Con sorpresa y desazón, Fiodor advirtió que era incapaz de fijar sus pensamientos en la imagen del hombre que acababa de ser reducido a cenizas y convertido en humo; trató de concentrarse, de imaginar el calor reciente de sus relaciones vivas, pero su alma se negó a moverse y permaneció con los ojos soñolientos y cerrados, satisfecha con su jaula. En lo único que se le ocurrió pensar fue en aquel verso del Rey Lear, que consiste enteramente en cinco «jamases». «Así que jamás volveré a verle», pensó, sin ninguna originalidad, pero este pequeño acicate pasó y no desplazó su alma. Trató de pensar en la muerte, pero en cambio se le ocurrió que el cielo suave, ribeteado lateralmente por una nube larga que se le antojaba un tierno y pálido borde de grasa, habría parecido una lonja de jamón si el azul hubiera sido rosa. Intentó imaginarse alguna clase de extensión de Alexander Yakovlevich al otro lado de la vida —pero al mismo tiempo observó, a través de la ventana de una tintorería próxima a la iglesia ortodoxa, a un empleado torturando un par de pantalones con diabólica energía y un exceso de vapor que recordaba el infierno. Intentó confesar algo a Alexander Yakovlevich y arrepentirse al menos de los pensamientos crueles y maliciosos que tuviera de modo efímero (en relación con la desagradable sorpresa que le preparaba con su libro) —y de pronto recordó una trivialidad vulgar: algo que le había dicho Shchyogolev: «Cuando muere un buen amigo mío, siempre pienso que hará algo allí arriba para mejorar mi destino, ¡ja, ja, ja!» Se hallaba en un estado de ánimo inquieto y confuso que le parecía incomprensible, tan incomprensible como todo lo demás: el cielo, aquel tranvía amarillo que pasaba traqueteando por los claros rieles del Hohenzollerdamm (con el que Yasha se había dirigido hacia la muerte), pero su enfado consigo mismo fue pasando gradualmente, y con una especie de alivio —como si la responsabilidad de su alma ya no fuera suya, sino de alguien que conociera el significado de todo aquello—, sintió que toda esta madeja de pensamientos casuales, así como todo lo demás —las costuras y la trama ínfima de este día primaveral, la ondulación del aire, los hilos bastos y enmarañados de sonidos confusos —era simplemente el revés de un tejido maravilloso en cuyo lado derecho se formaban e iban cobrando vida imágenes invisibles para él.