Me pregunto, pensó Fiodor, mirando de reojo a Vladimirov, me pregunto si habrá leído mi libro. Vladimirov dejó el vaso sobre la mesa y miró a Fiodor, pero no dijo nada. Bajo la chaqueta llevaba un jersey inglés con una raya negra y otra naranja al borde del escote tringular; la calva incipiente de las sienes exageraba el tamaño de la frente, su gran nariz era muy huesuda, sus dientes entre amarillos y grises brillaban de modo desagradable bajo el labio algo levantado y sus ojos miraban con inteligencia e indiferencia —al parecer había estudiado en una universidad inglesa y alardeaba de unos modales seudobritánicos—. A sus veintinueve años era ya autor de dos novelas —notables por la fuerza y rapidez del estilo claro y diáfano—, lo cual irritaba a Fiodor quizá precisamente por la razón de que se sentía algo afín a él. Como conversador, Vladimorov carecía totalmente de atractivo. Se le acusaba de ser burlón, desdeñoso, frío, incapaz de sincerarse en discusiones amistosas, pero esto también se decía de Koncheyev y del propio Fiodor, y de quienquiera cuyos pensamientos vivieran en su propia casa y no en un cuartel o una taberna.
Después de elegir asimismo a un secretario, el profesor Kraevich propuso que todos se pusieran en pie para honrar la memoria de los dos miembros fallecidos; y durante esta petrificación de cinco segundos, el excomulgado camarero echó una ojeada a las mesas, pues había olvidado para quién era el bocadillo de jamón que acababa de traer sobre una bandeja. Todo el mundo se mantenía inmóvil como podía. Gurman, por ejemplo, con la cabeza baja, tenía la mano sobre la mesa con la palma hacia arriba, como si acabase de echar los dados y le hubiera inmovilizado el asombro de su pérdida.
«¡Eh! ¡Es aquí!», gritó Shajmatov, que había esperado ansiosamente el momento en que la vida volviera a aposentarse con un estrépito de alivio, y el camarero levantó con rapidez el índice (lo había recordado), se dirigió hacia él y posó el plato con urr tintineo sobre el mármol de imitación. Shajmatov empezó a cortar el bocadillo inmediatamente, sosteniendo de través el tenedor y el cuchillo; en el borde del plato un poco de mostaza amarilla proyectaba, como suele ser el caso, un cuerno amarillo. El rostro de Shajmatov, con su complacencia napoleónica y el mechón de cabellos azulados sobre la sien, atraía de modo especial a Fiodor en estos momentos gastronómicos. A su lado, bebiendo té con limón y con expresión asimismo bastante agria y cejas tristemente arqueadas, se encontraba el satírico de la Gazeta, cuyo seudónimo, Foma Mur, contenía según propia declaración «una novela francesa completa (femme, amour), una página de la literatura inglesa (Thomas Moore) y una pizca de escepticismo judío (Tomás el Apóstol)». Shirin estaba afilando un lápiz encima de un cenicero: se había ofendido mucho ante la negativa de Fiodor a «figurar» en la lista de elegibles. Entre los escritores estaba también presente Rostislav Strannyy —persona bastante imponente, que llevaba un brazalete en la peluda muñeca; la poetisa Anna Aptekar, pálida como el pergamino y de cabellera negra y brillante; un crítico teatral—, joven, flaco y muy silencioso, de aspecto tan difuminado que recordaba un daguerrotipo ruso de los años cuarenta; y, naturalmente, el bondadoso Busch, cuyos ojos descansaban con brillo paternal en Fiodor, el cual, con un oído vuelto hacia el informe del presidente de la sociedad, había dejado de mirar a Busch, Lishnevski, Shirin y demás escritores para dedicar su atención a la masa general de asistentes, entre los que se contaban varios periodistas, por ejemplo, el viejo Stupishin, cuya cuchara se abría camino entre un pedazo de pastel de moka, muchos reporteros y —sola y admitida aquí, basándose en Dios sabe qué— Lyubov Markovna con sus tímidos quevedos; y, en general, un elevado número de aquellos a quienes Shirin calificaba severamente de «elemento externo»: el majestuoso abogado Charski, sosteniendo en la mano blanca y siempre temblorosa su quinto cigarrillo de la noche; un pequeño corredor de bolsa, que una vez había publicado una necrología en un diario bundista; un anciano pálido y afable, que olía a pasta de manzana y desempeñaba con entusiasmo su cargo de chantre en el coro de una iglesia; un hombre enorme y enigmático, que vivía como un ermitaño en un pinar próximo a Berlín, algunos decían en una cueva, donde había compilado una colección de anécdotas soviéticas; un grupo aislado de camorristas, frutrados y pagados de sí; un joven agradable, de posición y medios desconocidos («un agente soviético», dijo Shirin simple y oscuramente); otra dama —ex secretaria de alguien; su marido— hermano de un conocido editor; y todas estas personas, desde el vagabundo analfabeto con mirada de borracho, autor de versos místicos acusatorios que aún no había querido publicar ningún periódico, hasta el abogado de repelente pequeñez, casi portátil, Poshkin, que al hablar con la gente decía «pos» en vez de «pues» y «quin» en vez de «quien», como estableciendo una coartada para su nombre; todos éstos, opinaba Shirin, eran perjudiciales para la dignidad de la sociedad y estaban expuestos a una inmediata expulsión.
—Y ahora —anunció Vasiliev después de terminar su informe—, pongo en conocimiento de la reunión que dimito como presidente de la sociedad y no me presento a la reelección.
Se sentó. Un pequeño escalofrío recorrió a los asambleístas. Gurman cerró sus gruesos párpados bajo el peso de la aflicción. Un tren eléctrico pasó como un arco por una cuerda de contrabajo.
—Seguidamente... —dijo el profesor Kraevich, llevándose los quevedos a los ojos y mirando la agenda— el informe del tesorero. Cuando guste.
El ágil vecino de Gurman, adoptó inmediatamente un desafiante tono de voz, lanzó destellos por su ojo bueno, torció con efectividad sus elocuentes labios y empezó a leer... las cifras despedían chispas al ser emitidas, las palabras metálicas daban brincos... «entramos en el año en curso»... «el débito»... «el balance»... mientras Shirin anotaba algo en el dorso de un paquete de cigarrillos, efectuaba una suma y cambiaba miradas triunfantes con Lishnevski.
Cuando terminó la lectura, el tesorero cerró la boca con un clic, mientras a cierta distancia ya se había levantado un miembro del comité auditor, socialista georgiano de rostro picado de viruelas y cabellos negros y duros como cerdas de cepillo, quien enumeró brevemente sus impresiones favorables. Tras lo.cual Shirin pidió la palabra y en seguida se percibió el olor de algo divertido, alarmante e indecoroso.
Empezó subrayando que los gastos del baile benéfico de Año Nuevo eran exorbitantes; Gurman intentó replicar... el presidente, señalando a Shirin con su lápiz, le preguntó si había terminado... «¡Déjenle hablar, no le interrumpan!», gritó Shajmatov desde su asiento, y el lápiz del «presidente», temblando como la lengua de una culebra, le apuntó a él antes de volver a Shirin, quien se limitó a inclinar la cabeza y se sentó. Gurman se levantó pesadamente, llevando el peso de su tristeza con desprecio y resignación, y empezó a hablar... pero Shirin no tardó en interrumpirle y Kraevich agarró la campana. Gurman acabó, y entonces el tesorero pidió la palabra, pero Shirin ya estaba levantado y continuaba: «La explicación del honorable caballero de la bolsa...» El presidente tocó la campana, pidió más moderación y amenazó con negarles autorización para hablar. Shirin volvió a saludar con la cabeza y dijo que sólo quería formular una pregunta: según las palabras del tesorero, en caja había tres mil setenta y seis marcos y quince pfennigs. ¿Podía ver este dinero ahora mismo?
«Bravo», gritó Shajmatov, y el miembro menos atractivo del sindicato, el poeta místico, soltó una risotada, aplaudió y casi se cayó de la silla. El tesorero, blanco como la nieve, se puso a hablar en un rápido murmullo... Mientras hablaba así y era interrumpido por confusas exclamaciones del auditorio, un tal Shuf, flaco, afeitado, parecido a un piel roja, abandonó su rincón, se acercó a la mesa del comité, inadvertido gracias a sus suelas de goma, y la golpeó de repente con el puño rojo, con tal fuerza que hasta la campana dio un brinco. «Está mintiendo», bramó y volvió a su asiento.
Se desencadenó un alboroto en todos los puntos de la sala cuando, para desconsuelo de Shirin, se puso de manifiesto que había otra facción deseosa de hacerse con el poder, y se trataba del grupo que siempre quedaba excluido y al que pertenecía el místico y también el piel roja, así como el individuo bajo y barbudo y varios tipos andrajosos y desequilibrados, uno de los cuales se puso a leer inopinadamente una lista de candidatos para el comité, todos ellos inaceptables. La batalla tomó un nuevo giro, bastante complicado, ya que ahora eran tres los grupos beligerantes. Se oyeron expresiones como «traficante del mercado negro», «no es digno de batirse en duelo» y «usted ya ha sido derrotado». Incluso Busch habló, tratando de ahogar las exclamaciones insultantes, pero debido a la oscuridad natural de su estilo, nadie pudo comprender' de qué hablaba hasta que se sentó y explicó que estaba totalmente de acuerdo con el orador precedente. Gurman, que sólo con las ventanas de la nariz ya expresaba sarcasmo, jugaba con su boquilla. Vasiliev abandonó su asiento y se retiró a un rincón, donde fingió leer el periódico. Lishnevski pronunció un discurso demoledor dirigido principalmente al miembro de la junta semejante a un sapo pacífico, quien se limitó a extender los brazos y mirar con expresión de impotencia a Gurman y al tesorero, quienes se esforzaban por no mirarle. Al final, cuando el poeta místico se levantó, tambaleándose, y con una sonrisa muy prometedora en el rostro sudoroso empezó a hablar en verso, el presidente agitó con furia la campana y anunció una pausa, tras la cual se celebrarían las elecciones. Shirin corrió hacia Vasiliev y le habló con persuasión, mientras Fiodor, sintiendo un repentino aburrimiento, encontraba su impermeable y se abría paso hasta la calle.