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El exterior del libro es agradable.

Después de exprimir de él la última gota de dulzura, Fiodor se desperezó y se levantó del diván. Se sentía muy hambriento. Las manecillas de su reloj habían empezado a rebelarse últimamente, y de vez en cuando se movían en dirección contraria, por lo que no podía depender de ellas; no obstante, a juzgar por la luz, el día, a punto de emprender un viaje, se había sentado con su familia en una pensativa pausa. Cuando Fiodor salió, se sintió inmerso en una frialdad húmeda (menos mal que me he puesto esto): mientras meditaba sobre sus poemas, la lluvia había lacado la calle de un extremo a otro. El camión ya no estaba y en el lugar que recientemente había ocupado el tractor, quedaba, junto a la acera, un arco iris de aceite, como un trazo de pluma en que predominaba el púrpura. El papagayo del asfalto. ¿Y cuál era el nombre de la empresa de mudanzas? Max Lux. La luz de Max.

«¿He cogido las llaves?», pensó de improviso Fiodor; se detuvo y metió la mano en el bolsillo de la gabardina. Allí localizó un puñado tintineante, pesado y tranquilizador. Cuando, tres años atrás, todavía durante su existencia aquí como estudiante, su madre se trasladó a París para vivir con Tania, le había escrito que no podía acostumbrarse a estar liberada de los perpetuos grilletes que encadenan a un berlinés a la cerradura de la puerta. Él imaginó su alegría cuando leyera el artículo sobre sus poemas y por un instante sintió orgullo maternal de sí mismo; y no sólo esto, sino que una lágrima maternal quemó el borde de sus párpados.

Pero, ¿qué me importa recibir atención durante mi vida, o que no me la presten si no estoy seguro de que el mundo me recuerde hasta la oscuridad de su último invierno, maravillándose como la vieja de Ronsard? Y sin embargo... todavía estoy lejos de los treinta años, y hoy ya se han fijado en mí. ¡Se han fijado! Gracias, patria mía, por este remoto... Pasó junto a él una posibilidad lírica, cantando muy cerca de su oído. Gracias, patria mía, por tu más preciado... Ya no necesito el sonido «ado»: la rima ha generado vida, pero la rima en sí ha sido abandonada. Y al don más descabellado debo mi gratitud... Supongo que «redes» espera entre bastidores. No tenía tiempo de adivinar el tercer verso en aquella explosión de luz. Lástima. Ya se ha ido todo, ha desoído mi apunte.

Compró varios piroshki(uno de carne, otro de col, un tercero de tapioca, un cuarto de arroz, un quinto... no tenía dinero para un quinto) en una tienda de alimentos rusos que era una especie de museo de cera de la gastronomía de la vieja patria, y los consumió rápidamente en un húmedo banco de un jardincillo público.

La lluvia empezó a arreciar: alguien había inclinado súbitamente el cielo. Tuvo que refugiarse bajo la marquesina circular de la parada del tranvía. Allí, en el banco, dos alemanes con carteras discutían un negocio y le conferían detalles tan dialécticos que la naturaleza de la mercancía quedaba disuelta, como cuando se lee un artículo de la Enciclopedia Brockhaus y se pierde el tema, que en el texto sólo está indicado por la letra inicial. Agitando sus cabellos cortos, una muchacha llegó a la parada con un pequeño dogo que estornudaba y recordaba a un sapo. Esto sí que es extraño: «remoto» y «fijado» vuelven a juntarse y cierta combinación suena con persistencia. No me dejaré tentar.

El chaparrón cesó. Con sencillez perfecta —sin dramatismo ni trucos —se encendieron todas las farolas. Decidió que ya podía dirigirse hacia casa de los Chernyshevski para llegar allí alrededor de las nueve, llueve, mueve, conmueve. Como suele ocurrir con los borrachos, algo le protegía cuando cruzaba las calles en este estado. Iluminado por el rayo húmedo de una farola, un coche estaba arrimado a la acera con el motor en marcha; todas las gotas del capó temblaban. ¿Quién podía haberlo escrito? Fiodor no pudo llegar a una conclusión definitiva entre varios críticos emigrados. Éste era escrupuloso, pero carecía de talento; aquél, tramposo, pero dotado; un tercero sólo escribía sobre prosa; un cuarto, únicamente sobre sus amigos; un quinto... y la imaginación de Fiodor conjuró a este quinto: un hombre de su misma edad o incluso, pensó, un año más joven, que durante estos mismos años y en los mismos diarios y revistas de emigrados no había publicado más que él (un poema aquí, un artículo allí), pero que de un modo incomprensible, que se antojaba tan físicamente natural como una especie de emanación, se había revestido con discreción de una aureola de fama indefinible, por lo que su nombre no se pronunciaba muy a menudo, pero cuando se le citaba se hacía de una manera muy diferente de los otros nombres jóvenes; hombre cuyos versos nuevos y cáusticos, Fiodor devoraba rápida y ávidamente en un rincón, se despreciaba a sí mismo y trataba de destruir su maravilla por medio del mero acto de leerlos —tras lo cual no podía librarse durante un día o dos de lo que había leído ni de su propio sentimiento de debilidad o de angustia secreta, como si luchando con otro hubiese herido su partícula más íntima y sacrosanta; un hombre desagradable, solitario y miope, con un defecto repelente en la posición recíproca de sus omoplatos. Pero lo perdonaré todo si es usted.

Pensó que estaba retrasando mucho sus pasos, pero los relojes que encontraba en su camino (los gigantes que emergían de las tiendas de los relojeros) avanzaban con lentitud todavía mayor, y cuando, ya casi en su destino, adelantó con una zancada a Liubov Markovna, que iba al mismo lugar, comprendió que la impaciencia le había impulsado durante todo el camino, como por una escalera automática que transforma incluso a un hombre inmóvil en un corredor.

¿Por qué esta mujer flaccida, desagradable y entrada en años seguía pintándose los ojos cuando ya llevaba impertinentes? Los cristales exageraban la irregularidad y crudeza de la torpe ornamentación y como resultado, su mirada perfectamente inocente se volvía tan ambigua que era imposible rehuirla: la hipnosis del terror. De hecho, casi todo en ella parecía basado en una incomprensión desafortunada —y uno se preguntaba si no era siquiera una forma de demencia el creer que hablaba alemán como una nativa, que Galsworthy era un gran escritor, o que Georgy Ivanovich Vasiliev se sentía patológicamente atraído hacia ella. Era una de las más fieles asiduas de las fiestas literarias que los Chernyshevski, junto con Vasiliev, grueso y viejo periodista, organizaban en sábados alternos; hoy sólo era martes; y Liubov Markovna aún vivía de sus impresiones del sábado anterior, que compartía generosamente. Los hombres, en su compañía, acababan por convertirse fatalmente en patanes distraídos. El propio Fiodor sintió que empezaba a ocurrirle a él, pero por suerte ya estaban llegando a la puerta y allí la sirvienta de los Chernyshevski ya esperaba con las llaves en la mano; en realidad, la habían enviado a recibir a Vasiliev, que padecía una dolencia muy rara de las válvulas cardíacas —de hecho, la había convertido en su afición y a veces llegaba a casa de sus amigos con un modelo anatómico del corazón y lo demostraba todo con claridad y entusiasmo. «Nosotros no necesitamos el ascensor», dijo Liubov Markovna y empezó a subir las escaleras con un paso pesado que se tornaba curiosamente suave y silencioso en los descansillos; Fiodor tenía que avanzar en zigzag y a paso reducido detrás de ella, como a veces se ve hacer a los perros, sorteando y adelantando el talón de su dueño ya por la derecha, ya por la izquierda.

La propia Alexandra Yakovlevna les abrió la puerta. Fiodor apenas tuvo tiempo de fijarse en su desusada expresión (como si desaprobara algo o quisiera evitar algo rápidamente), pues su marido irrumpió en el recibidor sobre sus cortas y rechonchas piernas, agitando un periódico mientras corría.

—Aquí está —gritó, moviendo espasmódicamente hacia abajo una comisura de los labios (tic adquirido tras la muerte de su hijo)—. Mire, aquí está!

—Cuando me casé con él —observó madame Chernyshevski—, creía que su humor era más sutil.

Fiodor vio con sorpresa que el periódico que aceptó, vacilante, de manos de su anfitrión, era alemán.

—¡La fecha! —gritó Chernyshevski—. ¡Adelante, mire la fecha, jovencito!

—Primero de abril —dijo Fiodor con un suspiro, e inconscientemente dobló el periódico—. Sí, claro, debí recordarlo.

Chernyshevski estalló en feroces carcajadas.